Sobre la amante de Alfonso XII, la presentación por Alfonso Ussía de la primera novela –inspirada en su figura- de Aurora García Mateache y el estreno del Quijote flamenco de Vicente Soto.
Joaquín Albaicín
Foto: José Luis Chaín |
El otro día soñé que paseaba por Ulan Baatar –sí, la capital de Mongolia- y entraba en una tienda de ropa regentada por uno de mis toreros, Manuel Amador, de la que después no podía salir debido al aguacero que empezaba a caer. Unas horas más tarde, la vivencia onírica más o menos se materializó, pues me encontraba en el Museo Lázaro Galdiano sitiado por la torrencial lluvia que estaba convirtiendo el jardín en un barrizal. Ni La Esfera de los Libros ni Gonzalo Presa habían previsto plan de evacuación alguno, pero, por fortuna, sí un sustancioso cóctel que -trasladadas al interior mesas y viandas- nos permitió resistir hasta que aquello escampó.
Pudimos, además, disfrutar entretanto de la exposición por Aurora García Mateache, corresponsal de La Razón en la Casa Real, de los pormenores de su primera novela, La favorita, inspirada en la figura de Elena Sanz, contralto que triunfara con la obra de Donizetti del mismo título y, en los días de la Restauración, fuera amante y madre de tres hijos de Alfonso XII. De maestro de ceremonias ofició Alfonso Ussía, que –no como Federico Muelas en la Encarnación- fue breve y, como siempre, enjundioso en su seria reivindicación del canovismo, el elogio a las virtudes literarias de la debutante y su evocación romántica del Madrid de Pepe Alcañices, las corbatas de lazo a lo Byron y el agua va.
A mi lado se sentó Ricardo Sanz -nada que ver, que yo sepa, con la favorita real- y, echando un vistazo a las fotografías de Elena e Isabel II que ilustran el libro de Aurora, hube de convenir con el -por el momento- único retratista para quien Don Felipe y Doña Leticia han posado en que los cánones de belleza han experimentado desde entonces, en los medios cortesanos, una llamativa muda de criterio… Para bien, por supuesto. Sospecho que lo mismo pensó, al ver las fotos, el resto de la abigarrada audiencia: Marilí Coll, María Rosa, Aurora Mateache -presidenta del Museo de Cera y madre de la literata- o Mamen Díaz, de Cornejo…
Y bueno, si la favorita de Alfonso XII fue Elena Sanz, la de Don Alonso Quijano fue Dulcinea, así que para el Teatro Fernán Gómez -como muchísimos otros aficionados- nos fuimos a ver el estreno por Vicente Soto Sordera de su Quijote Flamenco, un proyecto que comenzó a fraguar junto a su querido compañero de fatigas recientemente desaparecido -Pedro Atienza- y que, al fin, ha visto -y exitosamente- la luz. No sé si el espíritu caballeresco, valiente y con sed de justicia de Don Quijote conecta muy bien con las jóvenes generaciones, pues lo cierto es que el albo predominaba en las cabezas de los congregados, gente mayormente de una edad ya respetable. De cualquier modo, empiezo a pensar que este es síntoma de la calidad de una oferta artística: de que, bueno, por lo menos no ha sido concebida con las miras puestas en ganar la aprobación de un público infantilizado y banal.
¡Menos mal, en efecto, que quedan caballeros como Vicente Soto, que, con los brazos en cruz, plantan magníficamente cara por siguiriyas a los gigantes que el vulgo toma por molinos! El primogénito de los Sordera ha materializado con solvencia la difícil y ambiciosa tarea de adaptar las reflexiones y argumentos cervantinos de modo que encajen con naturalidad y buen acople en el sentir métrico y estético del flamenco. Acompañado por la guitarra de su paisano Miguel Salado -que día a día va afianzando su cartel en la capital- y las preciosas voces de Lely Soto y Lela Agarrado, la percusión de Manu Soto y el piano de Carlos Rodríguez, Vicente cantó bien de verdad, con mucho sabor y enjundia por soleá, cuajando también excelentes momentos por siguiriyas, que es uno de los palos en cuyo culto su casa siempre ha brillado. Cerró el paseo por La Mancha con un elegantísimo baile por bulerías antes de que el público, en pie, le exigiera un bis y él correspondiera con un precioso romance.
Quijote flamenco es, en suma, un montaje sobrio y con mucha distinción, muy medido en cuanto a tiempo y contenidos, y soy sincero al decir que me parece una de las opciones teatrales flamencas de más interés del momento. Además, después de escuchar a Vicente Soto evocar por bambera y aires de Huelva a la Dulcinea de Cervantes, abre uno con más ganas, si cabe, la novela de García Mateache sobre la Dulcinea de Alfonso XII.
En suma: que quien, habiendo buenos libros y buenos cantaores, pierde el tiempo, es porque quiere. Y el tiempo, no lo olviden, es oro.
Pudimos, además, disfrutar entretanto de la exposición por Aurora García Mateache, corresponsal de La Razón en la Casa Real, de los pormenores de su primera novela, La favorita, inspirada en la figura de Elena Sanz, contralto que triunfara con la obra de Donizetti del mismo título y, en los días de la Restauración, fuera amante y madre de tres hijos de Alfonso XII. De maestro de ceremonias ofició Alfonso Ussía, que –no como Federico Muelas en la Encarnación- fue breve y, como siempre, enjundioso en su seria reivindicación del canovismo, el elogio a las virtudes literarias de la debutante y su evocación romántica del Madrid de Pepe Alcañices, las corbatas de lazo a lo Byron y el agua va.
A mi lado se sentó Ricardo Sanz -nada que ver, que yo sepa, con la favorita real- y, echando un vistazo a las fotografías de Elena e Isabel II que ilustran el libro de Aurora, hube de convenir con el -por el momento- único retratista para quien Don Felipe y Doña Leticia han posado en que los cánones de belleza han experimentado desde entonces, en los medios cortesanos, una llamativa muda de criterio… Para bien, por supuesto. Sospecho que lo mismo pensó, al ver las fotos, el resto de la abigarrada audiencia: Marilí Coll, María Rosa, Aurora Mateache -presidenta del Museo de Cera y madre de la literata- o Mamen Díaz, de Cornejo…
Y bueno, si la favorita de Alfonso XII fue Elena Sanz, la de Don Alonso Quijano fue Dulcinea, así que para el Teatro Fernán Gómez -como muchísimos otros aficionados- nos fuimos a ver el estreno por Vicente Soto Sordera de su Quijote Flamenco, un proyecto que comenzó a fraguar junto a su querido compañero de fatigas recientemente desaparecido -Pedro Atienza- y que, al fin, ha visto -y exitosamente- la luz. No sé si el espíritu caballeresco, valiente y con sed de justicia de Don Quijote conecta muy bien con las jóvenes generaciones, pues lo cierto es que el albo predominaba en las cabezas de los congregados, gente mayormente de una edad ya respetable. De cualquier modo, empiezo a pensar que este es síntoma de la calidad de una oferta artística: de que, bueno, por lo menos no ha sido concebida con las miras puestas en ganar la aprobación de un público infantilizado y banal.
¡Menos mal, en efecto, que quedan caballeros como Vicente Soto, que, con los brazos en cruz, plantan magníficamente cara por siguiriyas a los gigantes que el vulgo toma por molinos! El primogénito de los Sordera ha materializado con solvencia la difícil y ambiciosa tarea de adaptar las reflexiones y argumentos cervantinos de modo que encajen con naturalidad y buen acople en el sentir métrico y estético del flamenco. Acompañado por la guitarra de su paisano Miguel Salado -que día a día va afianzando su cartel en la capital- y las preciosas voces de Lely Soto y Lela Agarrado, la percusión de Manu Soto y el piano de Carlos Rodríguez, Vicente cantó bien de verdad, con mucho sabor y enjundia por soleá, cuajando también excelentes momentos por siguiriyas, que es uno de los palos en cuyo culto su casa siempre ha brillado. Cerró el paseo por La Mancha con un elegantísimo baile por bulerías antes de que el público, en pie, le exigiera un bis y él correspondiera con un precioso romance.
Quijote flamenco es, en suma, un montaje sobrio y con mucha distinción, muy medido en cuanto a tiempo y contenidos, y soy sincero al decir que me parece una de las opciones teatrales flamencas de más interés del momento. Además, después de escuchar a Vicente Soto evocar por bambera y aires de Huelva a la Dulcinea de Cervantes, abre uno con más ganas, si cabe, la novela de García Mateache sobre la Dulcinea de Alfonso XII.
En suma: que quien, habiendo buenos libros y buenos cantaores, pierde el tiempo, es porque quiere. Y el tiempo, no lo olviden, es oro.
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