ESTAMOS VIVOS DE MILAGRO
Por Joaquín Albaicín
Enrique Morente evocaba con enorme cariño a mi tío Miguel porque cuando, siendo muy joven, se incorporó al elenco de Zambra, era el único guitarrista que no se negaba a acompañarle. Ya entonces aspiraba Enrique a hacer cosas distintas, a sonar con voz propia, y, por aquellos años, la verdad sea dicha, los tañedores no atesoraban los bagajes de ahora. A la mayoría, le tocaba mucho las narices que le sacaran del sota, caballo y rey. Pero Miguel Albaicín, que había dejado en el armario los botines de bailaor para empuñar la guitarra cuando, con la edad, las facultades empezaron a fallarle, era, sí, un flamenco de los tiempos heroicos, pero un flamenco sui generis que en su juventud había recorrido toda América y Europa, que había compartido escenario con Harry Fleming, Yma Sumac y Xavier Cugat. Su diapasón estaba, pues, familiarizado de antiguo con el jazz o la bossa-nova, por lo que, al revés que a los demás, le sonaban sumamente próximos, y no a extraterrestre, los afluentes con que el bisoño Enrique quería adornar el cauce del flamenco. Hablé a menudo con Enrique, en las mil y una noches de Candela, sobre aquel tiempo que yo no había conocido y en el que él tratara estrechamente a otros flamencos de la vieja época, como Varea, Culata, Rafael Romero o Perico el del Lunar y principiárase a gestar la que, con el correr de los años, cristalizaría en su inconfundible impronta cantaora.
Enrique era un hombre muy meticuloso en sus proyectos artísticos, a los que, como un estudioso renacentista del secreto pitagórico de los números, daba mil y una vueltas en la cabeza antes de ponerlos en marcha. No sé si este postrero y creo yo que imprevisto viaje le habrá pillado preparado tan a conciencia como los que afrontó con Leonard Cohen, Pat Metheny, Ute Lemper y Khaled, pero quiero imaginar que sí, aunque sólo sea porque pronunciaba a menudo una frase tan simple como elocuente: "Estamos vivos de milagro"
Una sentencia de buen conocedor del percal. Aludía con ella a las zancadillas y la ojeriza que en el camino del artista interponen los envidiosos y la gente de mala leche, retranca desatada y complejos varios, pero también a las desconocidas leyes del Destino -no sé si él hubiera preferido decir del azar- que ocasionan que la vida dé vuelcos imprevisibles y, algunas veces, impensables para nadie, derribando de la noche a la mañana imperios, montañas y convicciones cuya solidez, sólo veinticuatro horas antes, parecía a prueba de bomba.
Acompañado siempre por una corte de gente de gracia o rara sin paliativos, inteligencia en ebullición en cuyos surcos palpitaban en amalgama los poetas de la República y las músicas sacras, estrella polar de innumerables tertulias, fue amigo de escritores, pintores, políticos, toreros y gente del teatro y el cine, y me vienen a la cabeza muchas amanecidas gélidas y lluviosas saliendo con él de Candela o el Tauro, su garganta herida la noche de presentación del disco con Sabicas, una fiesta en Almería con Juan Habichuela, Alejandro Reyes, Juan Verdú y muchos amigos más después de uno de sus triunfos cantaores… Me vienen muchas conversaciones en torno a Rafael, Curro, Antoñete, Aparicio y Conde. Muchas risas, muchas copas, los primeros pasos de una Estrella niña en las fiestas de la familia, la guitarra de su suegro, una misa flamenca encima de las corrientes, el cante de Zahira entre medias… Y me viene Mario Maya. Y Sabicas, claro. Retazos de una y de muchas vidas. Y es que estamos aquí, sí, de milagro. Porque no otra cosa que eso es la existencia: un instante eterno en pie frente a los céfiros sibilantes entre las columnas del Teatro Romano de Mérida, una sucesión de quejidos deleitosos, un milagro de contornos imprevisibles en el que el bautismo prefigura ya la extremaunción. Como aquella dolencia suya por siguiriyas en el San Juan Evangelista.
Como una caña, un polo o una media granaína rematados con un sorbo de aguardiente. Si es verdad —que lo es- que el cante bueno lleva por añadidura el carácter salvífico, Enrique Morente se ha ido equipado con un excelente viático. Se ha ido pronto, claro. Pero es que los amigos y la gente de calidad y con buena sombra nunca se marchan tarde.
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