Muere a los 90 años Jaime Ostos, el torero del valor indomable
Técnico y buen muletero, con mucho pundonor, su hombría delante del toro asombraba a los públicos. Tanto se entregó en la arena que sufrió gravísimas cornadas. «Es la manifestación artística más real, la del toro, que te puede matar. Y lo digo yo, que tengo 25 cornadas», dijo en una ocasión. En la memoria de los aficionados permanece aquel gravísimo percance de Tarazona de Aragón en 1963: «Estuve muerto virtualmente tres días».
Vestido de negro y oro, como presagio de la negra tarde, pero las manos del doctor Val-Carreres obraron el milagro. Porque milagrosamente se recuperó y tuvo arrestos para vivir en 1964 un año triunfal, con faenas importantes en Valencia o Sevilla.
Ostos había nacido el 8 de abril de 1933 en Écija (Sevilla) en el seno de una familia de labradores. No lo tuvo fácil en sus comienzos, pues su familia no era partidaria en principio de su vocación taurina, una pasión mucho más fuerte que la de los estudios para aviador civil. Tras una corrida en la que toreaban Gitanillo de Triana, Manolo Navarro y Parra, dijo a su progenitor: «Padre, yo quiero ser torero». Y en su localidad natal debutó de luces en 1952. Un año después, el 5 de abril, se presentó con picadores en el coso de Osuna. Hizo su primer paseíllo en Madrid el 23 de junio de 1955 con ganado de Villagodio.
Afición y vocación
La ceremonia de la alternativa tuvo lugar en la Feria del Pilar de Zaragoza, en 1956, de manos de Litri y en presencia de Antonio Ordóñez, con toros de Urquijo. Su confirmación llegó el 17 de mayo de 1958, con Antonio Bienvenida de padrino y Gregorio Sánchez de testigo. 'Famosito', de Cobaleda, fue el toro de la ceremonia.
En el recuerdo, como escribió Suárez-Guanes en su retirada de los ruedos, quedan sus faenas en Madrid al sobrero de María Dolores de Juana de Cervantes en 1958, una obra ligada en un palmo de terreno; o los éxitos con una corrida de Paco Galache y otra de Atanasio Fernández en 1962. Pero «siempre, y sobre todas las cosas, su afición y vocación». Y subrayaba en su 'Madrid, cátedra del toreo': «Jaime Ostos fue un torero de leyenda, a la antigua. Castigado muchísimo por los toros, volvía a ellos con renovados bríos. Por las heridas de sus cicatrices no se le escapaba el valor. Al contrario: parecía que los percances eran como medallas de guerra que le insuflaban nuevos ánimos».
Ostos nunca perdió su valor y su autenticidad ante el toro, pero con aquel 'Nevado' de Tarazona, que le partió la iliaca y a punto estuvo de arrebatarle la vida, necesitó de varios litros de sangre de transfusión. Ese 'Nevado' le recordaba cada día que los toros matan. «Floté en un mundo de nubes de diferentes colores que jamás he visto en la realidad: ni en pintura, ni en el campo, ni en el cielo. Unos fosforescentes muy vivos, mezclados con una luz muy fuerte», contaba a Luis Nieto en su 'Anecdotario taurino'.
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