Don Juan Carlos pudo reinar con el apoyo más que firme del Ejército y del pueblo porque era el heredero designado por Francisco Franco
Fin de trayecto
Sertorio
El Manifiesto, 05 de agosto de 2020
Como su abuelo y su tatarabuela Isabel, el rey Juan Carlos va a vivir sus últimos años en el exilio, algo que la estirpe de Carlos IV y María Luisa lleva en los genes. Sus antiguos súbditos contemplamos los hechos con una mezcla de indiferencia e inquietud. Sin duda, parece difícil que un Borbón no sea expulsado de un país en el que esta familia arraigó muy mal, como el esqueje de un árbol exótico. Tres siglos de augusta, nariguda y prognática endogamia nos han proporcionado una cohorte de reyezuelos medio deficientes mentales que no nos han ahorrado ninguna calamidad, desastre o discordia. Aun así, si esto nos lo hubiesen profetizado hace veinte años, no lo habríamos creído: entonces era don Juan Carlos el espejo de todas las virtudes y se le elogiaba de forma unánime por los mismos lamebotas, lacayos, palanganeros, tragaglandes y correveidiles que hoy le insultan.
Cuenta la leyenda que Isabel II, cuando escuchó la noticia del triunfo de los revolucionarios en la falsa batalla del Puente de Alcolea (1868), pensó en tomar las de Villadiego y volver a la madre Francia. Interpelada por un ingenuo cortesano (permítase el oxímoron) que le decía que fuera a Madrid a batallar por el trono, donde le esperaría el laurel de la gloria, la Reina Castiza dijo: "el laurel para la pepitoria. Yo me voy a Pau". E Isabel II volvió la ancha grupa hacia el Bidasoa. Igual que su nieto. No le irá mal al rey emérito, que ha amasado unos ahorrillos para la vejez y que seguro que se las arregla mejor que nosotros para dormir caliente.
El rey actual se ve sitiado por la mayoría gobernante, que espera cualquier oportunidad para asestar la puñalada final a la monarquía. Nunca hemos estado tan cerca de la III República, que al paso que llevamos será socialista, confederal y hasta islámica. Una reedición de las taifas que acelerará, sin duda, el inminente finis Hispaniae. Ahora las izquierdas "españolas" sólo tienen que esperar un paso en falso, un error leve o grosero que desmorone un trono ya vacilante. Felipe VI se aferra a una integridad personal que jamás ha detenido las ansias regicidas de la izquierda. Llevan en la sangre la guillotina y el sansculotismo. Y esta hez gobernante, heredera confesa de la milicianada cobarde, zarrapastrosa y matacuras del 36, se pone cachonda cuando huele a muerto, como las hienas.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
En noviembre de 1975, el joven rey Juan Carlos no era el heredero de la dudosa legitimidad de la rama alfonsina de la Casa de Borbón. No fue alzado al trono por ser nieto de Alfonso XIII, hijo del tarambana de don Juan o símbolo de una monarquía liberal que nadie añoraba y que nos había llevado al desastre y la ruina durante el siglo XIX.
Don Juan Carlos pudo reinar con el apoyo más que firme del Ejército y del pueblo porque era el heredero designado por Francisco Franco. En su testamento político, el Caudillo pedía a los españoles que obedecieran y sostuvieran al nuevo rey igual que lo habían hecho con él. Y así fue: la España de Franco se puso incondicionalmente a las órdenes del rey Juan Carlos... Y desapareció.
La Transición, que es el hecho histórico que se considera el gran mérito del viejo rey, fue una serie de claudicaciones de la derecha política de este país frente a una izquierda que se sentaba en la mesa de negociación con una mano delante y otra detrás. Franco les había ganado la guerra y la posguerra, desarrolló España hasta realizar la revolución burguesa que los liberales nunca pudieron completar y dejó a su heredero un país de clases medias, pacífico, pluriempleado y unido. El rey Juan Carlos era el heredero de la legitimidad del 18 de Julio, que fue la que le sentó en el trono.
Desde de su coronación hasta nuestro triste tiempo, el esfuerzo básico de la Casa Real ha sido desprenderse de esa legitimidad, traicionar el legado de los miles de caídos del bando nacional y ensuciar de manera indigna la memoria de quien convirtió a un príncipe cualquiera de los que ganduleaban por Estoril y la Costa Azul en el Rey de España.
La izquierda y los separatistas, que hoy abominan de él, se lo deben todo a don Juan Carlos, que les entregó el poder político y jamás puso la menor objeción a la tarea disolvente de sus gobiernos durante los últimos cuarenta años. Incluso firmó una Ley de Memoria Histórica que deslegitima por completo a su desmedrada dinastía.
Al igual que la Iglesia católica, la monarquía trata de volverse lo más de izquierdas posible; ésa es la política de Felipe VI, pero, al igual que los clérigos, sólo se encuentra con insultos, venganzas y amenazas. Los borbones ni aprenden ni olvidan. La izquierda es exactamente igual, y tan desagradecida con ellos como la Casa Real lo es con Franco. Por muy progre que se proclame, don Felipe es (aunque no lo quiera) el símbolo de la unidad y la tradición de la patria, algo de lo que reniegan unas fuerzas políticas que quieren liquidar hasta el nombre de España. Ni Juan Carlos I ni Felipe VI han tenido la menor sensibilidad histórica, y quizás ello les ha llevado también a olvidar un hecho esencial: en 1931 Alfonso XIII huyó de España, pero no por la fuerza de las izquierdas, sino por la negativa de las derechas a defender su trono. La II República la trajo el general Sanjurjo, el hombre clave en aquellos días para el cambio de régimen.
El reinado de Juan Carlos I, visto en perspectiva, no tendrá un juicio favorable. La inicua y cobarde huida del Sáhara Español (1976), la cesión permanente ante los separatismos que nos ha llevado a la situación actual, la corrupción económica del Rey abajo... o la falsificación y secuestro de nuestra historia reciente son varios de los cargos que se formularán contra este rey campechano y frívolo. Pero lo peor de su reinado no es lo estrictamente político, sino la degeneración del nervio moral de una sociedad sana, la imparable degradación de las costumbres, la destrucción de la natalidad y de la familia y la entrega de la soberanía nacional a la plutocracia mundial. En cuanto a la Transición, los que vivimos aquella época sabemos que la obsesión de nuestros mayores de uno y otro signo era evitar los horrores del 36. Y con aquella sociedad y aquel Ejército, cualquier intento de volver a las andadas por parte de la izquierda y el separatismo habría acabado por la vía rápida y con el apoyo abrumador de todos los españoles: eso domesticó del todo a nuestros rupturistas de pacotilla, como lo demostró su fracaso en el referéndum de Reforma Política de 1976. Nuestros padres y abuelos eran gente seria y decente. Es muy difícil explicarle esta simple verdad histórica a unas nuevas generaciones "educadas" por los pedagogos progresistas para ser ignorantes, sectarias y degeneradas. La Transición la habría llevado a cabo cualquier gobernante porque era lo que la gente pedía: vivir en paz y olvidar las viejas discordias civiles. Y así fue hasta que un tal Zapatero llegó al poder para desgracia de todos.
Nunca los enemigos de España se van a encontrar en una situación mejor para asestar el tiro de gracia a la unidad nacional y a quien la encarna, quizás a su pesar. Las masas vegetan entontecidas e idiotizadas, las instituciones del Estado tiemblan corrompidas, desprestigiadas y acobardadas, y las izquierdas y los separatistas se crecen ante una derecha política que hoy sólo representa VOX. Nunca lo tendrán más fácil. Un pequeño escándalo y el trono se vendrá abajo con un soplo. Es cuestión de tiempo.
Y todo esto sucede mientras los etarras, con decenas de muertes de inocentes a sus espaldas, son considerados héroes, y los sediciosos condenados por el golpe de 2017 andan por la calle con total desparpajo.
¿Merece la pena defender a la monarquía? Sí, en la medida en que impide los planes de nuestros enemigos, pero poco más. Los defensores de la nación no podemos agradecerle nada a esta dinastía que es la artífice de todos los males que nos afligen, que ha renunciado a la legitimidad de la Victoria y que se ha sometido a todas las indignidades y traiciones imaginables. En el haber de Felipe VI cuenta su defensa de la unidad de la nación cuando el Gobierno del bragazas Rajoy, el más desprovisto de testosterona de toda nuestra historia, se escondía tras la toga de los jueces. Fue el único gesto decente de la España oficial en todo aquel bochorno. Quizá por eso merezca la pena defender una institución que nos ha hecho más mal que bien en los últimos doscientos años.
Con todo, deberíamos perderle el miedo a la república. Hungría, Rusia y Turquía lo son y el hecho nacional y el poder soberano de sus pueblos se defienden mucho mejor que en las capitidisminuidas monarquías europeas, como la sueca, que sigue en el trono, presidiendo el proceso más brutal de aculturación de nuestro continente. Otro de los efectos negativos de la monarquía del 78 ha sido la anestesia que producía entre las derechas el creer que la Corona era un freno a los desmanes de la izquierda. Con monarquía y todo, pocos países hay tan radicalizados por el progresismo como España. Por el contrario, lo que ha impedido la monarquía siempre ha sido una reacción nacional.
En fin, la Corona, de momento, hay que defenderla por un simple criterio de oportunidad. Quizás, en un futuro, seamos nosotros los destinados a traer una III República indivisible, fuerte y presidencialista. Sería una bonita ironía de la Historia.
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