"...Esta campaña que echa a rodar se ha quedado fuera de Olivenza, Castellón y Valencia, su Valencia, la plaza que le lanzó, en la que a punto estuvo de entregar su vida, la que abandonó a hombros en múltiples ocasiones, donde fue premiado repetidamente. En estos momentos comienzan a realizarse las primeras quinielas de los ciclos de Sevilla y Madrid y cuesta ver su nombre entre los seguros. Todo incomprensible..."
Paco Ureña como ejemplo de problema
Carlos Bueno
Burladero / Febrero, 2022
Los toros han pervivido a través de los tiempos gracias, entre otras, a tres máximas: respeto por la liturgia, compromiso y exigencia. La tauromaquia tiene un trasfondo ritual y reglamentado. Se trata de una ceremonia que se desarrolla siguiendo unas normas, un conjunto de signos que constituyen un fenómeno comunicativo que la convierten en una eucaristía con los de nuestro entorno, incluso con nuestros antecesores. El toreo representa la propia historia del hombre, la lucha entre la razón y la fuerza, y lo hace a través de un arte siempre vivo, nunca repetitivo por la naturaleza salvaje del animal. La liturgia taurina pretende la emoción entre los actuantes y quienes la contemplan, y está regida por unas reglas pretéritas que han ido evolucionando muy lentamente. Respetar esos cánones es fundamental para que la tauromaquia conserve su sentido místico.
El compromiso de los toreros es esencial para añadirle significado. Sin aceptar de forma absoluta el riesgo de muerte que comporta torear, todo se convertiría en una pantomima, en un espectáculo de trucos y artificios, de efectos especiales que, posiblemente conferirían cierta vistosidad pero, en cambio, restarían autenticidad. Quedarse quieto, pasarse al animal cerca de la propia anatomía y jugarse la vida es lo único que vale ante un toro.
Y porque no todo vale, la exigencia del público es el termómetro que enjuicia la importancia de las labores, calibra la disposición de los diestros y dictamina sus méritos. Si el público no es exigente, el toreo pierde sus principios. Las faenas que han encumbrado a sus ejecutantes, que han pasado a la historia, lo han hecho por su legitimidad, por su trascendencia, por su verdad.
Todo aquel que se pone delante de un toro merece el máximo respeto, y todas las tauromaquias pueden considerarse complementarias y hasta necesarias. Pero unas tienen un mayor peso específico incuestionable que las eternizan en el tiempo, mientras otras, en las que la parafernalia y los adornos priman ante la profundidad desnuda, su liviandad las hace más perecederas, más perennes.
Hay muchos ejemplos de toreros que respetan la liturgia, que asumen el máximo compromiso y a quienes la exigencia les ha reportado éxitos memorables. Y, sin duda, Paco Ureña es uno de sus máximos representantes. El murciano personifica como pocos el toreo más ortodoxo, el de la seriedad por norma y la profundidad como objetivo, la pureza, la verdad y la emoción superlativa.
Ureña es un fiel continuador de la máxima de Juan Belmonte que afirmaba que para torear hay que olvidarse del cuerpo, y siguiéndola se abandona a la lidia pisando unos terrenos de máxima exposición y compromiso, un concepto que le ha comportado percances graves y triunfos apoteósicos. Nadie le ha regalado nada. Todo se lo ha ganado con su esfuerzo, dedicación y riesgo. Pero a pesar de todo, de las heridas y de los laureles, hoy el reconocimiento no le hace justicia.
Esta campaña que echa a rodar se ha quedado fuera de Olivenza, Castellón y Valencia, su Valencia, la plaza que le lanzó, en la que a punto estuvo de entregar su vida, la que abandonó a hombros en múltiples ocasiones, donde fue premiado repetidamente. En estos momentos comienzan a realizarse las primeras quinielas de los ciclos de Sevilla y Madrid y cuesta ver su nombre entre los seguros. Todo incomprensible después de su gran éxito artístico y taquillero del último San Isidro antes de la pandemia y de rubricar faenas inolvidables por doquier, también en La Maestranza.
Paco Ureña se restablece de la fractura de una vértebra que le produjo un toro en Abarán el pasado mes de octubre mientras comprueba que la falta de sensibilidad perpetra una injusticia sobre sus consecuciones. ¿Será porque ahora está dirigido por un apoderado independiente sin cromos para cambiar con otros empresarios? Sea por lo que fuere, no lo merece el torero, ni la Fiesta, ni la afición. Que nadie se queje de los problemas que acechan a la tauromaquia si no se quiere ver que los principales conflictos, deslealtades y atropellos se cuecen en su seno.
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