Lo cierto es que lo que a él más le gustaba eran los toros. Por ahí, en un libro suyo, escribió algo así: "Yo iba a ver corridas, pero no sabía que era aficionado hasta que un día, de hace muchos años, estaba viendo torear a De Paula, en Jerez, y me sorprendí llorando".
Murió Antonio Caballero ¡Qué dolor! Tantos recuerdos. No sé por qué ahora me viene aquella noche de hace años en que me llamó al hotel Europa. --¿Quieres acompañarme a Zaragoza mañana?" --Me tentó... En "Las Ventas" había rejones y ni siquiera toreaban "Cagancho" ni "Chicuelo"…
Allá, en cambio, anunciaban una corrida poco usual. Un veterano lidiador solitario, -Esplá-, con seis toros en concurso de ganaderías (toristas). Además, -me avergüenza confesarlo-, nunca había presenciado una corrida en esa plaza.
--Sí-- contesté de inmediato.
--Bien, a las diez nos vemos en la Estación de Atocha, me dijo sin entusiasmo, con su voz grave de fumador empedernido.
--¿Vamos en tren? --pregunté.
--No, hombre, allí en la estación alquilaré un carro.
No tenía uno. Residía en una buhardilla del Madrid histórico. Anticonsumista vocacional, ni lo quería, ni lo necesitaba.
Así, era él, un joven de los sesenta, nieto de un general rebelde en la guerra colombiana "De los mil días" hace más de un siglo. Una vez, García Márquez, amigo y compañero suyo de la revista "Alternativa", confesó que para su coronel Aureliano Buendía había tomado rasgos de aquel abuelo combativo y siempre derrotado.
También es cierto que hasta que Cien años de soledad se publicó, el padre de Antonio, el hijo del general relatado en ella, era el más notorio novelista vivo del país. El boom le hizo sombra. De otro lado, Luis, el hermano, había muerto en París hacía unos años, cuando despuntaba su prestigio internacional de pintor diferente.
Él, caricaturista, cronista taurino, escritor y periodista, el más independiente, el más irónico y el más desafiante de los que sobrevivían en aquellos años horribles, a la matanza de contradictores en nuestro país. Cada uno de sus artículos semanales (publicaba en "Semana", todas las semanas) era un reto, un vengan por mí. Nunca dio el brazo a torcer. Pero esa es otra larga historia.
Lo cierto es que lo que a él más le gustaba eran los toros. Por ahí, en un libro suyo, escribió algo así: "Yo iba a ver corridas, pero no sabía que era aficionado hasta que un día, de hace muchos años, estaba viendo torear a De Paula, en Jerez, y me sorprendí llorando".
¡Imagínense ustedes! un hombre tan duro, de una realidad tan dura, de un país tan duro, llorando al son de unas verónicas. Pues así era, y escribía de toros como un enamorado, con toda la tolerancia, blandura y falta de rigor que a riesgo de su vida nunca se permitió en el resto de su peligroso trabajo periodístico.
Llegué a la Estación de Atocha diez minutos tarde, lo divisé desde las gradas automáticas, allí estaba, contrastante, calvo, barba entrecana, mirada ausente, longilíneo, como recién descolgado de un cuadro de El Greco, calzado con alpargatas, vaqueros y una camisa de trabajo. Él condujo. Fuimos a Zaragoza, comimos frente a la vieja plaza, vivimos la corrida, regresamos y entramos en Madrid a las 3 de la mañana.
No hago reseña, no viene al caso, pero sí recuerdo que arrastrado el quinto, pasó por el callejón, frente a nosotros, Simón Casas. Conociendo que era amigo suyo le dije -"Ahí va Simón Casas".
--Con socarronería me reclamó: "Vengo desde tan lejos, a ver esta corrida con usted, que pasa por buen aficionado, esperando aprenderle algo, y el único comentario que ha hecho en toda la tarde es: ahí va Simón Casas...".
Ya sospecharán ustedes por qué siempre tuvo malquerientes en Colombia. Pero fuimos muchos, muchos más los que le quisimos y hoy le lloramos.
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