Jaime Ostos convalece en la clínica San Ignacio de la capital maña atendido por el doctor Val Carreres. / Foto: Julio de San Pío-El Desván de Rafael Castillejo
La tremenda cornada que sufrió el valeroso diestro de Écija en la plaza de Tarazona de Aragón forma parte del imaginario popular de los años 60. El Centauro de la Puebla le devolvió la vida...
El día que Peralta salvó a Jaime Ostos
Álvaro R. del Moral
17 de julio de 1963. Jaime Ostos había hecho el paseíllo en la plaza de Tarazona de Aragón acompañado de El Viti y Caracol. Era una tarde más del nomadeo estival de los hombres de luces: un pueblo en fiestas, otra meta volante dentro del viaje de la temporada... Por delante se anunciaba el nombre de Ángel Peralta sin olvidar el habitual tratamiento de don que entonces gozaban los toreros ecuestres encargados, usualmente, de romper plaza a los infantes. Saltó, por fin, el primer toro de lidia ordinaria. Era un ejemplar de la ganadería de Hermanos Ramos Matías al que el torero de Écija recibió por verónicas. Dos varas y dos pares de banderillas preludiaron el brindis pero a Ostos le molestaba el viento que, en un golpe inoportuno, le dejó al descubierto delante del morlaco. El pitón hizo carne y destrozó la ilíaca. El torero quedó de pie después de la fuerte voltereta; sangraba a chorros...
Se lo llevaron a puñados a la enfermería con la impresión de un percance gravísimo. Ingresó sin pulso, casi sin vida, en un quirófano ayuno de los medios más elementales y habitado por médicos derrotados. «No había sangre, ya no tenía pulso; ni siquiera veía y los médicos estaban firmando el acta de defunción pero Ángel –Peralta– buscó a trescientos tíos que se pusieron en cola para darme su sangre», evocó el torero en una reciente charla celebrada en Sevilla. «Me metieron catorce litros a base de jeringazos». La irrupción de Peralta, efectivamente, fue providencial para que el bravo diestro ecijano se quedara en esta orilla. El jinete de La Puebla pidió donantes a voces en los tendidos y consiguió su propósito. Fue el propio Peralta el encargado de inyectar esa vida a golpe de jeringa, de brazo a brazo, mientras el torero se abandonaba a un extraño bienestar. Ni siquiera había agujas de sutura, refería Ostos, y tuvieron que ir a buscarlas a Tudela, un pueblo cercano.
Los médicos, proseguía el diestro ecijano, llegaron a preparar el acta de defunción. El capellán ya le había dado la extrema unción. «Es que estaba muerto; si me salvé fue gracias a Ángel», que taponó la herida y propició aquellas transfusiones desesperadas que lograron su propósito. Jaime Ostos se llevó más de un mes luchando por sobrevivir en la clínica de San Ignacio de Zaragoza en manos del doctor Val Carreres. Mientras, todo el país vivía pendiente del desenlace. Pero la raza y la fortaleza del torero –Jaime Corazón de León le llamaba la prensa de la época– consiguieron hacer el resto. Se salvó la vida, la pierna y al torero, que en 1964 volvió a la cancha sin abdicar de su condición de figura.
La muerte de don Ángel Peralta –que evitó esa muerte que parecía irremediable– ha refrescado ésta y otras muchas historias ligadas a la fecunda vida del Centauro de las Marismas. Dicen que es de bien nacidos ser agradecidos. Ostos acudió a La Puebla a dar el último adiós a su salvador, portando su féretro con Morante, Ventura, Rafael Sobrino... «Si puedo estar aquí, despidiéndole, es porque me salvó la vida...».
Espeluznante y a la vez emotivo, parece de hace siglos y... fue hace solo un tiempo, La Tauromaquia, el toro, el toreo... es demasiado Grande, como para que dejemos que desaparezca, ni siquiera... que se venga a menos. ¡¡¡¡Fuerza al mundo taurino¡¡¡ Si lo hacemos bien y entre todos, a esto le queda mucha vida. Saludos
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