Envidia porque en esta España de 19 pedazos autónomos no se trata a todos por igual y es difícil encontrar parangón al tributo que se le ha dedicado a Rafaelillo. En Valencia, mi Valencia, no se colgó un solo cartel celebrando las bodas de plata del doctorado de Enrique Ponce, por poner un ejemplo revelador, ni cuando Vicente Barrera cumplió las suyas, pese a ser un torero muy significado en la capital. Y este año tampoco se ha hecho con José Pacheco “El Califa”, un matador que toreó con un compromiso y una verdad apabullantes, que no dejó indiferente a nadie, que agitó aficiones y captó nuevos adeptos para la tauromaquia, que llevó Valencia y su Játiva por todo el orbe taurino.
El Califa fue, sin duda, el torero de la emoción. Su entrega fue siempre total, su valor sorprendente, su abandono al toreo excitante. Hizo el paseíllo con todos los compañeros, sin rehuir ninguna divisa y estuvo anunciado en todas las ferias. Le costó entrar en Valencia, pero nunca perdió la afición ni la confianza y el coso de Monleón acabó siendo su feudo, como lo fue Madrid, la dura y exigente capital donde José fue venerado por su cite adelantado, toreo ceñido, largo y hacia dentro. Sobre su arena se proclamó soberano rotundo. Fue el primer valenciano que triunfó de forma absoluta en un San Isidro y el único en conseguirlo por partida doble. Pero Valencia no se lo ha agradecido en esta conmemoración tan señalada.
Es muy probable que a él, ahora alejado del mundanal ruido taurino, no le importe lo más mínimo. Es más, estoy convencido de que prefiere seguir disfrutando de su tranquilidad, de su discreción, de su tiempo para montar en bicicleta bajo el casco del anonimato. Pero yo siento envidia de Murcia. Era de justicia que, al menos las autoridades locales, hubiesen pretendido rendir homenaje al torero de la emoción. Pero ha faltado sensibilidad en este trozo de la España de 19 pedazos. Sensibilidad y orgullo, porque es para presumir de tener un paisano que paseó el nombre de su tierra con honor y que fue admirado por cuantos le vieron torear.
Su vida taurina fue intensa y apasionada. Seguro que no tan extensa como él hubiese deseado por contrariedades en despachos, cornadas y serios problemas de espalda. Pero vivió las mieles de la profesión y las tardes bonitas de faenas redondas con la pureza y el asentamiento por norma. Pocos como él, quizá nadie, torearon al natural con la mano tan baja. Pocos se colocaron en el sitio que él pisaba. Pocos consiguieron conmocionar y sobresaltar los tendidos como él lo hizo. Y eso, aunque no se lo recuerden en un homenaje, nadie podrá borrarlo de la memoria de cuantos tuvimos la dicha de disfrutarle. Gloria a El Califa hoy y siempre.
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