Por: Jorge Arturo Díaz Reyes
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Para la peña taurina La Sultana de Cali en sus 45 años
La controversia: toros sí, toros no, es tan vieja como el toreo, que según los indicios prehistóricos es tan viejo como el hombre. Supongo que en tiempos inmemoriales el muchacho que por primera vez quiso jugar a esquivar las embestidas de un toro, debió recibir de su madre el primer discurso antitaurino señalando el riesgo e inutilidad de tal comportamiento. Y debió tener tan poco resultado que el discurso ha seguido repitiéndose, a lo largo de la historia, sin lograr impedir que el toreo llegara ritualizado, culturizado, industrializado y comercializado, hasta nuestros días.
No tengo la vanidad de creer, que, a estas alturas, mis modestas opiniones le agreguen algo nuevo a tan larga discusión. Tampoco aspiro a que prevalezcan sobre otras, o a que derroten a nadie. Solo pretendo explicar y explicarme porque yo voy con devoción a una corrida de toros y porque no encuentro esto, enfermizo, bárbaro ni criminal. El que mis opiniones vayan en contravía con una larga lista de personajes ilustres, que a lo largo de la historia han dedicado sus inteligencias y esfuerzos a combatir las corridas, me abruma y obliga un gran esfuerzo.
Una cosa he aprendido de los antitaurinos, y esta es: cómo se ven de inmorales, crueles, inconvenientes y reprobables las corridas de toros desde su particular punto de vista. Además, no me cabe duda de que su enfoque nace de sentimientos piadosos, de una intención protectora de la vida y de un deseo de abolir el sufrimiento y la muerte. Pero las descalificaciones, insultos y falacias en que incurren, aunque matizan, ponen humor y a veces ingenio en la discusión, son, de todas maneras, un síntoma de la intolerancia que acompaña todo alegato moralista, y el suyo lo es como el que más.
Pues aunque las cosas, especialmente las relativas a la moral, son según como se miran; cada quien cree (¿ciegamente?) que su modo es el único y no quiere tolerar, o reconocer, ni aceptar otro. Los convencidos de que no existe ni puede haber otra verdad, otra versión, otra ética que la suya, tienden a caer en la discriminación, en la cruzada, en la satanización del otro y por supuesto en la justificación de cualquier cosa que permita su negación, su eliminación, o en el mejor caso su desprecio. ¿Cuantas cosas terribles se han hecho a nombre de la moral? Bajo la sindicación de barbarie, crueldad e inmoralidad fueron destruidos, casi totalmente, los pueblos autóctonos americanos, para no mencionar sino un ejemplo histórico.
Pero si lo que deseáramos fuera entender al otro, en lugar de aniquilarlo, no habría más camino que aceptar la variedad cultural, la relatividad moral, la diferencia de las condiciones y motivaciones humanas. A la luz de tal apertura intelectual, todo hecho humano puede llegar a ser comprendido antes de ser condenado. Esto no quiere decir, por supuesto, que todo hecho humano deba ser aprobado, pero todo hecho humano si puede ser comprendido. Condenamos el homicidio, pero... ¿Porqué negarnos a pensar en los sentimientos de mucha gente bien intencionada que aboga por el homicidio piadoso; la eutanasia? ¿O, de quien lo comete, contra su deseo, en acto de legítima defensa? Así, no todo homicidio es igual, ni quien lo ejecuta, necesariamente un insano, criminal o sádico.
Bueno, lo que yo me digo, aunque suene paradójico, es que correr un toro, herirlo y matarlo, no necesariamente implica crueldad, maldad, o inmoralidad. De hecho, todos los toros que por millones son devorados en el mundo pasan por ese proceso; se les corre y atrapa en el campo donde los crían para ser heridos y muertos en el matadero.
La corrida, por el contrario, y a eso me he referido antes, y otros muchos, mejor que yo, es un acto ritual, cultural, ancestral, tal vez el único que subsiste. En ella, el hombre, de una manera real, recuerda los tiempos primitivos en los que competía, por su vida, limpiamente en la naturaleza, sin jugarle sucio a las otras especies, de igual a igual, sin aprovecharse de su tecnología, de su superioridad, de su premeditación, sin maniatar o atontar a los animales para asesinarlos, sin cazarlos con alevosía, radar y cañonazos en el mar, sin retorcerles con impavidez y a sobre seguro el pescuezo para echarlos a la olla, sin freírlos vivos, sin hacerles emboscadas para escopetearlos a traición, sin inyectarles gérmenes y producirles terribles enfermedades en el laboratorio, sin aprisionarlos de por vida para exhibirlos en zoológicos y circos, sin esclavizarlos a perpetuidad en trabajos forzados que superan su resistencia, sin mutilarlos, sin castrarlos con animo de lucro, sin separar a las crías de sus madres para mejorar las ganancias, sin colocarles alimentos envenenados, trampas, señuelos o redes.
Porque lo cierto es que el hombre para sobrevivir, y esto parece una fatalidad, mata, debe matar individuos de otras especies, incluidos los de las especies vegetales que también tienen vida, y las bacterias y los virus, y a veces a especies enteras. Esa es la biología, la naturaleza es así. La lucha por la vida comporta la muerte de unos para sobrevivencia de otros. Desgraciadamente la especie humana lo hace cada vez en condiciones más cobardes, menos honorables, de mayor ventaja, de menos respeto por su víctima, con el mínimo riesgo para sí, con la mayor indefensión para su presa, vegetal o animal.
Eso no es culpa de las corridas de toros. Por el contrario, estas, las corridas, lo que nos recuerdan, es que no siempre fue así, que en otros tiempos el hombre para matar lo que se iba a comer también arriesgaba, daba la cara, como un individuo más de la naturaleza, que no abusaba cómo hoy de su abrumadora superioridad técnica contra todo lo vivo y lo inerte. Las corridas lo que nos recuerdan es que hubo un época en que luchamos por nuestra vida en condiciones mas equitativas, más honorables, mas valientes y tal vez más justas, no solo con los toros, sino con todos los seres vivos, y general con toda la naturaleza. Las corridas lo que nos recuerdan es que hubo un tiempo en que el hombre no era “ecologista”, sino ecológico.
¿Qué hay una cultura, que revalida ritualmente tales valores, lidiando y matando al toro bravo? Si, pero no matándole como de todas maneras moriría; fulminado alevosamente por una descarga eléctrica o un martillazo en un matadero de Europa o como mueren por acá en Hispano-América; desangrado por una puñalada trapera en el cuello. En la corrida, muere como un individuo, con nombre, en un acto de culto, de admiración y de respeto, y luchando de frente por su vida que fue para lo que nació.
¿Lo ideal sería que nada muriera? Quizás, pero eso no sería el mundo real, sería el paraíso. ¿Debemos entonces condenar a quien cercena las flores, sin dejarlas completar su ciclo vital, para homenajear a su amada? ¿A quien arranca las pobres papas de su lecho para echarlas en aceite hirviendo? ¿A quien mutila la vid se come la uva y escupe sus huesos? ¿A quien hiere los árboles para sangrarles látex? ¿A quien ciega con una horrible hoz el tallo del buen trigo para cocer el pan? No, no podemos hacerlo porque la vida es mortal, y lo sabemos, aunque nos cueste aceptarlo. Las corridas solo nos recuerdan que en medio de esa fatalidad inevitable, podemos, también vivir, sobrevivir, con algo de honor, valentía y lealtad.
No aspiro a debilitar las fuertes convicciones sobre este punto, de quienes abominan las corridas y no asisten a ellas, sé que no va a ser así. No pretendo convertir a los antitaurinos en aficionados. No quiero hacer propaganda a las corridas de toros, hay otros que se ocupan de eso. Yo, solo pretendo explicar porque merecen entendimiento y respeto las creencias de quienes las aprobamos y concurrimos a ellas. Además, porque, para mí, esa comprensión, esa tolerancia, debería ser mutua. Ni los antitaurinos deberían tratar de prohibir a los aficionados el culto de su tradicional rito. Ni los aficionados deberían intentar llevar, por la fuerza, los antitaurinos a las corridas. Pero no ha sido así, al menos de parte de los enemigos del toreo.
Desde las descalificaciones, del rey Alfonso X a los matatoros (por cobrar mucho), pasando por el anatema y la excomunión lanzados por el Papa Pio V, las campañas de prohibición de Jovellanos y Olaivide, hasta llegar a los antitaurinos actuales que abogan por leyes prohibicionistas, hacen hostiles manifestaciones y pintan paredes, tal vez el paradigma de intelectual antitaurino ha sido el ingenioso escritor español Eugenio Noel, quien hizo de su vida una cruzada contra las corridas.
Por su cuenta y riesgo, Noel recorrió España predicando contra ellas, escribió sesudos libros atacándolas, y asistió a las plazas de toros para desafiar a los aficionados. En una de tales ocasiones, en Valencia, Rafael Gómez "El Gallo" lo descubrió en una barrera, y conciliador, le brindó la lidia y muerte del toro Amargoso y regalándole al final también la oreja que le concedieron. El escritor le devolvió la montera con una tarjeta dentro que decía despectivamente: "Vale por un artículo". Artículo que, efectivamente publicó; "La Oreja de Amargoso", en el cual decía, entre otras cosas, al "Divino Calvo": "…las orejas que yo deseo son las suyas, no las del toro".
Este valiente, “cruel” y enconado detractor escribió cosas como esta, que cita Andrés Amorós en su libro "Toros, Cultura y Lenguaje": "De las plazas de toros salen estos rasgos de la estirpe: La mayor parte de los crímenes de navaja; el chulo; el hombre que pone la prestancia personal sobre toda otra moral; la grosería; la ineducación; el pasodoble y sus derivados; el cante hondo y la canallada del baile flamenco, que tiene por cómplice la guitarra; el odio a la ley; el bandolerismo; esa definición extraña del valor que se concentra en la palabra riñones y que ha sido y será el causante de todas nuestras desdichas; ese delirio de risa, de diversión, de asueto, que caracteriza nuestro pueblo; el endiosamiento del valor físico, duelo, riña, engalle, orgullo, fastuosidad, irreverencia; la libertad de poder hacer lo que de la gana; el echar por la boca todas las palabras soeces del idioma o del caló; el teatro del género chico; la pornografía sin voluptuosidad, ni arte, ni conciencia; el "apachismo" político, todos, absolutamente todos los aspectos del caciquismo y del compadrazgo; el ningún respeto a la idea pura; el desbordamiento del sentimentalismo sensual, grosero y equívoco, que rodea hasta las entrañas nuestra nación; la crueldad de nuestros sentimientos; el afán de guerrear; nuestro ridículo donjuanismo; la trata de blancas y la juerga, y en fin, cuanto significa entusiasmo, arrogancia, gracia, suntuosidad, todo, todo está maliciado, picardeado, bastardeado, podrido por esas emanaciones que vienen de las plazas de toros a la ciudad y desde aquí a los campos."
¿Habrá, según este bien redactado párrafo, alguna desgracia humana de la cual no seamos culpables los aficionados a los toros? Repasando diatribas como esta, repetición y compendio de las muchas que se nos han lanzado a lo largo de la historia, cualquier lector imparcial percibe la carga de afecto, la inequidad y sobre todo la poca verdad que desvirtúan las por lo menos treinta y dos imputaciones proferidas. Imputaciones que podríamos agrupar en siete categorías: morales, religiosas, políticas, económicas, ecológicas, culturales, salubristas y estéticas.
Pero toda ellas, nos hacen volver a donde comenzamos, a la básica, la primera: la moralidad, argumento socorrido de la intolerancia para dar o quitar licitud a todo acto; el toreo es cruel barbarie, luego es inmoral y por lo tanto ilícito, claman.
La verdad es que toda crueldad, todo abuso de la indefensión, toda complacencia con el sufrimiento ajeno, son contrarios al toreo y rechazados en él. Baste pensar que hoy en día el toro de lidia es el único animal que el hombre no mata a mansalva. Las heridas y muerte del toro, y eventualmente del torero, son incidencias trágicas, inevitables, propias del rito, que tiene carácter sacrificial y reproduce como un drama real esas insoslayables alternativas trágicas de la vida y de la muerte.
Pero los moralismos como los esteticismos, ya lo dije, son valores culturales, relativos. Lo que algunas sociedades y épocas consagran bueno para otras no lo es. En la cultura hispánica, el toreo no solo no ha sido inmoral, ha sido moralizante, puesto que comporta valores que le son (o le eran) caros: naturaleza, honor, valentía, estoicismo, lealtad, sinceridad, dignidad, belleza, verdad...
Ahí está todo el inmenso testimonio histórico, artístico, literario que traduce de infinitas maneras los profundos contenidos del rito. Hemingway, que no era hispano, pero sí buen aficionado, lo definió a su modo:
“Los toros son absolutamente morales para mi, porque, durante al corrida tengo el sentimiento de la vida y de la muerte, de lo mortal y de lo inmortal, y una vez terminada, me siento muy triste, pero muy a gusto”
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