La memoria crucificada
POR FRANCISCO ROBLES
Sevila.-Jueves , 01-04-10
La Semana Santa es un bucle que avanza irremisiblemente y que nos engaña con ese retorno pasajero a lo que fuimos. Volvemos a las calles donde el tiempo nos alcanzó para destruir el paraíso efímero de la infancia. Y allí nos encontramos con la soledad del Crucificado que se recorta sobre un horizonte de nubes como algodón para las espinas que se clavan en sus sienes: literalmente fue así. Esa muerte nos pone en contacto con los que se fueron. Ellos son los verdaderos exiliados que ayer retornaron al barrio donde fueron felices, donde sufrieron los desengaños que nos da la vida. El barrio se pobló de sombras y de ausencias. Todo se había transformado: casas, comercios, rótulos, balcones… Nada era igual. Sólo lo efímero permanece y dura: es el triunfo de la cofradía. Y el Cristo alzado y ofreciéndose en el punto más alto de la ciudad: ese puente bajo el cual ya no discurren los raíles paralelos del tren que jamás volverá a salir de la vieja estación. El Cristo lo subió a los sones de Réquiem. ¿Hace falta explicar lo que cimbreó al cronista por los adentros?
Si San Bernardo es la hermandad de los toreros, el Buen Fin no le va a la zaga cuando le da la vuelta al ruedo donde la ciudad se juega la femoral: fe y moral unidas bajo la zancada poderosa del Señor que allí habita y cuyo nombre no es preciso pronunciar.
El Crucificado no pende de la cruz porque sus brazos se alinean para reproducir el proceso de la rigidez cadavérica. Su cuerpo inerte recibía los rayos de un sol que se colaba entre las ramas podadas de los plátanos. Detrás, la banda de la Centuria. Armaos en San Lorenzo como un presagio de lo que ha de llegar en cuanto el tiempo se cumpla. Alea jacta est. Al mando del paso, alguien que lleva el apellido Laffón para que se cumpla el rito: el capataz no es más que un poeta que va marcando el ritmo de esa estrofa ciega que componen los costaleros.
Reflexión
Después de haber alzado la vista a los cielos crucificados del Miércoles, el cronista se entregó a la necesaria reflexión mientras cruzaba calles silenciosas donde la muerte se adivinaba en los patios dormidos. La Semana Santa sobrevive porque no hay lanzada que pueda con ella. Los navajeos sobran cuando Cristo se entrega hasta el límite de sus entrañas sobre el canasto catedralicio que talló Guzmán Bejarano. Barroco sobre gótico entre los Hércules de la Alameda: fusión total. Tampoco hay nada que hacer cuando la noche cae y el Cristo de Burgos nos enfría por dentro con esa curva de ballesta en tensión que domina su silueta. Hachones como tiniebla encendida a la ida por Imagen. Sobresalto y quietud a un tiempo.
Hace falta levitar aunque sea en el sentido figurado de la palabra. Elevarse sobre la mediocridad imperante. Recrearse en esos claroscuros que los imagineros barrocos marcaron en los cuerpos moribundos, expirantes o inertes. Buscar a Dios en esos juegos de luces y sombras que los altos candelabros de guardabrisas establecen cuando llega la noche y todo lo cubre… aunque no llegue a tapar la chabacanería que siempre fue unida a la liturgia callejera.
Fuente: Diario ABC
No hay comentarios:
Publicar un comentario