Ignacio Sánchez Mejías
La sucesión de percances de los últimos días vuelve a poner de manifiesto que la de torero es una profesión especialísima y distinta a cualquier otra. El torero sigue siendo mítico y, cuando expresa la valentía el pueblo se enardece y los viejos entusiasmos reaparecen.
El torero es el verdadero héroe de la fiesta y aparece a dirio en cualquier plaza.
La posibilidad cierta de la cornada es lo que da valor y grandeza al toreo. Así es. El dominio de la fiera, el arte y belleza que se generan ejerciendo aquella reducción, la exhibición de técnica o la destreza del diestro, son factores, que siendo desde luego muy importantes, pasan a un segundo plano ante la certeza de que en un cualquier momento puede llegar la cogida.
Y el asumir esa responsabilidad es lo que marca la diferencia entre el torero y el hombre normal, marcando claramente una distinción entre ambos y aún cuando, muchas veces, el hombre normal, usted, yo, corra y asuma no pocos riesgos en su quehacer cotidiano. Pero el torero, que también debe lidiar con esos peligros comunes, se pone, además, ante un toro. Un animal al que parece que últimamente se le está restando la importancia que realmente tiene y cuyo peligro potencial es enorme.
La sucesión de percances de los últimos días vuelve a poner de manifiesto que la de torero es una profesión especialísima y distinta a cualquier otra. El torero sigue siendo mítico y, cuando expresa la valentía el pueblo se enardece y los viejos entusiasmos reaparecen.
Son palabras de Enrique Tierno Galván, alcalde que fuera de Madrid y socialista, hombre de izquierdas y que no por ello dejó de contemplar el espectáculo taurino como algo extraordinario.
Pese a que no pocos son los que han dicho y escrito que el verdadero héroe de la fiesta es el toro, que es en último término quien resulta sacrificado y casi nunca su lucha le permite salir vencedor de la misma, es el torero quien debe ostentar esa condición y categoría de héroe. Porque el toro lucha a la fuerza, no es él quien decide sobre su destino y no es consciente de que lo que se juega es la vida. Pero el torero sí, el torero lo hace voluntariamente y sabe que en cualquier momento puede perder lo más valioso que posee, que no es si no su propia existencia. Y este rasgo diferenciador, clave y esencia de lo que pasa en el ruedo, es el que marca también el papel del hombre como protagonista principal de este drama que hizo escribir a Valle Inclán que “si nuestro teatro tuviese el temblor de las fiestas de toros, sería magnífico. Si hubiese sabido transportar esa violencia estética, sería un teatro heroico como La Iliada... Una corrida de toros es algo muy hermoso”.
Javier López-Galiacho, patrono de la Fundación Universitaria San Pablo CEU, en su libro De frente, en corto y por derecho (ensayo de una tauromaquia para el liderazgo personal y empresarial), lo dice con todas las palabras y sus letras: “El torero es el último héroe romántico de la sociedad española”, reflexionando sobre el cruce de caminos entre los valores que sustentan la tauromaquia, con las virtudes, condiciones y habilidades que sostienen el liderazgo.
José Bergamín, a quien se considera como el principal discípulo de Unamuno y uno de los mejores ensayistas sobre el tema taurino del siglo XX, también se fijó en ese rasgo: “El toreo es un doble ejercicio físico metafísico de integración espiritual en el que se valora el significado de lo humano heroicamente o puramente: en cuerpo y alma, aparentemente inmortal. Y es un acto de fe: en el arte, en el juego, en Dios”. Es decir, que, para él, el torero pone su vida en manos no sólo de su pericia y destreza, sino que fía al azar, a ese concepto tan etéreo, confuso y vago que es una divinidad que vele por él. Ahí está el héroe.
Y ahí ha estado López Simón, que con una cornada grave que casi le parte en dos se niega a ser operado y decide volver al ruedo a continuar la batalla. Y ahí está Ureña, que hace lo mismo. Y Perera, al que un toro le rajó la barriga buscando un lucimiento imposible. Y tantos y tantos otros, que, envueltos en oro o plata, han visto pasar cerca a la muerte sin inmutarse y plantándole cara en cuanto han vuelto a ponerse en pie.
El héroe aparece casi a diario y en cualquier plaza. Y desaparece cuando sale sin estar dispuesto a jugarse el tipo. José Miguel Arroyo, por ejemplo, lo tuvo bien claro y así lo reflejaban sus declaraciones publicadas en el diario ABC el 8 de septiembre de 2011:
"Yo dejé de torear porque me falló la bragueta", abundando en el particular unos días más tarde, ahora en El Mundo: “José Tomás ya es leyenda en un país en el que para serlo hay que palmar". Tampoco cualquiera es capaz de decir eso, para lo que hace falta ser también muy hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario