Pepín Martín Vázquez
Y sobre los bares de la plaza. Uno de los taberneros, que ha entrado acompañado de dos perros de caza, habla del bajo Pirineo, y de un pueblo abrupto adonde jamás ofrecen lechazo. Sino el recio ternasco aragonés. Todos ellos guardan el recuerdo de un toreo que nunca vieron.
Vicente Llorca
Que Santiago es persona cabal se adivina antes de hablar con él. Tiene una manera de pasar la prensa cuando la ha terminado o de alcanzarte el periódico local desde la barra que lo revela. No se metía en conversaciones ajenas y, así, era posible tomar el café con el ABC del día aunque él hubiera llegado antes al bar, y ocupado su sitio en el mostrador. Más difícil era entender lo que sabía de toros, que era mucho y nunca había manifestado. Empezó una mañana en que se me ocurrió comentar que habíamos estado en Valdemorillo, en la sierra, viendo un torero que nadie conocía entonces, y nos había impresionado, el sevillano Juan Ortega.
Ése tiene el toreo dentro – se le escapó a Santiago.
Que de ahí pasáramos a hablar de Curro Díaz, otro andaluz raro que a él también se le alcanzaba, tenía su lógica. Menos lógica tiene, en la barra de un bar del Campo Charro, que pasáramos a comentar sobre el toreo de Pepín Martín Vázquez, a quien ninguno habíamos visto, pero que imaginábamos perfectamente.
Eran noticias del sur en medio de los campos de hielo. Aquella mañana había caído una buena helada y el suelo de la plaza porticada aún tenía el tono blanquecino de la nieve. Yo estaba más acostumbrado a la conversación de Tomás, asiduo del café por la mañana y a quien se le atribuía un pasado azaroso –que un día me hubo de confirmar Maite, una amiga del pueblo, dueña de todos los secretos de la plaza.
Tomás, que sabe que me gusta escucharlo, tenía una amplia colección de relatos de la zona, que comenzaban siempre en la cantina de la estación de tren, adonde iban a parar los maletillas por las tardes, y podían terminar en los cercados de la comarca, toreando de noche y con luna los novillos encerrados. También sabía de fiestas interminables en el Barrio Chino de Salamanca. Y de tugurios más allá del río, en el arrabal, en donde si te abrían la puerta te podías encerrar con los gitanos que cantaban en la bodega. Con su amigo, Benito, me habían trazado un complejo mapa de los bares del pueblo, entonces numerosos, en donde se reunían los toreros que al día siguiente irían a tentar a alguna finca de los alrededores. Ya no queda ninguno de ellos. Los habituales de la plaza guardan, a despecho de su silencio habitual, una extensa memoria de la comarca en donde siempre surgen, por algún lado, los novilleros, las noches de hielo o la desmesura de una hazaña en un sótano sin luces.
Santiago, descubrí más tarde, era el nieto de un antiguo mayoral de la finca de Sepúlveda de Yeltes. Su memoria pasaba por el minucioso relato de aquellos tiempos oscuros y legendarios que le había contado su abuelo. También por los años transcurridos en una capital de la Provenza francesa, adonde, como todos en aquellos años, había ido a trabajar en su momento. Pero de estos apenas decía nada.
Da gusto hablar de toros con él. A despecho de la reciedumbre acostumbrada de la zona sabía perfectamente cuándo se había producido el toreo clásico, y cuándo, como es lo habitual, no había pasado nada. Una feria de Salamanca la pasé enterándome perfectamente de todas las corridas del día anterior –yo ya no iba, me quedaba en la plaza– preguntándole a él por las mañanas. De alguien que ponía a Pepe Luis Vázquez como el modelo del toreo clásico –también, cuando se animaba un tanto, a Antonio Bienvenida, a quien sí había visto– había que creerlo todo. Luego, con Luis, el dueño del comercio, nos enterábamos de las últimas novedades de la provincia. Que pasaban normalmente por la renovada ruina de algún otro ganadero, que había tenido que vender tierras y novillos a un constructor de la capital. O a algún carnicero de la sierra, de los que a veces entraban en el bar, hablando siempre a voces.
No saben el dinero que tienen – decía Luis, que según Maite sí lo sabía todo de aquellos cambalaches.
Todo está cada vez más monótono, comentamos alguna vez. Por las tardes no queda nadie en la calle y la tasca de los jóvenes ha tenido que cerrar porque ya no va nadie. Con Benito, con un compañero con el que nos reunimos a veces en el bar de las afueras, entre aromas de bacalao y panceta adobada, me señalan toda una mitología de los lugares cerrados. Esa esquina era otro bar. Vendían vino a granel.
¿Cuál era la fonda del gallego?
Esa puerta cerrada que ves ahí, al fondo de la calleja.
En el arrabal todo está cerrado ahora. Un paisaje de calles anodinas y portales herméticos lo nombra. Los contertulios del bar portugués lo pueblan sin embargo de noticias, de citas de locales de otro tiempo, en donde nada hubiera podido adivinarse entre las calzadas vacías, que llegan hasta la estación.
Una mañana la fisioterapeuta de pueblo, que luce una cresta blanca y botas con tachuelas, ha entrado en el café. Buscaba algo, no ha mirado a ninguno, se ha ido al pronto. El otro día fui a que me diera un masaje –comenta Benito, sin que nadie haya preguntado nada. –Me había caído de un caballo, tenía el hombro destrozado. Cuando se enteró de que me habían tirado encerrando unos toros se levantó, dijo no sé qué del maltrato, y se fue sin decir más.
Te hubieras caído de una flauta, borrico.
Nunca me he subido en una flauta…
A los pocos días, nos reunimos varios en una taberna de Madrid, con Jorge entre otros, que también habla del toreo de Pepe Luis Vázquez. Aunque tampoco lo haya visto. En la taberna han puesto un camarero en la puerta, que impide el paso a los que no tienen mesa. Las calles están llenas y es todo muy raro, incluido el conteo de los parroquianos. Aquí ya nadie habla de toros –observa el profesor mejicano.
Ni de las elecciones del 36 –apunta Jorge.
Se han muerto todos. O se niegan a venir a una taberna que no tiene barra y en donde cuentan a los que entran.
Un silencio melancólico, un instante. Al rato, alguno recuerda aquella tarde de otoño en la que el mejicano Armillita detuvo el toreo en la plaza de las Ventas. No volvió a ocurrir nunca más, pero qué más da y a quién le importa la repetición de una tarde inolvidable. El profesor se obstina en sacar otra vez la polémica de don Claudio –Sánchez Albornoz, por supuesto– y Américo Castro, en los duros años del exilio. Le seguimos la perorata: es la única conversación decente que se puede tener en una tasca madrileña en donde en tiempos se reunía la familia de los Bienvenida, Vicente Zabala, los Dominguín, Curro Vázquez y Alfonso Merino, a continuar discutiendo.
Claudio Sánchez-Albornoz por Sirio
Al cabo de un rato, entre lo insólito del numerus clausus, descubro que ninguno de los de la mesa vivimos ya allí. Yo he bajado del frío castellano. Jorge se ha trasladado a la sierra abulense –de donde no piensa regresar hasta el verano, asegura. El profesor vive en La Alcarria, en una casa con balcones sobre una vega. Y sobre los bares de la plaza. Uno de los taberneros, que ha entrado acompañado de dos perros de caza, habla del bajo Pirineo, y de un pueblo abrupto adonde jamás ofrecen lechazo. Sino el recio ternasco aragonés. Todos ellos guardan el recuerdo de un toreo que nunca vieron. Y de las elecciones del 36, que conservan, nítidas, de igual manera. Guardadas entre las calles de un villorrio, en el que, aseguran, nadie pasea ya por las tardes.
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