
De Alcalá a Sabadell:
bienvenidos a la España del motín
José Javier Esparza
Llega la España del motín: Alcalá de Henares, Sabadell, la Barceloneta… Lugares donde el pueblo, sin dirección política ni institucional, sólo pueblo, se levanta contra el orden porque el orden ha desaparecido; de manera que, en realidad, la gente no se levanta contra el orden, sino a su favor, para reponerlo, porque ya no está. El caso de Alcalá de Henares es particularmente gráfico por las circunstancias que lo han rodeado: un centro de inmigrantes saturado, reiteradas advertencias de las autoridades locales desoídas por el Gobierno, grave clima de inseguridad vecinal sin que la policía actúe, violación especialmente salvaje de una joven local a manos de un inmigrante ilegal, protesta masiva de los vecinos y, en repuesta, dura intervención de la policía… contra los ciudadanos de Alcalá. Es difícil acumular más injusticias. No tardaremos mucho en ver lo mismo en otros lugares de España, como antes en otros lugares de Europa. Hay quien se llevará las manos a la cabeza. Y sin embargo, hay razones de peso para ver en estos motines un signo de buena salud social.
En materia de justicia, normalmente, el pueblo siempre tiene razón. La tradición cultural española es muy explícita en esto y basta pensar en Fuenteovejuna, en El mejor alcalde, el rey (ambas de Lope) o en El alcalde de Zalamea (de Calderón), que son versiones distintas de una misma realidad y, por cierto, en todas ellas con violación por medio, como en Alcalá. Una línea permanente en estas obras es el estrecho vínculo que, desde antiguo, unía al poder soberano (el rey) y al pueblo en un orden así creado por Dios. Ese vínculo era lo que legitimaba la ira popular. Naturalmente, las cosas cambian cuando el rey ya sólo es un adorno, Dios no existe a efectos políticos y el poder soberano se deposita retóricamente en el pueblo para que nadie pregunte quién manda de verdad. Al final, el que manda de verdad es el que está en condiciones de ordenar a los antidisturbios que carguen. El problema surge cuando la policía carga contra el pueblo soberano en nombre de un orden que ya no puede invocar una autoridad superior, divina ni humana. A partir de ese momento, el poder pierde toda legitimidad y, en consecuencia, cualquier insurrección pasa a estar justificada. A los profesionales del Derecho les cuesta aceptarlo, pero el hecho es que la ley, cuando se vuelve objetivamente injusta, ya no puede llamarse propiamente «derecho» (porque, literalmente, se ha torcido). Una ley injusta ya no es ley: es fuerza o corrupción de la norma. Que venga impuesta por un poder reglamentario no la hace necesariamente justa. En ese caso, la desobediencia es legítima. También sobre esto abundan las reflexiones en la filosofía española del Siglo de Oro: Vitoria, Covarrubias, Suárez, Soto… Tenemos mucho donde encontrar inspiración.
¿Estamos en una sociedad injusta, una sociedad donde la ley se ha corrompido? Sí, y de manera creciente. El poder parece empeñado en construir una sociedad que no puede funcionar. No lo hace por nuestro bien, sino por el suyo. Tal vez esta sea la única forma de mantener el sistema vigente: sociedades cada vez más atomizadas, reconstruidas a partir de la entrada masiva de población extranjera, huérfanas de un pasado común y, por tanto, desprovistas de una identidad colectiva desde la que responder al poder. Este es el experimento de ingeniería social que Europa viene padeciendo desde hace más de un cuarto de siglo. Hoy empezamos a ver los resultados y el balance ya puede considerarse un fracaso absoluto. La ilusión del crecimiento económico podrá mantenerse mientras sea posible sostener un gasto público tan feroz como el que todos venimos soportando en los últimos años y, paralelamente, los medios sean capaces de retener a la mayoría de la población dentro de la burbuja narrativa del «progreso». Pero lo primero ya sólo es posible a costa de expoliar con creciente saña a los sectores sociales productivos, ejercicio que necesariamente tiene un límite (alcanzado este, la gente dejará de producir o se marchará a otro sitio a hacerlo). Y lo segundo, lo de la burbuja narrativa, sólo puede funcionar si la gente prefiere creer a los medios antes que a sus propios ojos, lo cual también tiene un límite preciso: ese momento en el que eres tú, personalmente, el que recibe el golpe de la realidad. Esto último es lo que ha empezado a verse estos días en lugares como Sabadell o Alcalá de Henares.
Vendrán más casos como el de Alcalá. Vendrán más injusticias. Vendrán más motines y el poder volverá a enviar a sus guardias para castigar no a los agresores, sino a las víctimas, y entonces la injusticia se hará más honda y los motines se generalizarán. Esto no ha hecho más que empezar. De momento, releamos a los clásicos.
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