'..hay que reformar la suerte de varas. La lidia actual no puede, no debe hurtar un primer tercio que hace años deparaba brillantez a la corrida por su emoción y torería. Y la necesaria reforma es plausible. El toreo dispone hoy de una nómina suficiente de buenos picadores. Por primera vez cuenta con buenas cuadras de caballos profesionalizados, con doma para picar..'
EN CORTO Y POR DERECHO
¿Cómo será la suerte de varas en el siglo XXI? (1)
José Carlos Arévalo
En la primera mitad del siglo XVIII, en el origen de la corrida de toros, cuando la lidia aún no se dividía en tercios, los varilargueros o picadores fueron los protagonistas del nuevo espectáculo en que participan toreros, gente del pueblo que se profesionaliza y cobra por su actuación, a diferencia de la antigua corrida caballeresca española en que participan toreadores, caballeros de la nobleza que intervienen auxiliados por sus criados y consideran una infamia cobrar por torear. Los picadores, independientes de los matadores, usaban sus propios caballos, eran jinetes muy expertos que manejaban la vara con destreza y alternaban con rejoneadores, aunque la presencia de estos últimos se fue reduciendo progresivamente. Se anunciaban en los carteles en primer lugar, por delante de matadores y banderilleros, heredando el protagonismo de los caballeros rejoneadores de la antigua corrida caballeresca.
La vara reduce su longitud respecto a la época caballeresca, en que se usaba para citar al toro o derribarlo al aplicarla en el anca. La garrocha (vara más puya) se coloca en el morrillo del toro con tope de cuerda muy abultado para tratar de frenarlo y esquivar su embestida. La misión principal de los picadores era cuidar de la seguridad del resto de intervinientes en la lidia, tanto de a pie como de a caballo. Lucen vestidos con hilo de plata u oro y sombrero de medio queso con cintas de colores.
A partir del último tercio del siglo XVIII, el protagonismo de los espadas irá en aumento ganando importancia el toreo a pie en detrimento del toreo a caballo, pasando a ser mejor pagados los espadas que los picadores.
En los comienzos de la corrida de toros los picadores estaban presentes y activos durante toda la lidia, salían tres al coso antes de la salida del toro y permanecen en él hasta su arrastre. Actuaban en cualquier lugar del ruedo, provocando múltiples y fugaces encuentros con el toro, de muy corta duración cada uno de ellos, siempre con el caballo en movimiento, generalmente de pura raza española. La puya mostraba poco pincho y tenía un encordelado abultado para tratar de frenar al toro o esquivar su embestida. Los picadores eran ayudados por los toreros de a pie, que echaban inmediatamente sus capas al toro para que no alcanzara e hiriera al caballo, realizando quites mientras huían al galope, en los que el toro era lanceado con capas.
Tras la suerte de banderillas, su actuación se interrumpía cuando el espada ejecutaba la suerte suprema, la estocada. En el grabado de Goya que representa la muerte de Pepe-Hillo en 1801, se ve a un picador haciéndole el quite cuando este es cogido al ejecutar la estocada. A partir de 1812, los picadores comenzarán a abandonar el ruedo antes de iniciar su actuación los banderilleros.
El diestro Francisco Montes “Paquiro”, tras publicar en Madrid su importante obra “Tauromaquia completa” en 1836, además de modificar la indumentaria de los toreros al crear el traje de luces, supeditará a los picadores a las órdenes del matador, integrándolos en la cuadrilla, concediéndoles a cambio el derecho de vestir oro en sus chaquetillas. El protagonismo de los picadores duró relativamente poco. Tanto es así que Escamillo, el torero de Carmen, la novela de Mérímée, era un picador y no el matador que lo remplazó en la versión operística. Y solo habían pasado 30 años. La novela se publicó en 1845 y la ópera se estrenó en 1875. La lidia había alcanzado todo su sentido y el picador, su puesto.
Entonces, la suerte de varas no era cruenta para el toro ni para el caballo. En las cuentas de la Maestranza de Sevilla sobre una temporada (no recuerdo ahora el año) de mediados del siglo XVIII, no se consigna ninguna muerte equina en las casi veinte corridas celebradas. De modo que el varilarguero no solo mantenía el prestigio heredado del antiguo caballero en plaza, sino que lo acrecentaban sus muchas y vistosas intervenciones durante la lidia.
Foto: Alberto Núñez
La transición de la suerte de varas con el caballo en movimiento a la suerte a caballo parado (período de Juan León a El Guerra: 50/60 años), fue letal para el caballo de picar que aportaban los empresarios (cada vez con más frecuencia se trataba de caballos viejos de desecho), durísima para el picador (caían heridos y morían en mayor número que los toreros de a pie) e injusto el trato que ambos recibieron del público. La estampa de un jinete fornido sobre un rocín famélico y terminal ya no ofrecía la imagen heroica de antaño, sino otra caricaturesca, un esperpento de la supuesta España negra. Y sin embargo fue entonces cuando la suerte de varas se desequilibró dramáticamente a favor de un toro más poderoso que comenzaba a ser bravo y, sin emplearse mucho, hería al caballo desprotegido, sin peto.
En tiempos de El Guerra, que decía a sus picadores “déjalo que enganche y romanee”, había crecido la ofensividad de la puya (“de limoncillo relamido”), el toro se entregaba un poco más y el picador tenía el mérito de aguantar quieto le embestida del astado, pero a costa de la muerte del equino, llegando el toro más mermado por el esfuerzo o atemperado a la faena de muleta. Sin embargo, los picadores incurrían en mayor peligro al salir a los medios en busca del toro remiso. Poco después, en la primera década del siglo XX, algunos toros morían tras la suerte de varas por los excesos de algunos picadores.
En la Edad de Oro se redujo algo el sacrificio de caballos. El primer reglamento taurino nacional de 1917 impuso en la base del tope encordelado de la puya una arandela circular de hierro que trataba de evitar la penetración de la vara en el cuerpo del toro, estableciendo que el picador más moderno estuviera a cinco metros de la puerta de toriles y el siguiente a siete de este, en lugares señalados con una línea blanca en la barrera, con un picador de reserva preparado detrás de la puerta de caballos. Ante las constantes quejas de los picadores, el siguiente reglamento nacional, de 1923, ampliaba de siete a diez metros la distancia entre ambos picadores en el ruedo y les prohibía rebasar la línea marcada a 5-7 metros de la barrera, por lo que los montados consiguieron que la raya de picar estableciera un sitio más prudente para hacer su labor.
Poco después, en 1928, se dictaron dos medidas para proteger a los caballos de picar: se dejó de picar a caballo levantado, es decir, los picadores saldrían al ruedo cuando las reses hubieran sido toreadas con los capotes a indicación del presidente y se implantó el peto protector del caballo de picar, implantación que fue muy protestada por los picadores de la época. El peto fue aumentando de tamaño progresivamente, pasando a colocarse el picador de turno en la contraquerencia frente a toriles, permitiendo que se emplearan más los toros bravos.
En el reglamento nacional de 1930 aumenta el diámetro de la arandela de la puya y los puyazos mínimos se mantienen en cuatro, pues de lo contrario se condena al toro a banderillas de fuego, prolongándose algo más la duración de los encuentros al estar el caballo protegido con el peto, por lo cual el torero comprueba mejor los comportamientos de la embestida y el ganadero obtiene más información de la bravura. Y las consecuencias son cuatro: el toreo adquiere perfección y depura su expresión, el ganadero selecciona con más precisión y crece la bravura, la lidia equilibra el tiempo, la importancia y la brillantez de los tres tercios, y también se equilibra éticamente la suerte de varas, ni a favor del toro ni del jinete y su montura. Entonces confirma su verosimilitud la afirmación del matador Ignacio Sánchez Mejías, que picaba muy bien a caballo: “en el temple del picador nace el de la muleta”.
A partir de esa fase cenital de la corrida, en los años 40 y sucesivos, evolucionan el toreo y la bravura, pero involuciona la lidia. La reducción del toro de la postguerra (edad y trapío) y la mayor dimensión del peto inician la reducción del primer tercio (se dificulta evaluar la bravura en varas y se limitan las opciones al toreo de capa).
Sustituidas en 1950 las banderillas de fuego destinadas a toros que no recibieran los puyazos mínimos o no se dejaran picar por su mansedumbre, por banderillas negras o de castigo con un arpón de mayores dimensiones al de la banderilla ordinaria, en 1959 se publicó una Orden de Gobernación a instancia del matador Domingo Ortega, entonces ganadero de reses de lidia, por la que se implantaban dos circunferencias concéntricas dentro del ruedo, la primera a siete metros de la barrera y la segunda a nueve, que marcarían las respectivas ubicaciones de picador y res para iniciar la suerte, con el objeto de evitar que los toreros la metieran debajo de los caballos.
El reglamento nacional de 1962 sustituyó el tope de arandela de la puya por el de cruceta con las consiguientes protestas de los picadores que duraron poco tiempo, reduciéndose el número de puyazos mínimos a tres. Persiste atenuada la emoción de la suerte de varas y todavía hay sitio para el toreo de capa. Con la instauración en 1969 por parte del Ministerio de Agricultura del Registro de Nacimientos de Reses de Lidia, que puso fin a la polémica del fraude en la edad de los toros, que se calculaba “post mortem” a partir de la observación de la tabla dentaria, se garantizaba la edad de los toros (de cuatro a seis años) a partir de 1974. El toro, con la edad garantizada, tiene más peso y volumen, por lo cual se vuelve a desequilibrar la suerte de varas, esta vez en contra del toro que sigue aumentando de bravura, pues el caballo cubierto bajo el peto crece mucho de tamaño. En consecuencia, las cuadras de caballos, ante la pasmosa pasividad de las autoridades de la corrida, se pasan y reemplazan al clásico caballo de picar de pura raza española, que promedia 550 Kg en los machos, por caballos españoles cruzados con razas de aptitud traccionadora de mayor volumen y romana, e incluso puras (raza de caballo percherón que llega a alcanzar los 1200 Kg y bretón, que promedia 800 Kg), inexpugnables, inmóviles como estatuas.
Foto: Alberto Núñez
El reglamento nacional de 1992 (y el de 1996 en vigor) amplía de dos a tres metros la distancia entre las dos rayas, prohíbe que los caballos de picar sean de razas traccionadoras, limita su peso máximo (por primera vez en la historia) a 650 Kg y reduce el número de puyazos mínimos a dos en plaza de primera categoría y uno en las restantes, disminuyendo la porción penetrante de la puya de 10,16 cm a 8,6 cm pues el toro se autolesiona más al emplearse más tiempo bajo el peto. Desde entonces hasta nuestros días, se alargan más que nunca los encuentros del toro con el caballo, predominando un solo encuentro, los tres puyazos en uno en la mayoría de plazas: el “monopuyazo”, salvo en plazas de primera categoría donde lo habitual es un primer encuentro muy largo y un simulacro en el segundo. Así es como la suerte de picar pierde su sustento ético y desde entonces los picadores son pitados sistemáticamente, hagan bien o mal la suerte. Así es cómo los toreros, si quieren torear de capa, hacen un “post-quite” antes de banderillas, y así es cómo la corrida roba un tercio de los tres que componen el espectáculo por el que el público se retrata en la taquilla.
Se imponen caballos de picar cruzados o de razas ya consolidadas como el hispanobretón, que promedia 661 Kg en los machos. Tomando como referencia el buen hacer y la buena doma de la cuadra de Peña de Sevilla con caballos ligeros y toreros, Alain Bonijol debuta con su cuadra en 2009 y el resto de las cuadras de caballos de picar españolas van mejorando la selección y la doma del caballo de picar. El nuevo caballo profesional de picar es un equino ejercitado en la doma especialmente preparado para la suerte de varas. Por su valor, es preferible que tenga una parte de español, y para su altura y robustez, que esté cruzado con otras razas. Suele tener carácter, pues cuando pierde el sitio por culpa de su jinete, por un fuerte derribo o por una lesión, pronto lo recupera. Presta obediencia en boca, no rehúsa las órdenes del picador que sabe torear a caballo y garantiza astucia y fortaleza para recibir y aguantar el choque y el empuje del toro. Sus prestaciones han mejorado la ejecución de la suerte, sobre todo al recibir con aplomo al toro desde larga distancia, como ocurre de vez en cuando en las grandes plazas.
Y si el público y la crítica no valoran el trabajo de mejora de las cuadras de caballos y el del picador es porque la suerte continúa muy desequilibrada en contra del toro. Nada se le hace en el ruedo impunemente. Todo exige al torero un riesgo vital que legitima su toreo, lo que no es evidente en la suerte de varas. No es que se pique sin riesgo, pero así lo parece. Y lo prueba que antaño el quite se hacía al jinete y su montura y hoy ese quite se hace al toro -sobre todo al toro bravo que se emplea- para que no salga destruido del encuentro o excesivamente mermado. Yerran quienes exigen la supresión de la suerte, necesaria para que el puyazo estimule la bravura del toro, palíe su estrés y provoque el bloqueo de su dolor, como han demostrado recientes investigaciones científicas sobre el toro bravo. Ignoran que la corrida es un espectáculo ético que legitima el sacrificio del toro por el riesgo sacrificial que asume el torero.
Por eso, hay que reformar la suerte de varas. La lidia actual no puede, no debe hurtar un primer tercio que hace años deparaba brillantez a la corrida por su emoción y torería. Y la necesaria reforma es plausible. El toreo dispone hoy de una nómina suficiente de buenos picadores. Por primera vez cuenta con buenas cuadras de caballos profesionalizados, con doma para picar. También por primera vez la investigación científica sobre el toro de lidia ha desvelado la verdadera función de los útiles en el comportamiento del toro y la obsolescencia de todos ellos. Mas por fortuna, la información científica sobre la fisiología del toro y sus cambios neurohormonales inducidos por los útiles empleados en la lidia, ha servido al utillaje taurino de vanguardia para la innovación de todos ellos. Larga y extensamente testados en múltiples pruebas de campo, se ha comprobado su abismal eficacia con respecto a los trebejos actuales. Ese es el caso de la puya cuadrangular innovada, que zanja definitivamente la aberrante y destructora (de la bravura) puya actual.
¿Cómo será la suerte de varas del futuro? Sobre el picador, el caballo de picar y la puya innovada versará la entrega del próximo viernes.