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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

domingo, 7 de diciembre de 2025

Rafael de Paula: el sueño de Juan Belmonte / por Diego de la Llave García


 '..¿cómo era su toreo? Esencialmente, la estética inaugurada por Juan Belmonte, pero con un toro que ya dejaba expresarla, en su plenitud, en un número mayor de ocasiones..'

Rafael de Paula: el sueño de Juan Belmonte
Torero de culto, nunca renunció a las formas belmontinas

Por Diego de la Llave García
Rafael Soto Moreno, conocido artísticamente como Rafael de Paula, nació en el barrio de Santiago de Jerez de la Frontera un 12 de febrero de 1940. Cañí de estirpe, y criado entre los suyos, se cuenta que pronto llamó la atención de Juan Belmonte por su garbo natural. Dicen que el nacido en la calle Feria le conoció en el entierro de una de sus hermanas y preguntó de él si era un bailaor, a lo que le contestaron que era novillero. Le hacía llamar a su finca de Gómez Cardeña, situada en aquel punto que separa ambas Andalucías, para que torease unas vaquillas para él. Belmonte le decía entusiasmado a sus amigos: «¡Mirad como liga el natural con el de pecho!». Después, Belmonte se fumaba en la casa uno de sus famosos habanos mientras veía comer a aquel gitanillo. No hablaban mucho.

Paula tomó la alternativa el 9 de mayo de 1957 en Ronda, a manos de Antonio Ordóñez, y con Julio Aparicio como testigo. El de la estirpe de Pedro Romero estaba totalmente anonadado con aquel novillero calé que dejaba tan buen sabor de boca por todas las placitas del sur. Ordóñez, quien por su manera de torear tenía mucho de Belmonte, por influjo de su padre, Don Cayetano «El Niño de la Palma», carecía del misterio místico del maestro de la Edad de Oro que, por otra parte, sí poseía Rafael de Paula. Quizás, por ello, estaba fascinado por él. No obstante, los claroscuros de la personalidad de Paula y la falta de rotundidad del jerezano en la cara de los toros hicieron imposible la explosión de su carrera. Tardaría mucho en confirmar alternativa en Madrid y fue, ya mayor, a partir de los 80, y casi siempre en compañía de Curro Romero o de Antonio Chenel, cuando su nombre empezó a resonar hasta convertirse en un torero de culto.

Paula fue algo así como un gentleman aflamencado. Él mismo decía que era un «gitano poco gitano», pues prefería escuchar ópera a flamenco. Hombre, por lo general, tímido y callado, poseía puntos de ingenio y rabia sonoros que conforman un contraste tan barroco como siempre fue su estar y hacer. No era el típico torero de arte de muy pocas palabras acompasadas de sonrisas, por lo demás, también calladas. Tenía carácter y sangre en las venas, lo cual le confería un misterio especial que animaba a escuchar sus palabras, que no solían dejar indiferentes, pues iban siempre cargadas de verdad.

Tras cortarse la coleta, apoderó durante un tiempo a Morante de la Puebla, con quien entabló una fuerte amistad en estos últimos años de su vida. Quizás el cigarrero no tuvo en Rafael el apoderado que más dinero le hizo ganar, pero sí aprendió de él dos cosas. La primera, a tener una personalidad de torero que fuera más allá de formas correctas y sonrisas fáciles. Es necesario tener carácter. La segunda, añadir hondura a un toreo que era, de por sí, de filigrana y remate gracioso, pero que necesita de mayores cotas de pureza. Resulta imposible entender lo que ha sido Morante de la Puebla sin la amistad y consejo de Paula.

Ahora, ¿cómo era su toreo? Esencialmente, la estética inaugurada por Juan Belmonte, pero con un toro que ya dejaba expresarla, en su plenitud, en un número mayor de ocasiones. Durante su etapa de novillero, y sus primeros años de matador, pese a la falta de continuidad propia de los toreros de arte, poseía una muleta honda y dramática, como si representara una danza delante del toro. Daba el medio pecho, dejaba la pierna de salida a la vista y toreaba con todo el cuerpo buscando siempre el remate de la suerte detrás de la cadera. Como aún no habían hecho aparición sus problemas en las piernas, daba unos «pasitos», entre muletazo y muletazo, que provocaban una sensación de estar asistiendo a un baile ancestral y difícil de descifrar. En esos años, como nos muestran las imágenes, era más común verle realizar suertes de adorno como molinetes, molinetes invertidos, afarolados o cambiados por la espalda en la estela de Juan Belmonte y de Rafael «El Gallo», el otro torero gitano de filigrana churrigueresca.

Pero, como apuntábamos, los problemas en las piernas –hubo de someterse a varias operaciones algo desafortunadas– le obligaron a torear de muleta más asentado, y solo utilizando cadera y brazos. Esto –y sin entrar a debatir si fue una evolución técnica en el arte del toreo a pie, o no–, requería de mayor valor por la dificultad de irse de la cara del toro, y la necesidad de «quedarse en el sitio». Por ello, la ya de por sí discontinuidad de su toreo, se acrecentó por la necesidad de mayor valor seco que le demandaban la circunstancias. Pero, como contrapartida, su tauromaquia ascendió en grado de monumentalidad cuando el toro le acompañaba y, como él decía, le caía alguna «gotita». Fue esta su época, por la obligación que las piernas le imponían de realizar el toreo en redondo, más «amanoletada», aunque nunca renunciara a unas formas belmontinas que le eran intrínsecas.

Pero fue con el capote donde alcanzó la sublimidad del lance. Sus verónicas, lance clásico por antonomasia, eran profundas, templadas y sentidas con un mero juego de cadera y brazos, totalmente asentado en la arena. Cuando realizaba un quite por verónicas, era como si el espectador presenciara un auténtico rompimiento de gloria en el que los duendes, liberados sin control, incitaban a gritar «¡olés!» roncos, y con sabor a sangre. Y no olvidemos que la expresión «¡olé!» viene de «Alá», es decir, «Dios». Sin duda, eso debía ser algo divino. Pero no solo fueron las verónicas, y las medias verónicas de sumo garbo, sino también las chicuelinas, que gustaba de ejecutarlas en forma de galleos, y que eran de un arrebato barroco que bien pudiera ser una escultura de Bernini. No, a lo mejor, en largura y variedad pero, en perfección artística, Rafael de Paula ha sido uno de los mejores capoteros de la historia.

Asistir a una corrida en la que estaba acartelado Rafael de Paula, según cuentan quienes lo vieron, y tuvieron sensibilidad para entenderlo, era como presenciar una dionisíaca tragedia griega. La mayoría de tardes –y según avanzaba su edad– lo normal era participar en una bronca, o quedarte con la esperanza de otra ocasión mejor tras haber deleitado de alguna verónica, algún pase de pecho. Era el fracaso de un hombre que parecía medroso y torpe. Pero, cuando el toro le dejaba y, sobre todo, estaba inspirado, se producía una catarsis liberadora que restauraba el orden del cosmos. Algo de «partirse la camisa», que diría su gente. Y él no toreaba con alegría y gracia, sino como si se estuviera liberando de una pesada carga espiritual que solo podía abandonar toreando. Terminaba exhausto, respirando suspiros de muerte, tras convertir el graderío en un manicomio.

Pero el arte de Rafael de Paula fue siempre servido de forma dosificada, no vaya a ser que algunos lo tomaran por ordinario. No podía ser de otra forma por su personalidad y su merma física. Son pocas sus faenas rotundas, y muchos sus detalles toreros de dulce sabor de boca. Y, aun así, se le recuerda más entre la afición más sensible que a muchos toreros que triunfaron, y pudieron a los toros. Paula poseía una técnica muy tosca y, aun así, a veces lograba rozar la excelsitud estética. Hoy, con la lobotomización uniformizadora de las escuelas taurinas, sería imposible que a un torero así se le apoyara, se le esperara y, en definitiva, tirara para delante. Pero, de haber poseído más técnica, más continuidad, mayor valor y fortaleza física ¿hubiera sido de los mejores de la historia? Quizás, pero no sería el Paula.

Descansa en paz, Rafael.

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