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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

lunes, 29 de julio de 2024

El robo del fuego olímpico / por HUGHES


'Podría decirse que la Francia de Macron-Coubertin y el globalismo prometeico también han robado el fuego a Zeus, rey del Olimpo y del olimpismo hasta antes de ayer'

El robo del fuego olímpico

HUGHES
La Gaceta/28 de Julio 2024
Al acabar la ceremonia, Macron escribió con júbilo y orgullo (fierté): «This is France». Es Francia, esto es Francia. Al menos una Francia, su Francia.

La ceremonia fue novedosa. Salió del estadio, del recinto deportivo y se fue a la ciudad, a Paris, «el Vaticano de la Razón», y a su río, el Sena, por el que entraban fluyentes las delegaciones y los conceptos.

Esa ruptura del escenario olímpico era lo primero que llamaba la atención; lo segundo, quizás, era la desaparición de lo griego, de las referencias olímpicas clásicas. Luego veríamos que sí aparecerían…

Fue, y eso es normal, una celebración del país organizador: Francia, la France, que embutió su historia desde la revolución francesa hasta la actualidad con coherencia y síntesis. Celebrar la sangre y una decapitación, la de María Antonieta, es algo que esperaríamos de los talibanes, pero Francia lo hizo, y supo unir esa inicial matriz revolucionaria con lo actual, ampliando así el lema republicano, «Liberté, egalité, fraternité», con otros como solidarité o sororité. Esta ceremonia olímpica superconceptuosa certificó el ensanchamiento de lo republicano francés hasta el globalismo digamos woke, LGTBI o DEI (diversidad, equidad, inclusión), siglas del Partido Demócrata universalizadas por el pulverizador onu-otanesco, revoluciones legales modernas herederas de aquella revolución que se celebró como madre de lo francés.

La línea directa entre 1789 y lo globalista quedaba representada en el Sena, y a ella se iba añadiendo lo francés debidamente adaptado: la música, el amour, el can-can, incluso la (re)construcción de catedrales, muy cerca de lo indecible, antes por secreto, ahora por demasiado dicho.

Francia se interpretó así, así se quiso presentar al mundo con una verdad: «Esto, todo esto que celebramos hoy mezclado de paz y deporte, viene de nuestra sangre y nuestras decapitaciones». La otra sacudida fue precisamente a lo olímpico, sacado del estadio y de algo más.

Lo olímpico fue sometido a un nuevo reciclado histórico. Si el barón de Coubertin hizo una revisión interesada y oportunista del olimpismo griego a inicios del siglo XX, la Francia de 2024 hace del olimpismo una fiesta de la inclusión y la diversidad a través de una Francia siempre revolucionaria. ¡Cómo iba Macron a desperdiciar la ocasión de ser él también un poco Coubertin!

Sobre el Sena, como tapis roulant, fluir heraclitiano, tiempo que no vuelve, pasaban las naciones, los deportistas y la ceremonia toda con una sensación flotante de lucha en el ambiente. Como si en esa bruma de todo lo ribereño lucharan dos impresiones. La difícil decantación entre la luz y la sombra, lucha tan parisina, entre la lluvia y el sol, el agua y el fuego, lo bello y lo feo.

Porque parecían enfrentarse allí la tendencia a la belleza con la huida de lo bello, una huida instintiva. Más que dos cultos en liza parecían dos inclinaciones, dos naturalezas.

Las cosas no sabían del todo qué ser.

No era una ceremonia griega, no se citó a lo griego olímpico clásico que conocíamos. El olimpismo se le quitó a Apolo y a Zeus y se le dio a Dioniso, que fue el dios que apareció al final, saliendo de una Última Cena.

Dionisos salía rodeado de su mundo de faunos, de silenos barbudos, de ménades no normativas en algo orgiástico. En el centro, una mesa de Dj, unos platos, algo festivo, hacia el delirio, hacia el fin de la noche, donde la luz se junta con las sombras. A alguien, andrógino quizás, ¡flop! se le salía un testículo. Era como un friso báquico, pero inequívocamente mandaba allí un Dioniso azul, y era dionisiaco lo que había en esa troupe.

La figura del trans o drag barbudo, contoneante mujer barbuda de todas las razas y ninguna, parecía integrarse perfectamente en ese homenaje a lo dionisiaco, como gárgolas parisinas con tacones bajando de Notre Dame. Desde principios de siglo no hubo fiesta en la que no surgiera, como animador, el drag, drag queen, agente carnavalesco que ahora gana una simbología especial como criatura mitológica de nuestro tiempo, un poco sileno, otro poco ninfa; mitad fauno, mitad centauro: a esa criatura de Dioniso, del séquito de Dioniso, se le deben acercar niños, no tanto por algo directamente pedófilo, como por la sugerencia de un culto, igual que al lado del baphonet se colocan un par niños para declararlo deidad alternativa, figura inofensiva digna de adoración.

La burla de lo cristiano es evidente y quizás sea algo distinto a la burla, otra cosa. Lo cristiano había quedado abandonado antes en la ceremonia, secularizado, disecado en santurronería pop en el Imagine de John Lennon, kantiana matraca, paz en el mundo, fin de las naciones; luego, cuando se vuelve a citar lo cristiano en la Última Cena se cita sin Cristo, figura ya demasiado exigente, demasiado sofocante, virtuosa, excluyente… No es sólo una broma, una travesura francesa, una irreverencia más, es una forma de sustitución: donde debería estar esa figura, surgen otras…

En ese vacío se colocan figuras de sustitución, y sirva este Dioniso azul, un poco bufo, para ultimar el robo olímpico, pues las olimpiadas se le arrancaban a Apolo, al orden, la armonía y se le daban al orgiástico Dioniso, figura de la transformación, de la inversión del tiempo, enemigo y destructor del orden, de todo orden, dios de una ira capaz incluso de actuar contra el parentesco; divinidad de la separación instintiva absoluta que se proyecta como una fuerza primigenia de la vida y que abre, en su ebriedad y éxtasis festivo, en su alteración del tiempo, la puerta de lo oscuro, de la muerte, del trasmundo, del Hades, inframundo al que… ¿no se llega en río?

Luego vemos aparecer en el Sena a lo que no sabemos aun si era Juana de Arco —yendo paradójicamente hacia el fuego— o la deidad gala Secuana, diosecilla silvestre del Sena y de la revuelta, de la resistance (completando así el mito francés de la resistencia, sintetizadas en una figura utilísima lo femenino y la revuelta) y esa figura sin rostro, en un reluciente caballo metálico (no haría falta que fuera el caballo blanco del apocalipsis pues era ya en sí mismo algo inquietante, no sabemos si bello o tenebroso) como una Parca avanzaba hacia una tarea por el Sena/Estigia. ¿No nos sonaba eso a una mitología más reciente, como los caminantes blancos de Juego de Tronos, con algo frío, muerto, del trasmundo?

En toda la ceremonia nos debatíamos entre lo bello y algo incómodo y hasta perverso, igual que los presentes no sabían si quitarse o ponerse el chubasquero. ¡Inquietante y metafísico calabobos parisino!

Por ese río llegaba una criatura a caballo y reunía a las naciones en un ejército que contenía algo desasosegante, pues era un ejército para la paz, pero iba a la paz (una paz oscura, una paz-fuego, una paz si acaso purificada de ritual) de una manera amenazante. Entre esas naciones a caballo guiadas por lo que no sabemos bien qué era, deidad extraña con la bandera olímpica al cuello, no estaba Rusia, en lo que habrán de celebrar los rusos como otro feliz castigo de Occidente. Rusia fue la nación que no cabalgó bajo ese equívoco ente que, de nuevo, ¿qué era? ¿qué olimpismo báquico, dionisiaco, inarmónico y no apolíneo enarbolaba o representaba por una vía estigia ese ser femenino a caballo?

Había sido Dioniso, saliendo de un banquete eucarístico, ¡definitivo gato por liebre! el que había abierto la puerta, por la vía de la fiesta y el éxtasis, al Hades, a la muerte y allí iban las naciones guiadas por la deidad olímpica local, realización genial de Macron, ¡nuevo Coubertin que todo lo que toca lo convierte en lo mismo!

Pero era un olimpismo dionisiaco, esto es, caótico, contra el orden, y era una Francia revolucionaria, decapitadora, que a lo largo de una navegación del Sena sintetizaba genialmente la relación de parentesco entre la revolución de entonces y la de ahora, celebrando (confesando) que La Guillotina es abuela, continuidad (fluida, navegada, progresista) de lo mismo.

¡Nuevo olimpismo dionisiaco retratado por el genio francés de lo revolucionario!

Al final, el fuego llegó a un anciano blanco en silla de ruedas, el atleta francés vivo más antiguo, que lo tuvo un instante, un suspiro, antes de ofrecerlo a una vigorosa pareja de atletas negros que en representación de la Francia revolucionada actual, Francia que siendo otra se quiere la misma, encendieron un nuevo y distinto fuego olímpico.

La ceremonia no fue tanto un mensaje de satanismo globalista (aunque quizás sí) como la revelación inevitable, sincera, de una visión del mundo que niega más que revela en su incapacidad: la Francia de Macron redujo su historia en el curso fluvial del tiempo revolucionado y por allí quiso llevar lo olímpico, pero olímpico-dionisiaco, inarmónico, caótico, transformador, destructor, fuego de desorden interno que llegó a través de un misterioso agente olímpico divino, femenino y local, Juana de Arco o Secuana, puro genio francés que en un espacio misterioso, espectacular pero nunca bello, carente de algo, ligeramente escalofriante, lideró a las naciones bajo su bandera (abanderados abanderados) no se sabe si a un tiempo luminoso de paz o a una inquietante morada de los muertos.

Podría decirse que la Francia de Macron-Coubertin y el globalismo prometeico también han robado el fuego a Zeus, rey del Olimpo y del olimpismo hasta antes de ayer.

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