Wenceslao Fernández Flores (1946)
El que mis teorías no tengan hasta ahora casi más partidarios que yo mismo no quiere decir nada en contra de ellas. Ya he citado algunos casos en lo sque otros sabios tropezaron en un principio con la incredulidad unánime. Mis enmiendas al toreo provienen, según no me canso de repetir, de la convicción de que el toreo, tal como se practica, es aburrido, monótono y cansado. Y la gente se obstina en decir que no. Más exactamente: dice que no antes de ir a los toros; pero cuando está en la plaza no puee disimular su tedio. El defcto principal de la fiesta es que está demasiado lograda, demasiado reglamentada, cuadriculada y conseguida. El fanático del orden, el que va precisamente a ver cómo el toro recibe tres picas y tres pares de banderillas, y cómo después se deja marear durante cierto tiempo por la muleta del matador, y cómo rueda al serle introducida una espada “en todo lo alto”, acaso obtenga con todo eso un goce que, por cierto, no le envidio -prefiero ver una partida de billar-; pero los que amamos la diversidad, la emoción, lo imprevisto, sólo nos sentimos levemente felices en esas corridas que los aficionados llaman “malas”, en las que el toro corre tras los toreros, con cinco medios pares de rehiletes en las ancas.
Mi criterio acerca de los deportes es que hay que practicarlos, no que verlos. Comprendo que un hombre toree, y sé que corre el riesgo de aburrirse el que ve torear. Esto lo intuyen también los aficionados, ya que todos se procuran otra ocupación parar soportar las dos horas de lidia. En algunos lugares de Andalucía llevan a la plaza abundantes meriendas; en otros pueblos se contentan con la botella de vino, y, en general, se reserva un puro para encenderlo antes de que salga el primer toro. Esto quiere decir que el espectáculo, por sí mismo, no basta. Soy incapaz de negar que el toreo carezca de interés en la arena; pero afirmo que desde el tendido pierde mucho. Los toros parecen siempre pequeños; los picadores, perezosos; en cuanto a la labor de los espadas, se le antoja al público tan fácil y tan distinta a lo que debe ser, que todo el mundo se cree autorizado a gritarles consejos, como podrán comprobarlo ustedes.
¿Cómo se puede suprimir el tedio del espectador de corridas? Sencillamente, haciéndole participar, aunque con mesura, en las inquietudes y los peligros del juego. Y esto no es dificil.
La experiencia es la madre de la sabiduría. Yo me he olvidado de todas las corridas que presencié -que no fueron muchas-, menos de aquella en que un toro saltó la barrera cerca de mí y estuvo a punto de pasar al tendido. Fué un momento glorioso. Los mismos que gritaban poco antes que aquella fiera no pasaba de ser un ratón e insultaban a los diestros, que no se acercaban a ella, se desprendieron de sus bastones, sus sombreros y hasta sus cigarros puros, para trepar despavoridamente por la gradería. Los maridos abandonaban a sus mujeres; las mujeres, en su afán de zancajear peldaños, enseñaban las piernas a quienes no teníamos el menor derecho a contemplarlas; los mozos que vendían gaseosas y cerveza renunciaron a cobrar los pedidos; los aficionados empujaban a los aficionados, sin la menor solidaridad… Y la cabeza del toro, asomada a la contrabarrera, se nos revelaba espantosa e increíblemente igual en tamaño a la de un mamut. ¡Inolvidable emoción! Todos temíamos morir allí, o, a lo menos, esperábamos que fuese corneado algún pariente, algún amigo, algún vecino de asiento, para poder contarlo en nuestra tertulia.
Cuando cinco o seis filántropos desconocidos se colgaron del rabo del toro y lo hicieron caer, nuestra agitación, nuestro nerviosismo, nuestros comentarios llenaron de bullicio la plaza durante algún tiempo. Después, el incidente fué tema de nuestros más brillantes relatos.
Pues bien: si se lograse que en cada corrida surgiese un toro por alguna parte de un tendido, todo iría perfectamente, y la fiesta ganaría en emoción en términos que no pueden ponderarse. Es espectador dejaría de ser ese hombre que está del otro lado, y quizá se consiguiese apreciar desde el tendido las verdaderas dimensiones del toro. Un cornúpeta que apareciese aquí o allá, en cualquier instante de la lidia, ora en el sol, ora en la sombra, ya en los palcos, ya en las gradas, haría imposible que se aburriese ningún aficionado. Y el hombre del tendido se rehabilitaría. Y la fiesta redondearía su carácter.
El que mis teorías no tengan hasta ahora casi más partidarios que yo mismo no quiere decir nada en contra de ellas. Ya he citado algunos casos en lo sque otros sabios tropezaron en un principio con la incredulidad unánime. Mis enmiendas al toreo provienen, según no me canso de repetir, de la convicción de que el toreo, tal como se practica, es aburrido, monótono y cansado. Y la gente se obstina en decir que no. Más exactamente: dice que no antes de ir a los toros; pero cuando está en la plaza no puee disimular su tedio. El defcto principal de la fiesta es que está demasiado lograda, demasiado reglamentada, cuadriculada y conseguida. El fanático del orden, el que va precisamente a ver cómo el toro recibe tres picas y tres pares de banderillas, y cómo después se deja marear durante cierto tiempo por la muleta del matador, y cómo rueda al serle introducida una espada “en todo lo alto”, acaso obtenga con todo eso un goce que, por cierto, no le envidio -prefiero ver una partida de billar-; pero los que amamos la diversidad, la emoción, lo imprevisto, sólo nos sentimos levemente felices en esas corridas que los aficionados llaman “malas”, en las que el toro corre tras los toreros, con cinco medios pares de rehiletes en las ancas.
Mi criterio acerca de los deportes es que hay que practicarlos, no que verlos. Comprendo que un hombre toree, y sé que corre el riesgo de aburrirse el que ve torear. Esto lo intuyen también los aficionados, ya que todos se procuran otra ocupación parar soportar las dos horas de lidia. En algunos lugares de Andalucía llevan a la plaza abundantes meriendas; en otros pueblos se contentan con la botella de vino, y, en general, se reserva un puro para encenderlo antes de que salga el primer toro. Esto quiere decir que el espectáculo, por sí mismo, no basta. Soy incapaz de negar que el toreo carezca de interés en la arena; pero afirmo que desde el tendido pierde mucho. Los toros parecen siempre pequeños; los picadores, perezosos; en cuanto a la labor de los espadas, se le antoja al público tan fácil y tan distinta a lo que debe ser, que todo el mundo se cree autorizado a gritarles consejos, como podrán comprobarlo ustedes.
Hay dos realidades: una, la del ruedo; otra, la de los tendidos. De donde puede deducirse que el hombre de los tendidos no se entera exactamente, no se compenetra bien con lo que ocurre en el ruedo.
Por eso se aburre. Cuando el toro se defiende y revuelve y da muestras de poseer alguna inteligencia al esquivar a los banderilleros, al rehuir a los picadores y al embestir al hombre en vez de la capa, el sujeto del tendido se irrita. Y cuando le clavan tres picas en su sitio, tres banderillas en su sitio y una espada en su sitio, no hay razón alguna de prorrumpir en carcajadas o de presentar cualquier síntoma de excesiva felicidad, porque la cosa, si bien se mira, no vale la pena. Más mérito tiene el jugador de “rana” que mete tres discos en la casilla de los mil tantos.
Por eso se aburre. Cuando el toro se defiende y revuelve y da muestras de poseer alguna inteligencia al esquivar a los banderilleros, al rehuir a los picadores y al embestir al hombre en vez de la capa, el sujeto del tendido se irrita. Y cuando le clavan tres picas en su sitio, tres banderillas en su sitio y una espada en su sitio, no hay razón alguna de prorrumpir en carcajadas o de presentar cualquier síntoma de excesiva felicidad, porque la cosa, si bien se mira, no vale la pena. Más mérito tiene el jugador de “rana” que mete tres discos en la casilla de los mil tantos.
¿Cómo se puede suprimir el tedio del espectador de corridas? Sencillamente, haciéndole participar, aunque con mesura, en las inquietudes y los peligros del juego. Y esto no es dificil.
La experiencia es la madre de la sabiduría. Yo me he olvidado de todas las corridas que presencié -que no fueron muchas-, menos de aquella en que un toro saltó la barrera cerca de mí y estuvo a punto de pasar al tendido. Fué un momento glorioso. Los mismos que gritaban poco antes que aquella fiera no pasaba de ser un ratón e insultaban a los diestros, que no se acercaban a ella, se desprendieron de sus bastones, sus sombreros y hasta sus cigarros puros, para trepar despavoridamente por la gradería. Los maridos abandonaban a sus mujeres; las mujeres, en su afán de zancajear peldaños, enseñaban las piernas a quienes no teníamos el menor derecho a contemplarlas; los mozos que vendían gaseosas y cerveza renunciaron a cobrar los pedidos; los aficionados empujaban a los aficionados, sin la menor solidaridad… Y la cabeza del toro, asomada a la contrabarrera, se nos revelaba espantosa e increíblemente igual en tamaño a la de un mamut. ¡Inolvidable emoción! Todos temíamos morir allí, o, a lo menos, esperábamos que fuese corneado algún pariente, algún amigo, algún vecino de asiento, para poder contarlo en nuestra tertulia.
Cuando cinco o seis filántropos desconocidos se colgaron del rabo del toro y lo hicieron caer, nuestra agitación, nuestro nerviosismo, nuestros comentarios llenaron de bullicio la plaza durante algún tiempo. Después, el incidente fué tema de nuestros más brillantes relatos.
Pues bien: si se lograse que en cada corrida surgiese un toro por alguna parte de un tendido, todo iría perfectamente, y la fiesta ganaría en emoción en términos que no pueden ponderarse. Es espectador dejaría de ser ese hombre que está del otro lado, y quizá se consiguiese apreciar desde el tendido las verdaderas dimensiones del toro. Un cornúpeta que apareciese aquí o allá, en cualquier instante de la lidia, ora en el sol, ora en la sombra, ya en los palcos, ya en las gradas, haría imposible que se aburriese ningún aficionado. Y el hombre del tendido se rehabilitaría. Y la fiesta redondearía su carácter.
***Wenceslao Fernández Flórez, de la Real Academia Española, fue un narrador, periodista y humorista español, nacido en La Coruña el 11 de febrero de 1885 y muerto en Madrid el 29 de abril de 1964.
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