Muy después en el tiempo, se han venido celebrando algunos festejos taurinos con la intervención de cantaores flamencos de reconocido prestigio. Reconozco que no los he “disfrutado” de forma presencial, aunque sí a través de imágenes en las redes sociales. Me sigue pareciendo una mixtura de difícil acoplamiento. ¿Cuándo debe cantar el cantaor? ¿Cuando el torero está congeniado con el toro y las series anteriores han salido limpias, templadas y bellas? Es probable que entonces suene la guitarra y el cantaor se arranca por bulerías, magistralmente interpretadas… justo cuando el toro le arranca también al torero la muleta –no digo ya si le pega una voltereta—. El desaire no sintoniza –no puede sintonizar-- con el aire festivo del cante para nada. ¿Qué hacemos, pues? Sigue el cante mientras el torero arma de nuevo la tela y… el toro empieza a tirar derrotes, impidiendo la frescura en los pases y en las tandas. Aquello no “casa” con nada ni con nadie. El cante, se viene abajo. Mala cosa. El petardo se consuma.
Otra cosa es que, en petit comité (un tentadero, por ejemplo), surja desde uno de los burladeros el cante sentío de la soleá para acompañar y maridar ese momento sublime y desprogramado del arte del toreo que brota con diáfana expresividad y la descarga emotiva y sonora de una voz espontánea que funde el temple de una franela con el de una voz afillá y profunda. Eso, sí. Ahí muero con los dos artistas.
Quienes me conocen en cercanías ya tienen noticia de la vena flamenca que tengo a gala mantener, que no de practicar, porque nunca pasé de aprendiz medianejo; pero he tenido la gran fortuna de escuchar en franca familiaridad a los grandes cantaores de las últimas décadas. El “cuarto”, es el sitio, la estancia ideal, se lo aseguro. Un cuarto chiquito, abrigado por el silencio monacal de los asistentes –más de diez, ya es multitud--, con la sonanta clavando sus notas rasgadas en las cuatro paredes y una voz rota, de madrugada añeja, que nace de nadie sabe dónde, es placer de dioses.
Lo que acabo de describir es un dibujo idílico, pero he de reconocer que también el flamenco ha sabido adaptarse a los grandes escenarios a cielo abierto o auditorios cerrados de sofisticada sonorización. Por tanto, no seré yo quien le ponga barreras a los lugares donde ha de instalarse el arte flamenco. Como todo arte que sirve de espectáculo, debe adaptarse a los tiempos, si quiere sobrevivir, eso sí, siempre que sea con insobornable decencia; pero, insisto: en la plaza de toros, durante el desarrollo de la lidia, el flamenco puede (digo, puede) convertirse en un elemento distorsionador de dos ejercicios artísticos que toda la vida fueron confluyentes.
En este sentido, estamos viviendo tiempos de cierto desmadre. En los últimos festejos taurinos que he presenciado por televisión ha brotado un fervor flamenquista a todas luces fuera de lugar. No solo por lo que se refiere al lugar de los hechos, sino que “no ha lugar” en las condiciones que se produce. Cualquier aficionadillo al cante se echa para adelante y le canta por un palo a veces indefinible al torero –familiar o amigo de la peña-- que está pegando pases como buenamente puede. A veces, se ve obligado a interrumpir la faena, por que el cantaor “distrae” a todo quisqui. Es un cante poco audible, algunas veces por fortuna, que tiene como fin cantar las bondades y virtudes de quien torea. Un “cante” para “cantar” no deja de ser una cacofonía semántica. Y, si, encima, quien canta es de mediocre para abajo, díganme qué sentido tiene aguantar al pelmazo/a que se empeña en que se le escuche en la plaza… o a través de la televisión. Nunca se canta al toro, curiosamente. El toro, sin duda, es más serio y no lo aguantaría. Se iría para el cantaor/a y le pegaría un mugido de espanto.
Seamos serios, nosotros también. Este afán de protagonismo de ciertas gentes que acuden a las plazas de toros y se empeñan en lanzar al viento las virtudes flamencas de su voz se podría desterrar imponiéndoles la colocación de la mascarilla durante toda la corrida. No durante lo que dure la pandemia del virus, sino la del cante. Eso no es cantar. Es “dar el cante”.
(Ah, años después del suceso de Murcia, fui a oír cantar en Madrid a José Meneses, en la inauguración del bar musical de un amigo común. El gran cantaor desaparecido, tuvo el detalle de reconocer públicamente mis razonamientos y me dedicó unos tientos maravillosos. Jamás lo olvidaré).
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