Mi fe en el pueblo español de hoy es tan escasa como mi fe en Mahoma. Pero mi fe en el atavismo de España y, sobre todo, en las pulgas de la pelliza de Viriato es tan firme como la voluntad de Julio César cuando cruzó el Rubicón. Alea jacta est. ¡Ave César! y haz que de las urnas nazca Hispania para que nosotros volvamos a hacer España.
Mienten con toda la boca
Las encuestas mienten aún más que los políticos que las encargan y que sus pastores periodísticos, que las jalean y las proclaman con la furia de los lacayos bien alimentados y mejor pagados. Para que todos mientan de una forma tan ordinaria, tan grosera y tan burda hace falta partir de un apriorismo conceptual que consiste en considerar a los destinatarios de la falacia, el pueblo al que apelan en la retórica de sus intercambiables discursos, como poco más que un rebaño estabulado en los rediles del Sistema, dispuesto a digerir el embuste y, por lo tanto, a votar en función de la trampa implícita en los pucheros de las cocinas de sus encuestas.
Mienten como respiran. Mienten con toda la boca. Ni cuando guardan silencio se vislumbra en la ausencia de sus palabras la presencia de la verdad. Para ellos, profesionales del poder y asalariados adyacentes, la única certeza es la revelación, mineralizada en una sólida mentira a lo largo de cuarenta años, de que el pueblo español es más dócil que un caniche de circo, más infantil que un oligofrénico y más cobarde que una gallina con diarrea. Porque eso es exactamente lo que reflejan las últimas encuestas preelectorales, pues sólo una horda de imbéciles clínicos podría responder en las urnas tal y como los druidas de la demoscopia auguran que lo hará el pueblo español.
No soy capaz de analizar las encuestas con la sesuda impostura con la que lo hacen mis colegas. No sé si carezco de sus presuntos conocimientos o , simplemente, de su caradura. Cuando se ponen muy serios, profundos y trascendentes a desmenuzarnos los arcanos de los datos, a mi me da la risa floja porque no puedo evitar verlos a todos en taparrabos, como los aztecas bailando alrededor del tótem del dios de la lluvia implorando que llorase sobre Méjico. Se me pone la misma cara que se le debió poner a Hernán Cortes cuando contempló, por primera vez, esa danza tan inútil y profana como el taparrabos de Tezanos y sus moctezumas del CIS.
Mi fe en el pueblo español de hoy es tan escasa como mi fe en Mahoma. Pero mi fe en el atavismo de España y, sobre todo, en las pulgas de la pelliza de Viriato es tan firme como la voluntad de Julio César cuando cruzó el Rubicón. Alea jacta est. ¡Ave César! y haz que de las urnas nazca Hispania para que nosotros volvamos a hacer España.
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