Aquel niño empezó a soñar con ser torero viendo «Currito de la Cruz» tantas noches de salamanquesas en la blanca tapia que hacía de pantalla. Aquel niño, luego, cuando se puso a trabajar de pastor de cochinos en la cercana finca «Gambogaz» de Queipo de Llano, oía cuando el viento soplaba desde Sevilla los «óles» de la plaza de los toros. Quizá fueran a aquel mismo Pepín de la tierra de Pepe Luis que vio tantas noches en la película del cine de verano. Y siguió soñando ser torero. Para salir del barro de la carestía, para quitar de trabajar a sus padres. Y conoció a Salomón Vargas, que era como una estatua gitana de Montañés de unas muñecas de arte cogiendo el capote y cargando la suerte, y con otros chavales con los mismos sueños se iba todas las tardes a torear de salón al campo de fútbol.
El resto de la historia ya es conocido. Aquel niño que vio «Currito de la Cruz», ya muchacho, toreó en la plaza de La Pañoleta y triunfó. Y luego debutó en Sevilla una tarde de lluvia y de albero embarrado, y le cortó las orejas a «Radiador», un novillo de Benítez Cubero que cambió su vida y que empezó a hacer realidad aquellos sueños del cine de verano. Aquel niño se llama Francisco Romero López y en los carteles empezaron a llamarle como todo el mundo le decía en Camas: Curro. Andando el tiempo, Curro, pasando fatigas y alegrías, gozos y sombras, llegó a convertirse no sólo en torero, como soñaba viendo la película de Pepín, sino en mito de Sevilla, en leyenda de sí mismo, inventando una tauromaquia personal, una filosofía de vida, y creando una legión de partidarios para los que fue el ídolo de su fe en la belleza, en la verdad, en la bondad, en la excelencia, a la que hemos dado en llamar currismo.
La otra noche, al otro lado del río, cerca de «Gambogaz», aquel niño que veía «Currito de la Cruz» contempló una película que ha hecho ahora sobre él el hijo de Paco de Lucía y un equipo de animosos biógrafos de imágenes. El arte llama al arte. Cerca de donde Curro soñaba ser torero viendo el cine, contempló una película que resumía su vida entera, despacio, siempre despacio, sin engañar a nadie, con la verdad por delante. Haciendo un arte del silencio y una campanada gorda de la «San Cristóbal» de la Giralda con cada frase sobre la vida, sobre el toreo, sobre el tiempo, sobre la muerte, como un filósofo que es, como el creador de una escuela de sentimientos y armonías. Otros, como don Luis Fuentes Bejarano, al cumplir 70 años, mataron un toro a puerta cerrada. Aquel niño de «Currito de la Cruz» en el cine de verano de Camas, al cumplir 88 años, vio otra película. La de su vida. La de su verdad. La de su belleza. Vencedor del tiempo con el pelo blanco, tan genial e irrepetible como cuando con su capotito paraba los relojes.
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