EL RAYO QUE NO CESA
Por Francisco Callejo
Como si del mito de Sísifo se tratara, esta España nuestra, siempre al borde de su redención y siempre reconstruyendo lo que con saña destruye, cifra en el entorno taurino el arcano de su más pura y evanescente esencia. “La Historia del Toreo está ligada a la de España, tanto que sin conocer la primera, resultará imposible comprender la segunda “. Ortega, siempre Ortega.
Los Toros son, pues, para escarnio e infortunio de muchos, el más evidente notario de lo intrínseco y singular que moteja todo señuelo de ascendente español.
Nada más lejos de mi intención que pretender hacer ahora una genealogía de lo taurino. Pocas cosas resultan tan aburridas como baldías. Entre otras circunstancias, porque la evidencia, de puro rotunda, no precisa de avales ni justificaciones.
Provócanme profundo desprecio quienes ahora se pretenden arrogar capacidades visionarias, como la de estimar en la algarada de Esperanza Aguirre un motivo de júbilo taurino. Suelen ser tiñosos pancistas que en lo revuelto del río se adelantan a la ganancia de los pescadores. Trepas de insaciable codicia que denuncian lo que a continuación practican, como pretendiendo así inmunizar su abyecta conducta de la denuncia ajena. Eso de que el que da primero da dos veces. Moralistas de papel maché. Antropólogos del residuo.
España es el país de los grandes fastos. De las celebraciones que, en lugar de ir a los sustantivo, se quedan en la anécdota de lo conmemorativo. La fiesta por el festejo, no por el motivo que le da pábulo.
Este año se cumplirá el centenario del nacimiento de Miguel Hernández. Se harán programas televisivos, de relleno en el mejor de los casos. Se utilizará su figura de forma sectaria y antojadiza. Se volverá a agotar su obra con el único objeto de saciar una falaz demanda, yendo sus volúmenes a calzar mesas, o a adoptar polvo en el más olvidado de los estantes. Se impondrá, de nuevo, el tópico del cabrero víctima de esa media España gris y numeraria que lo mandó al injusto cadalso de una tuberculosis consentida.
Pero Miguel fue mucho más que todo eso. Se impone adoptarle, no como un poeta de sólida simpatía por lo taurino, sino por uno de los más eximios ejemplos de afición sin mácula. Desde el yermo horizonte de aquejados pastos y palmeras, Miguel fue cultivando la añeja sabiduría del ritmo y el concepto, entre balido y risco. Un poeta de humilde abolengo que nunca rechazó su origen. Que hizo de su entorno y modesto estrato el distintivo de su poesía. Un hombre que llevaba en la masa de la sangre la identidad de su estirpe. Y como su linaje, su contexto. Esa España estéril e implacable de abarca y alforja, de yunta y yugo, de sudor y simiente. En sus sonetos irrumpe el toro con la fuerza de lo telúrico. Como el dios inmolado en el esotérico ruedo de los tiempos, donde su sangre fecunda una tierra árida y hostil. Y su lengua, en corazón bañada, le da sustrato a la saliva de nuestros huesos. Miguel. Miguel es el referente en este nuevo tiempo de penumbra y acechanza. La voz que nos redime del frontal ataque de la sinrazón. O de la “conrazón”. Del exceso de Razón. Que también de esa demasía mueren los pueblos.
Me produce infinita tristeza observar cómo saltan a la palestra los petimetres de la sintaxis en esta nueva refriega de desencuentros entre lo taurino y su antagonista. Los esbirros de lo recurrente. Los secuaces de lo previsible. Los mugrientos aventadores de hallazgos. Toda esa porqueriza de pesebreros que encuentra en los ejemplos manidos la peana de su alegato. Esa homilía de lugares comunes y ejemplos agostados. ¡Ya está bien de citar a Lorca y Picasso como eximios abogados de lo taurino!. Como ilustres garantes de lo bien desposado de lo taurino con lo progresista. ¡Ya está bien de justificar lo obvio!.
Miguel. Miguel es la clave. El escritor que dejó su baliza en las mejores semblanzas del Cossío. El que nos entregó a un Tragabuches de perfil legendario y orografiado de penumbras. El que durante la Guerra Civil, entre soneto y endecha, se acercaba al ganado bravo para observar en su astada frente todo su corazón desmesurado.
El que apretaba los dientes, como el fusil, llegada la hora de forjar la paz para el hijo.
Él, como nadie, es la clave. El poeta condenado a un imposible olvido por parte de quienes no se podrán sacudir jamás el remordimiento de conciencia, como por los que pretenden jerarquizar inmolaciones. Lorca lo despreció en medida proporcional a la que Alberti llegó a envidiarle. Y aunque los dos sean referente de libertad y compromiso, a los dos supera Miguel en abnegación, sinceridad y entrega, consciente como fue de que a él le empujaba viento del pueblo.
Ese pueblo que ante los ataques de la sinrazón, o la “conrazón”, hoy más que nunca entona ese canto que dice:
Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.
Fuente: Blog La Charpa del Azabache.com
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