EDUARDO GARCÍA SERRANO
El rey vasallo era un monigote muy útil en el que sus súbditos creían ver un espejismo de soberanía y libertad mientras aprendían latín y a ordenar los pliegues de la toga con arreglo a los cánones republicanos. El rey vasallo era un mascarón de proa que los romanos instalaban en el morro de sus naves republicanas, para navegar sin galernas ni motines en las aguas sometidas a vasallaje. El rey vasallo era un pelele de quita y pon, un fetiche para su pueblo y un firulete ornamental para los Cónsules republicanos, primero, y después para los Emperadores romanos que jamás quisieron titularse reyes, por el recuerdo telúrico de Tarquino el Soberbio, el último de sus monarcas, y por el degradante concepto que ellos mismos tenían de los vasallos coronados que pastoreaban a su antojo, conveniencia e interés.
El rey vasallo duraba en el trono lo que su mansedumbre estuviese dispuesta a aceptar. Era rey, sí, pero carecía de auctoritas política y su imperium militar quedaba reducido a un pelotón de guardarropía, su guardia personal, con entorchados de carnaval más que de combate, tutelada siempre por los pretores republicanos y por los pretorianos imperiales. El rey vasallo era un soberano sin soberanía cuyas órdenes no iban más allá de las puertas de su alcoba, donde su reina solía trabajar con más entusiasmo para los comandantes de las legiones republicanas de Roma que para su compañero de tálamo y corona.
El rey vasallo sólo viajaba con salvoconducto y autorización republicana. Ni una excursión a las playas de Barcino le estaba permitida a su libre albedrío. Y en la negativa de hoy anidaba la humillación del nihil obstat de mañana para ir, como Don Quijote, a contemplar su derrota en la playa de Barcino, frente al Mare Nostrum.
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