EXPOSICION EFECTUADA EN LA CASA HUMBOLDT, CON MOTIVO DEL DEBATE SOBRE LA FILOSOFIA DE LAS CORRIDAS DE TOROS
POR JAVIER PONCE
(Ministro de Defensa)
Quito, Junio/2011.-
POR JAVIER PONCE
(Ministro de Defensa)
Quito, Junio/2011.-
Occidente solo conserva dos de sus grandes ceremonias paganas: el carnaval y las corridas de toros. La primera para rendir tributo a la vida, la segunda para evocar la muerte.
Cada pueblo, guarda sus pequeños rituales, algunos solemnes, otros cotidianos, pero los que señalamos, son los únicos que tienen una gran dimensión.
Los dos van por distintos destinos. El carnaval, ligado a la vida hace el elogio de la carne y la orgía. Los toros, ligado a la muerte, se viste de austeridad y límites. El primero en la medida en que es vida, acoge en su seno todo lo que el modernismo y el post-modernismo le va proponiendo, se convierte en un alucinante collage de lo contemporáneo, se abre a todos los contagios y a todos los fetiches, es un inmenso fresco del mundo en cada instante, un gigantesco sarcasmo de fin de siglo. El segundo, en la medida en que es muerte se acoge a la tradición, se convierte en el ejercicio de la nostalgia, desecha los excesos y cuando éstos ocurren -recordemos al Cordobés- lo vive como un paréntesis, como un pecado. Porque la renovación taurina -no soy un experto en esto pero estoy pensando en Juan Belmonte- viene de la propia tradición.
Al primero, le zahieren los moralistas. Al segundo los ecologistas. Me parece que los dos pierden la perspectiva de lo que es el hombre, sujeto a esa extraordinaria paradoja vida-muerte. Los dos por igual exigen un equilibrio imposible, porque el hombre en sí es una locura, es una manifestación de la naturaleza que no se explica, que se resuelve en un misterio y en una alucinación: la muerte. El hombre ha crecido en el ejercicio constante del desequilibrio. Ha visto proyectarse su imaginaria a horcajadas de todos los excesos del cuerpo. Ha entendido su sobrevivencia en la tierra en lucha con la naturaleza. Esa es la fatalidad del hombre, negarse para existir, violentarse para gozar, morir para explicarse, y resulta curioso que el propio hombre quiera cambiar este destino. No tengo ganas de polemizar con los ecologistas pero soy pesimista, desencantado, con respecto a todo esfuerzo por reprimir o desviar el destino trágico de los hombres.
Por lo demás, las ceremonias son necesarias. Nos ayudan a entender la historia y la eternidad. Elevan al nivel del símbolo todo lo inexplicable. Y el hombre necesita exorcisar lo inexplicable.
El toro es la metáfora de una energía que viene del fondo de la eternidad. La firmeza del toro se explica en si misma, no por fuera de él. El es la furia de la propia naturaleza. Y este no es un conocimiento exclusivamente occidental. En las viejas culturas andinas ya está presente. Es el Yaguar fiesta, el combate entre las dos fuerzas más extrañas de la naturaleza: el toro y el cóndor. El toro ligado a la tierra, el cóndor ligado al aire. Los dos simbolizando esa constante relación conflicto-equilibrio entre todos los elementos substanciales: la tierra y el aire, el agua y el fuego.
Una de las manifestaciones más tristes de este fin de siglo, es el intento por vanalizar los mitos inmemoriales, los conflictos profundos, las ceremonias substanciales. Son los intentos por volverlo todo homogéneo, incoloro, todo con un solo sabor, a coca cola talvéz, todo higiénico y purificado. Y las grandes ceremonias como el carnaval y la corrida de toros se alimentan de su radicalidad. Quitémosle a la fiesta del toro la muerte y la habremos convertido en una Kermesse escolar, quitémosle al carnaval el pecado de la carne, la sensualidad y el erotismo y la habremos convertido en una mascarada, algo parecido a la jura de la bandera o a las procesiones del Niño Jesús, ni siquiera sería la dramática procesión de Semana Santa, donde la muerte es el eje del ritual cristiano.
La fiesta de los toros no es una exposición canina, es la lucha del hombre y el animal que tiene siglos de historia, una lucha que la civilización occidental ha ido pacientemente reglamentando para conservarla.
En la corrida de toros se escenifican algunos de los mayores sueños y espantos del hombre. Esa constante contradicción entre la nostalgia por lo social y lo gregario de esa existencia individual que vive el torero en el centro del espectáculo. Es una metáfora de la soledad. Las corridas mueren con el sol en la tarde y es la proximidad de una noche larga, en la que el torero ha de vivir la exultación del triunfo o el silencio del fracaso. El trofeo es la propia víctima, el toro, reivindicando el muy antiguo principio del derrotado. hacerlo suyo, en devorarlo incluso, en algunas civilizaciones. Allí nacen los héroes de la comunidad, no los del poder, los de la cotidianidad, los del barrio que les vio nacer y les recordará morir.
Comienza como una fiesta y concluye como una fúnebre despedida de clarines. La plaza es circular, las puertas se cierran y el lugar se convierte en el círculo de la fatalidad. El hombre hace gala de su sabiduría con la capa y las banderillas y al espectáculo solo le queda una esperanza: la fiereza del animal que burla el hombre.
Podríamos imaginarnos un hombre desnudo de mitos y de ceremonias?
Un hombre que no intente jugar con la muerte, para entender que la muerte juegue finalmente con el?
Yo no puedo imaginar ese hombre. Me parece que cuando aquello ocurra, estaremos cerca del fin de la humanidad, mucho más cerca que cuando se cumplan los vaticinios de los ecologistas.
Finalmente, yo propondría una sociedad defensora de los hombres, en un país en el que 20 personas han sido quemadas en 1996, en brutales ceremonias que ocurren al margen de la justicia.
Cada pueblo, guarda sus pequeños rituales, algunos solemnes, otros cotidianos, pero los que señalamos, son los únicos que tienen una gran dimensión.
Los dos van por distintos destinos. El carnaval, ligado a la vida hace el elogio de la carne y la orgía. Los toros, ligado a la muerte, se viste de austeridad y límites. El primero en la medida en que es vida, acoge en su seno todo lo que el modernismo y el post-modernismo le va proponiendo, se convierte en un alucinante collage de lo contemporáneo, se abre a todos los contagios y a todos los fetiches, es un inmenso fresco del mundo en cada instante, un gigantesco sarcasmo de fin de siglo. El segundo, en la medida en que es muerte se acoge a la tradición, se convierte en el ejercicio de la nostalgia, desecha los excesos y cuando éstos ocurren -recordemos al Cordobés- lo vive como un paréntesis, como un pecado. Porque la renovación taurina -no soy un experto en esto pero estoy pensando en Juan Belmonte- viene de la propia tradición.
Al primero, le zahieren los moralistas. Al segundo los ecologistas. Me parece que los dos pierden la perspectiva de lo que es el hombre, sujeto a esa extraordinaria paradoja vida-muerte. Los dos por igual exigen un equilibrio imposible, porque el hombre en sí es una locura, es una manifestación de la naturaleza que no se explica, que se resuelve en un misterio y en una alucinación: la muerte. El hombre ha crecido en el ejercicio constante del desequilibrio. Ha visto proyectarse su imaginaria a horcajadas de todos los excesos del cuerpo. Ha entendido su sobrevivencia en la tierra en lucha con la naturaleza. Esa es la fatalidad del hombre, negarse para existir, violentarse para gozar, morir para explicarse, y resulta curioso que el propio hombre quiera cambiar este destino. No tengo ganas de polemizar con los ecologistas pero soy pesimista, desencantado, con respecto a todo esfuerzo por reprimir o desviar el destino trágico de los hombres.
Por lo demás, las ceremonias son necesarias. Nos ayudan a entender la historia y la eternidad. Elevan al nivel del símbolo todo lo inexplicable. Y el hombre necesita exorcisar lo inexplicable.
El toro es la metáfora de una energía que viene del fondo de la eternidad. La firmeza del toro se explica en si misma, no por fuera de él. El es la furia de la propia naturaleza. Y este no es un conocimiento exclusivamente occidental. En las viejas culturas andinas ya está presente. Es el Yaguar fiesta, el combate entre las dos fuerzas más extrañas de la naturaleza: el toro y el cóndor. El toro ligado a la tierra, el cóndor ligado al aire. Los dos simbolizando esa constante relación conflicto-equilibrio entre todos los elementos substanciales: la tierra y el aire, el agua y el fuego.
Una de las manifestaciones más tristes de este fin de siglo, es el intento por vanalizar los mitos inmemoriales, los conflictos profundos, las ceremonias substanciales. Son los intentos por volverlo todo homogéneo, incoloro, todo con un solo sabor, a coca cola talvéz, todo higiénico y purificado. Y las grandes ceremonias como el carnaval y la corrida de toros se alimentan de su radicalidad. Quitémosle a la fiesta del toro la muerte y la habremos convertido en una Kermesse escolar, quitémosle al carnaval el pecado de la carne, la sensualidad y el erotismo y la habremos convertido en una mascarada, algo parecido a la jura de la bandera o a las procesiones del Niño Jesús, ni siquiera sería la dramática procesión de Semana Santa, donde la muerte es el eje del ritual cristiano.
La fiesta de los toros no es una exposición canina, es la lucha del hombre y el animal que tiene siglos de historia, una lucha que la civilización occidental ha ido pacientemente reglamentando para conservarla.
En la corrida de toros se escenifican algunos de los mayores sueños y espantos del hombre. Esa constante contradicción entre la nostalgia por lo social y lo gregario de esa existencia individual que vive el torero en el centro del espectáculo. Es una metáfora de la soledad. Las corridas mueren con el sol en la tarde y es la proximidad de una noche larga, en la que el torero ha de vivir la exultación del triunfo o el silencio del fracaso. El trofeo es la propia víctima, el toro, reivindicando el muy antiguo principio del derrotado. hacerlo suyo, en devorarlo incluso, en algunas civilizaciones. Allí nacen los héroes de la comunidad, no los del poder, los de la cotidianidad, los del barrio que les vio nacer y les recordará morir.
Comienza como una fiesta y concluye como una fúnebre despedida de clarines. La plaza es circular, las puertas se cierran y el lugar se convierte en el círculo de la fatalidad. El hombre hace gala de su sabiduría con la capa y las banderillas y al espectáculo solo le queda una esperanza: la fiereza del animal que burla el hombre.
Podríamos imaginarnos un hombre desnudo de mitos y de ceremonias?
Un hombre que no intente jugar con la muerte, para entender que la muerte juegue finalmente con el?
Yo no puedo imaginar ese hombre. Me parece que cuando aquello ocurra, estaremos cerca del fin de la humanidad, mucho más cerca que cuando se cumplan los vaticinios de los ecologistas.
Finalmente, yo propondría una sociedad defensora de los hombres, en un país en el que 20 personas han sido quemadas en 1996, en brutales ceremonias que ocurren al margen de la justicia.
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