
¿Sería momento de plantear un “cónclave taurino” para repensar el modelo, consensuar reformas y buscar un equilibrio entre fidelidad a la liturgia del toreo y adaptación a los retos que reclaman los nuevos tiempos? Del mismo modo que, tras la muerte del Papa Francisco, el Colegio Cardenalicio designará un relevo que de continuidad sin fosilizar, la tauromaquia debería encontrar un órgano rector que trace una estrategia global y a largo plazo, especialmente en estos momentos donde su presencia social, legal y cultural está cada vez más cuestionada.
Entre incienso y albero
Carlos Bueno
AvanceTaurino / 30.04.2025
La liturgia católica y la tauromaquia, aunque separadas por sus naturalezas —una espiritual, la otra terrenal— comparten una serie de elementos simbólicos y protocolares que revelan una estructura común: la del rito solemne, repetido con precisión, cargado de significado y profundamente enraizado en la tradición. Ambas disciplinas hablan de un lenguaje antiguo, de gestos medidos. El altar y el ruedo son escenarios de un drama que se representa no sólo para ser visto, sino para ser sentido como un acto de fe.
El toreo, en su esencia más pura, no es únicamente un espectáculo; es una ceremonia. Desde el paseíllo inicial, que recuerda a una procesión, hasta la ofrenda del toro al tendido —como si fuera una especie de comunión entre el torero y su público—, todo obedece a un código no escrito pero profundamente respetado. El capote tiene su forma de ser desplegado, la montera se quita con una reverencia que no desentonaría en una misa solemne, y cada tercio tiene su equivalente a un acto litúrgico: preparación, sacrificio y consumación. Tanto en la Iglesia como en la tauromaquia, la tradición tiene un peso determinante. Cambiar un solo detalle requiere justificación, debate, consenso y, a veces, siglos.
Pero la fidelidad a las formas no debe confundirse con inmovilismo. Hoy, con la reciente muerte del Papa Francisco, el Colegio Cardenalicio se prepara para un cónclave que no es sólo elección, sino también reforma. Los cardenales designarán al nuevo custodio de una institución milenaria que necesita, paradójicamente, seguir viva cambiando. Hay en ese acto una conciencia meticulosa del peso del relevo, de lo que significa dar continuidad sin fosilizar, de cómo equilibrar el respeto a la forma con la exigencia de los tiempos.
Este ejercicio de autoexamen institucional que vive la Iglesia podría servir como espejo para la tauromaquia, especialmente en un momento donde su presencia social, legal y cultural es cada vez más cuestionada. El toreo no sólo enfrenta la amenaza externa del rechazo político o animalista, sino también la erosión interna de su estructura: falta de una dirección unificada, dispersión de criterios, ausencia de un órgano rector que trace una estrategia global y a largo plazo…
¿No sería el momento de plantear un “cónclave taurino”? Una convocatoria de las grandes figuras —toreros, ganaderos, empresarios, críticos— para repensar el modelo, consensuar reformas y buscar un equilibrio entre fidelidad a la liturgia del toreo y adaptación a los retos que reclaman los nuevos tiempos.
La pregunta clave no es si el toreo debe cambiar su esencia —como tampoco lo hace la Iglesia en cada transición papal—, sino si es capaz de ordenar su casa para que esa esencia siga teniendo vigencia. Y quizás hoy más que nunca, tanto el mundo católico como el taurino necesitan recordar que tradición no es aferrarse al pasado, sino mantener vivo lo que aún tiene alma.
Así como los cardenales se encierran en la Capilla Sixtina para discernir quién puede guiar la barca de Pedro, quizás la Fiesta necesita un tiempo de introspección y responsabilidad colectiva para elegir su rumbo y lograr mayor justicia con los triunfos de algunos toreros y ganaderos, más oportunidades para los noveles, defender mejor los intereses de los aficionados, rebajar de los precios de las entradas, alcanzar un afianzamiento legal de la tauromaquia a nivel mundial, aumentar su visibilidad mediática y social…
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