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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

jueves, 15 de abril de 2021

La ilegítima y represiva II República: un experimento político fallido

Imagen de la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931.

Para empezar, podemos preguntarnos si la II República fue realmente un régimen político dotado de legitimidad. En mi opinión, no. Sin duda, fue un régimen “legal”, pero no nunca llegó a conseguir una legitimidad plena.

La ilegítima y represiva II República:
un experimento político fallido 
  • NOS MUESTRA FEHACIENTEMENTE AQUELLO QUE NO DEBERÍA HACERSE

Pedro Carlos González Cuevas
La Gaceta / 14 de Abril 2021
La imaginación, que es producto de la mente, resulta singularmente asequible a la facultad que la ha creado; pero lo real, desde el átomo hasta la galaxia, es de una intelección muy ardua. Por eso, el mito es una forma de conocimiento primitiva y fácil, mientras que la ciencia entraña madurez y dificultad. Entre las realidades más esquivas a la razón figura la Historia, a causa de su complejidad, su irrepetibilidad, su arbitrariedad y la subjetividad de los testimonios. En ese sentido, el conocimiento histórico es falible. Lo que hoy consideramos como verdadero puede convertirse eventualmente en falso. 

A partir de los años sesenta del pasado siglo, el campo historiográfico español experimentó un claro y positivo proceso de articulación y de modernización digno de estudio. La obra innovadora de historiadores como Jaime Vicens Vives, José María Jover, Jesús Pabón, Miguel Artola, José Antonio Maravall, Luis Díez del Corral y la influencia de hispanistas como Stanley Payne, Hugh Thomas o Raymond Carr, contribuyeron a ello. Por vez primera, aunque no sin dificultades, la historiografía española parecía acercarse a los estándares europeos

No obstante, ese prometedor proceso innovador sufrió la interferencia de un marxismo mecanicista y superficial representado por Manuel Tuñón de Lara. Exiliado comunista en Francia y oscuro profesor en la Universidad de Pau, Tuñón de Lara consiguió, mediante los denominados congresos de Pau, inocular su averiada mercancía historiográfica en una juventud universitaria rebelde y ávida de novedades. El resultado fue, a medio plazo, catastrófico. Tuñón de Lara no era más que un divulgador y un simplificador, obsesionado por la reivindicación del bando vencido en la guerra civil. Bajo su férula, la historia se convirtió en un arma no sólo política, sino de partido. Sin embargo, la construcción historiográfica de Tuñón de Lara era tan simple y partisana que algunos de sus antiguos seguidores y los historiadores de izquierda más avisados y lúcidos, como José Álvarez Junco, Manuel Pérez Ledesma o Santos Juliá Díaz, se vieron obligados a someterla a una revisión implacable, desvinculándose de su legado.

No pocos interpretaron esta revisión como una traición al viejo patriarca marxista. Nadie los recuerda hoy. No menos críticos con las posiciones de Tuñón de Lara fueron los discípulos españoles de Raymond Carr, Juan Pablo Fusi y José Varela Ortega, que le acusaron de falsedad y espíritu de partido. Sin embargo, el espíritu de Tuñón de Lara pervivió en su concepción meramente instrumental del conocimiento histórico, sobre todo en el campo de las izquierdas. 

La llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al gobierno y sus proyectos de memoria histórica de las izquierdas vencidas en la guerra civil contribuyeron nuevamente a enrarecer el campo historiográfico español. 

Bajo la férula de un economista con ínfulas de historiador, Ángel Viñas, se articuló una especie de sindicato del crimen historiográfico, cuyos principales representantes, aparte del susodicho, son el hispanista británico Paul Preston (Sir), un historiador que compara a Franco con Hitler y que estima que la represión de postguerra equivale a un Holocausto como el judío perpetrado por los nazis; Francisco Espinosa Maestre, quien sostiene que, a la altura de 1936, las izquierdas españolas carecían de doctrina represiva y que acusa a José Álvarez Junco y a Santos Juliá Díaz de apologistas del franquismo (no es broma); Fernando Hernández Sánchez, hacedor de vulgatas historiográficas para uso del buen izquierdista; Alberto Reig Tapia, cuya obra resulta irrelevante; repetidoras como Matilde Eiroa; y toda una harca de expertos en intertextualidad que algunas vez someteremos a examen. 

Su mensaje es tan simple como unidireccional: la II República fue un régimen democrático y reformista; las derechas conspiraron permanentemente contra el nuevo régimen en defensa exclusiva de sus intereses de clase; la revolución socialista de octubre de 1934 fue irrelevante: “un chispazo obrero, la dinamita de los mineros hizo milagros y escabechinas”, dice el presunto historiador Ángel Viñas; la guerra civil fue un conflicto entre democracia y fascismo, no entre revolución y contrarrevolución; los nacionales ganaron la guerra civil exclusivamente por el apoyo de Hitler y Mussolini; Stalin no pretendía instaurar una democracia popular en España; el franquismo estuvo inspirado por el nacional-socialismo, etc, etc. 

Toda esta mercancía viene adobada por una ristra de insultos por parte de Viñas a quienes no piensan como él: “subnormales”, “fascistas”, “franquistas”, “infantiles”, “integristas”, etc, etc. Este grupo ha hecho imposible cualquier atisbo de diálogo entre distintas interpretaciones historiográficas. Su actividad supone la destrucción de la comunidad de investigadores. En ese sentido, hoy estamos mucho peor que en los años ochenta del pasado siglo. El airado Viñas ha sido especialmente duro con el partido político VOX, al que ha calificado de “basura”, por haber conseguido que los nombres de Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero desaparezcan de las calles madrileñas. A su entender, eran dos auténticos representantes de la democracia republicana. 

Como ya hemos señalado, uno de los objetivos de este grupo de historiadores ha sido, y es, la renovación del mito de la II República, incluso como proyecto político inconcluso. A los noventa años de su advenimiento debemos discutir esta construcción historiográfica.

Para empezar, podemos preguntarnos si la II República fue realmente un régimen político dotado de legitimidad. En mi opinión, no. Sin duda, fue un régimen “legal”, pero no nunca llegó a conseguir una legitimidad plena. Hace años, leyendo el célebre libro del historiador italiano Guigelmo Ferrero, liberal antifascista muerto en el exilio, El poder. Los Genios Invisibles de la Ciudad, me asaltó la duda. En una de sus páginas, Ferrero definía a la II República española como un régimen político “prelegítimo. Y es que, para el historiador italiano, la misión del poder político es la de acabar con el miedo, que es el sentimiento fundamental del hombre frente al mundo. A ese respecto, el requisito fundamental es la legitimidad, es decir, el ejercicio del poder según principios compartidos entre gobernantes y gobernados, a través de diferentes fórmulas políticas. Naturalmente, un principio de legitimidad no puede establecerse en frío. Solo es eficaz si está en armonía con los mores, la religión, la mentalidad y los intereses económicos de una determinada época; en definitiva, cuando es vivido como una creencia, que nadie puede poner en duda. La II República fue un régimen político legal, pero no legítimo para un extenso sector de la sociedad española de la época. 

A lo largo de su efímera y precaria existencia, la II República nunca logró articular una fórmula política aceptada por la mayoría de la población. Y es que no debemos olvidar que los republicanos estuvieron dispuestos a instaurar su alternativa, como lo demuestran las intentonas de Jaca y Cuatro Vientos, mediante el golpe de Estado militar. Y que, finalmente, su advenimiento no fue producto de una transición pactada, sino producto de una movilización de carácter revolucionario. No en vano, Luis Araquistain, el intelectual orgánico de Francisco Largo Caballero, definió el advenimiento del nuevo régimen como una “revolución legal”. No deja de ser significativo que Carl Schmitt definiera de la misma manera la llegada de Hitler al poder. Sin duda, la Monarquía había perdido su legitimidad. La sociedad, deferente de notables, dejaba paso a una realidad mucho más conflictiva. La II República nació escorada a la izquierda. El liberalismo radical y el socialismo ocupaban el poder por vez primera en la historia de España. Sin embargo, las izquierdas se hallaban profundamente divididas en sus proyectos políticos y sociales. Las dos grandes tendencias del movimiento obrero, socialistas y anarquistas, tenían ideas muy distintas sobre la naturaleza del proceso sociopolítico. Como se demostró en octubre de 1934, un sector muy importante del PSOE, el liderado por Francisco Largo Caballero, tuvo una visión instrumental del régimen republicano, que concibió exclusivamente como vía hacia el socialismo. La CNT fue una fuerza claramente disruptiva durante todo el período republicano: insurrecciones periódicas, huelgas y recurso permanente a la violencia.  Los nacionalismos periféricos nunca renunciaron a la independencia. Por otra parte, las Cortes constituyentes de 1931 no fueron representativas del conjunto de la sociedad española; y dieron lugar a un texto constitucional que nunca fue aceptado por unas derechas que carecían de representación y por un sector tan decisivo y numeroso como los católicos, por su contenido socializante y abiertamente secularizador y anticlerical. Según documentó la historiadora María Dolores Gómez Molleda, en las cortes constituyentes tuvieron presencia 150 diputados adscritos a la masonería, lo que explica el contenido abiertamente anticlerical de la legislación republicana. Sin duda, hubo unas derechas, como los monárquicos alfonsinos y los carlistas, irreductibles; pero no hay duda de que la Iglesia y un sector del catolicismo estuvieron abiertos al pacto. La Constitución de 1931 fue aprobada sin el recurso al referéndum del conjunto de la población. Poco antes del estallido de la Guerra Civil, Niceto Alcalá Zamora, primer presidente de la República, publicó su obra Los defectos de la Constitución de 1931, reconociendo los errores de aquel anómalo proceso constituyente. 

Ramiro de Maeztu señaló que la II República, a diferencia de la francesa, no disponía de un León Gambetta, es decir, un líder flexible y oportunista capaz de mediar entre los distintos intereses sociales.  Con su habitual estolidez política e intelectual, José María Aznar caracterizó a Manuel Azaña como un político “integrador”, cuando fue todo lo contrario. El contenido de sus diarios, que sin duda Aznar nunca leyó, delata su talante sectario. Por eso, resulta muy significativa la descripción de su encuentro con el líder católico Ángel Herrera Oria, que se mostraba abierto a un pacto con el nuevo régimen. El desprecio de Azaña fue absoluto; lo describe como un “jesuita de capa corta”, “risible y sin ningún interés”. Por supuesto, desoyó sus demandas. Y es que el anticlericalismo del alcalaíno resultaba patológico. El gran error de su discurso de octubre de 1931 no fue declarar que “España ha dejado de ser católica”, sino el decir a continuación que el número de católicos españoles resultaba políticamente irrelevante. En su proyecto político, no existía espacio político para la derecha católica. La izquierda estaría representada por el PSOE; la derecha por el Partido Radical de Alejandro Lerroux; y el centro por su partido, Acción Republicana primero e Izquierda Republicana después. El resto estaría fuera del campo político. Incluso, en alguna ocasión, llegó a decir que la derecha republicana era él. Como hubiera señalado Michael Oaskhesott, Azaña fue el típico “racionalista político”, que operaba en abstracto, sin contar seriamente con el sistema de condicionantes, en que se hallaba inserto el presente, soslayando las tensiones que desataba y despertaba su proyecto presuntamente modernizador. 

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