Toros a una
Enrique García-Máiquez
Enrique García-Máiquez
CUALQUIER prohibición tiene un efecto rebote, de modo que la simpatía del respetable se pone enseguida del lado de fuera de la ley. Con la prohibición catalana de las corridas se ve clarísimo. La unanimidad es casi total en defensa de los toros, y no hay quien no salte a la arena a echar su granito de ídem y a dar su capotazo. Yo me sumo a la Fiesta, por supuesto.
Pero déjenme extrañarme del unánime clamor. Cuántos temas más graves nos han colado sin que casi nadie haya dicho ni mu, e incluso poniendo cara de asco a los que sí entrábamos al trapo. Ya sé que soy muy pesado con la despenalización del aborto, pero según mi conciencia insisto poco.
Y hay más asuntos astifinos:
para no irnos lejos, la imposibilidad de estudiar en la lengua materna, cuando es la oficial de España, en Cataluña y en otras partes del territorio nacional.
O para no irnos muy lejos tampoco en el tiempo, la reciente aprobación en la misma Cataluña de la ley de veguerías, cuando éstas han sido expresamente declaradas inconstitucionales. A ellos, plim. ¿Es o no es tomarse como al pito del sereno al mismísimo Tribunal Constitucional?
El jaleo que se ha montado ahora puede haberse igualado en otros temas -el rechazo a la negociación con ETA-, pero nunca con tanta unanimidad.
Hay quien ha asegurado, muy serio, que después de esto no volverá a votar a los socialistas. Y uno, dentro del respeto inmenso que tiene por la libertad de voto, se pregunta: ¿había que esperar a esto precisamente?
Claro que en defensa de los que ahora se preocupan cabe alegar que ha sido la gota simbólica que desborda un vaso muy real. El valor simbólico de los toros no voy a negarlo yo, que estoy deseando que alguien se atreva a hacer un estudio antropológico y sociológico de la Fiesta desde un punto de vista girardiano, o sea, sobre el mecanismo del chivo expiatorio. Las conclusiones serían muy jugosas.
Parecerá que, con tanto trasteo filosófico, mi preocupación taurina es limitada. En realidad, la prohibición catalana me preocupa, aunque mucho más como efecto que como causa. La Iglesia, en el siglo XVI, no pudo con los toros, aunque los excomulgó, con lo que era la Iglesia en España en el siglo XVI y lo que pesaba entonces una excomunión y hecha con razones de mucha más enjundia. La afición taurina española pudo entonces con todo eso.
Si ahora no pudiese con una prohibicioncita de un parlamento regional hecha por motivos de política minúscula, será que está enferma o enclenque o que le falta bravura o nobleza.
Yo, para defender la Fiesta, voy a ir este domingo a los toros. Lo demás, a fin de cuentas, son brindis al sol.
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