Este año no ha habido feria, ni taurina ni de la otra, pero como también cantaba Escobar de su carro, “donde quiera que esté, mi feria es mía” y no me la quitarán del corazón ni del cerebro, aunque se empeñen todos los virus del mundo aliados con los politicastros que quieren acabar con el rito milenario de la tauromaquia. Ha habido intentos para que la feria taurina de Albacete tuviera aunque solo fuera un esbozo de lo que viene siendo desde hace casi dos siglos -prescindiendo de los prolegómenos- pero ha faltado valor en los que pueden decidir. Manuel Amador hizo una propuesta de tres corridas de lujo respetando todas las normas de seguridad decretadas por las autoridades sanitarias, pero repito: se impuso el exceso de prudencia. O las pocas ganas de jugarse ni un alamar porque el pasodoble Pan y Toros sonara este año a las seis en punto de la tarde en la atardecida albaceteña.
Pero lo que no podrán evitar ni los que pugnan por acabar con la fiesta de los toros, ni los pusilánimes que con sus vacilaciones les hacen el caldo gordo, es que a muchos miles de albaceteños a esa hora mágica del atardecer nos acaricien el corazón las garbosas notas del clásico Pan y Toros referido más arriba. Ni que dejemos de pensar que si en otras localidades del país se han celebrado festejos taurinos ajustándose a las normas establecidas y no ha ocurrido nada, ¿por qué había de ocurrir en el corazón de La Mancha, donde estos días septembrinos el aire huele a fiesta grande revestida de seda y de caireles?
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