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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 5 de abril de 2022

El hastío del triunfo / por Jorge Arturo Díaz Reyes

José Tomás, Coliseo de Nimes, septiembre 20 de 2012. Foto: afp, ABC

El rigor, la dignidad, la verdad fueron los bloques sobre los cuales la tauromaquia levantó su grandeza. Feriarla, convertirla en un espectáculo previsible, con el toro hecho comparsa en perpetua derrota, es el camino más corto al descrédito y la liquidación.

El hastío del triunfo

Jorge Arturo Díaz Reyes
Crónica Toro, Cali IV 4 2022
Una de las muchas alegorías que contiene la corrida es la del triunfo. Evoca en pequeño al “romano”. El triunfador, con las huellas de la proeza en sus ropajes de seda y oro, va izado entre la multitud que le aclama rendida de admiración. “No hay gloria más gloriosa que la de un torero”, escribió Antonio Caballero, arrobado por uno de tantos.

Pero sí la hubo. En la Roma imperial, esa del triunfo era reservada para generales victoriosos, que hubiesen arrebatado territorios importantes para el imperio y engordado sus arcas con el saqueo a los vencidos. Entonces, solo el senado lo autorizaba, y muy de vez en cuando. Era escaso y costoso.

Muchos romanos, la mayoría, nunca presenciaron uno, e infinitamente menos lo protagonizaron. Escipión el Africano, Julio César, Pompeyo (3), Augusto… Era casi antesala del poder absoluto. Ese que Calígula y algunos políticos tropicales han usado como sabemos y no sabemos.

Ahora, el de los toreros, alegórico al fin y al cabo, es bastante más frecuente y por ello cada vez menos trascendente. Lo conceden los presidentes de acuerdo a la exigencia de su plaza y con las orejas cortadas como medida. Sevilla tres, Madrid dos, Cali dos de un toro…, por ejemplo.

No hace tanto, estos trofeos eran raros. Para ponernos en contexto, baste recordar que “Joselito el Gallo”, figura histórica, solo vino a recibir la primera oreja en La Maestranza, tres años después de su alternativa. Los triunfos había que ganárselos a ley.

Una de las secuelas del Covid, es la pérdida del gusto y el olfato. En esta pandemia, La Fiesta entera parece contagiada. Todo le sabe y huele a lo mismo. ¡A triunfo! Públicos, palcos, críticos y publicistas a coro.

 —Hay que ayudar, ¿o eres antitaurino?

En los titulares diarios la norma, mejor la horma, es la puerta grande, y múltiple; alternantes, ganaderos, empresarios y hasta parientes y amigos, todos a hombros. Y claro, sin una voz que les vaya recordando al oído, como a los conquistadores romanos, “eres mortal, eres mortal…

Hoy, torero que no repita procesión día tras día, no está en nada. Espectador que no la presencie cada corrida se siente atracado. Muchos creen que por ahí es la cosa “para salvar la fiesta”. No, no, no, qué va, el triunfo cotidiano, fatuo, prefabricado, industrializado termina por ni siquiera ser noticia y como todo lo rutinario por hastiar a los que pagan y hasta los mismos “triunfadores”.

El rigor, la dignidad, la verdad fueron los bloques sobre los cuales la tauromaquia levantó su grandeza. Feriarla, convertirla en un espectáculo previsible, con el toro hecho comparsa en perpetua derrota, es el camino más corto al descrédito y la liquidación.

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