Más que una duda: ¿Se habría lidiado hoy "Atrevido?, ¿habría encumbrado a Antoñete?
Parece casi un lamento de nostálgicos. Ojalá fuera así, porque eso tendría una relevancia muy relativa. El problema es que se trata de la propia realidad, que machaconamente vemos una tarde tras otra. Cuando al toro se le quitan sus caracteres primigenios del poder y la casta y cuando al torero no se le mide por el rasero de los méritos propios, estamos arramplando con la autenticidad de la Fiesta. Para quienes imponen esta nueva forma de entender la Tauromaquia puede ser mercantilmente rentable; taurinamente tan sólo conduce a su propia decadencia.
Si arramplamos con su autenticidad,
¿qué queda de la Fiesta?
Antonio Petit Caro
Madrid, 1 de Julio de 2013
En el mundo taurino se ha dado históricamente como un axioma inexorable que, al final, es el toro quien pone a cada cual en su sitio. Hay que reconocer que cuando vivimos el siglo XXI semejante principio queda bastante alejado de la propia realidad. Sigue siendo cierto, desde luego, que sin sacar a pasear el arte en cualquiera de sus variantes, queda poco sitio bajo el sol. Pero es que semejante sol en la actualidad no se rige por la conjunción de los astros: ha quedado en cinco o seis manos, que son las que administran sus rayos, muchas veces a capricho.
Sin embargo, con esa perdida de protagonismo del toro como columna vertebral, han saltado por los aires cuanto compone el núcleo central de la propia Fiesta: su autenticidad, que a su vez constituye el factor determinante del que nacen la emoción y el riesgo. Como la experiencia dice que en la vida la autenticidad es un valor condicionante de todos los demás, quitado el riesgo, desaparecida la emoción, ¿qué nos queda? Prácticamente tan sólo la nostalgia.
Ese toro, llamado antiguamente a poner a cada cual en su sitio, ha sido el primero que se ha visto reubicado y no precisamente en su condición natural y primigenia, sino que ha visto como manos externas mutaban hasta sus propios genes. De todo lo cual se concluye que en el camino quedaron las notas características de su origen.
La historia de la Tauromaquia, tan rica como es, nos enseña que en cada era el torero que mandaba imponía su modelo de toro. Sin embargo, con respecto a la realidad actual se daban y se dan dos circunstancias que diferencian de forma sustancial un caso de otro. En primer lugar, esa figura asumía con naturalidad que debía lidiar animales de todos los encastes en liza; no se hacía deudor de uno de ellos, marginando a todos los demás. Y segundo, en ese modelo de toro elegido se tenía en cuenta, desde luego, su volumen y su arboladura, pero ninguno osaba tocar lo que era más principal: el poder y la casta.
Y es que nos equivocaríamos si creyéramos que la autenticidad del toro nace de la romana y de los pitones descarados. Sin remontarnos al tránsito del siglo XIX hasta el XX, que constituye la Edad de Oro de la Tauromaquia, cuando con los ojos de hoy se ven películas de épocas cercanas como los años 50 y 60, puede parecer hasta imposible que aquellos toros que saltaban al ruedo, también al de Madrid, pudiera ser lidiados sin provocar un monumental escándalo. Sin embargo, aquel toro de menor volumen y cabeza resulta que luego tenía un poder y una acometividad como para llevar de cabeza a la figura de turno.
La conclusión resulta evidente: la autenticidad de la Fiesta no nace de la estructura anatómica del toro que se lidia, sino de su casta y su poder. Eso es justamente lo que en nuestros días se ha visto alterado. Eso es, justamente, lo que ha arramplado con cualquier vestigio de autenticidad.
Sin embargo, una vez que se ha roto semejante columna vertebral, a los taurinos no les ha parecido suficiente, según se ve un día y otro por los ruedos. Por eso, muy al pairo con lo que no deja de ser una plaga de la cultura de nuestros días, han optado por arrumbar para mejor ocasión el criterio del mérito como factor determinante en la confección de los carteles.
La realidad actual demuestra que un triunfo vale más bien poco, fuera de la íntima satisfacción que produce a su protagonista en el momento en que se consigue. O en otras palabras, que salvo en el momento justo de redondear una tarde cumbre, en la que el toro ha puesto en su sitio al artista, a partir de ahí ya todo queda pendiente de un “depende” peligrosamente etéreo.
Acabamos de asistir, en los albores mismos del año taurino, a triunfos muy legítimos y sólidos de varios toreros, que además tienen el valor añadido de ser una novedad, un elemento que siempre se tuvo en cuenta en el toreo. Sin embargo, los teléfonos de sus apoderados no han sonado, o lo han hecho en contadísimas ocasiones. Literalmente, aquí no ha pasado nada. Han aparecido carteles para agosto e incluso comienzan a aflorar los de septiembre, y sus nombres no aparecen. Es una verdadera evidencia de cómo lo hecho ante el toro no les ha puesto en su sitio, en el que se habían ganado.
Pero, evidentemente, la responsabilidad no es del toro. Ni menos del torero que triunfa. Ambos cumplieron con el papel que se les adjudica en esta historia. La responsabilidad radica en esas pocas manos que mueven hoy casi todos los hilos: hoy se ponen el sombrero de empresario, mañana el de apoderado y al día siguiente el de ganadero, a todo lo cual colabora la propia permisividad de las figuras, que consienten semejantes criterios. De esta forma, en los carteles siempre figuran los mismos nombres y la misma monotonía. Y cuando se trata de hacer un esfuerzo, en realidad no pasa de ser una pura componenda: un mano a mano no se monta por la competencias surgida entre toreros; se monta para repartir entre dos el presupuesto reducido que se tiene y en el que no cabe una tercera nómina.
A nadie se le escapa que al romper con la autenticidad del toro y con los criterios del mérito como factor de contratación, la Fiesta decae, la afición va perdiendo adeptos y, sobre todo, se hace prácticamente imposible captar a nuevas gentes para la causa taurina. Pero eso parece que importa menos. A la vista está que lo fundamental, lo que todo lo condiciona, radica en mantener a toda costa el actual status quo. No quieren advertir, o no conviene a sus intereses, que por ese camino tan sólo se transita hacia la decadencia.
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