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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 18 de agosto de 2015

La púa y la zúa / por Joaquín Albaicín



"...en la novela de Antonio se da un cruce de jergas y palabras de paso propias de las vivencias lingüísticas de la masonería poligonera que podría volver loco a cualquier extranjero a quien diera por practicar su español con el libro, porque el escritor se destapa como una verdadera eminencia en el arte de la transliteración, es decir, del paso al papel de las palabras tal y como suenan en boca de quien habla andaluz cerrado y sin demasiadas pretensiones de fidelidad al original académico..." 

La púa y la zúa.
  • Raimundo llevaba una guitarra antigua de Hermanos Conde y, para convencerme de eso, de su antigüedad, me insistió: “¡Huélela!” Y, como no ando muy puesto en lo de oler guitarras, hubo de instruirme: “¡Pero huélela por la boca, joé! Las guitarras se huelen por la boca!”. Olía a añeja, sí.

Joaquín Albaicín  /Foto: José Luis Chaín/
La otra tarde me dio por volver a rasparme de pé a pá, porque me apetecía, el Medio hombre, medio guitarra (Diagonal) de Raimundo Amador, de cuyo índice cuelgan temazos como Elegía a Don Luis Amador -donde se duele y recrece el mayor de los Pata Negra junto al piano de su hermano Diego- o Zambra Blues, a bordo del cual surca los mares mano a mano con el quejido caleidoscópico del Pele, uno de los caballeros que, a mi modesto entender, mejor cantan a día de hoy por siguiriyas y soleá… Composiciones que debieran estar las radios pinchando a todas horas, a ver si así levantamos cabeza y dejamos atrás, de una vez por todas, el coñazo de la crisis.

Y bueno, sólo unas horas después de revisar Medio hombre, medio guitarra, estoy con Miguel Morán, director de Flamenco On Fire, tomando una cerveza a la puerta del Callejón y he aquí que aparece Raimundo. Llevaba una guitarra antigua de Hermanos Conde y, para convencerme de eso, de su antigüedad, me insistió: “¡Huélela!” Y, como no ando muy puesto en lo de oler guitarras, hubo de instruirme: “¡Pero huélela por la boca, joé! Las guitarras se huelen por la boca!”. Olía a añeja, sí.

Con Raimundo iba Jackson Browne, un señor de edad respetable con quien acababa de actuar en alguna parte. Sólo al otro día, después de pasar unas horas de iluminadora penumbra escuchando a ambos y a Negri tocar a puerta cerrada en Cardamomo -esto, creo haberlo contado un poco el otro día-, me puse las pilas y me enteré de que Jackson Browne es famosísimo y hasta fue novio de Daryl Hannah, la sirena de nuestros sueños espumosos.

Hay una biografía de Raimundo que a mí me gusta mucho, escrita por Luis Clemente, y me he acordado de ella al leer la primera novela de Antonio Ortega, La Zúa (Ediciones en Huida), que, por el ambiente en ella retratado y los modismos made in Polígono San Pablo -las célebres Tres Mil y seis o siete barrios más- de que su autor echa mano, bien podría haber escrito Raimundo, aunque ya sé que en su caso hablamos de un discurso distinto -más con púa que con zúa– en torno a la miseria extrarradial. Pero, igual que Coca-Cola (sin cola) son unos tangos que Raimundo canta con Auserón camuflados tras casi todos los géneros musicales imaginables: bolero, blues, rap… en la novela de Antonio se da un cruce de jergas y palabras de paso propias de las vivencias lingüísticas de la masonería poligonera que podría volver loco a cualquier extranjero a quien diera por practicar su español con el libro, porque el escritor se destapa como una verdadera eminencia en el arte de la transliteración, es decir, del paso al papel de las palabras tal y como suenan en boca de quien habla andaluz cerrado y sin demasiadas pretensiones de fidelidad al original académico.

Esa maestría en el arte de la transliteración transforma en literatura netamente oral lo que, en teoría, es literatura escrita. La de Antonio Ortega es, pues, una novela para ser más escuchada que leída, como si de un disco de Raimundo se tratase. Si éste tiene su púa, Antonio cuenta con su zúa, que, para aclararnos, es vocablo resultante de la erosión de “azud”, una máquina usada en el pasado para obtener, de los cursos fluviales, agua para el regadío. Estazúa que da título a la novela era un antiguo ramal del río Guadaira que pasaba cerca del Polígono Sur y acabó convertido en muladar recorrido por heroinómanos sudorosos que ocultaban, por allí, el fruto de sus depredaciones.

Una novela sin duda veraniega, porque el sol de castigo no se aplaca en ella ni un minuto. Engancha y suscita mucha sed, como la que hacía a Patapalo, el pirata malo, comer pulpo crudo y beber agua del mar. Y narra una historia dura, de niños del suburbio que, salvo en calidad de fantasía de la tele, difícilmente podrían concebir vida distinta de la que llevaban. Pero… Un pelotazo de agua salada, y pasa de maravilla. La vida no es sólo Heidi.

El escritor Antonio Ortega posa durante el acto de presentación de ‘La Zúa’. / Pepo Herrera

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