la suerte suprema

la suerte suprema
Pepe Bienvenida / La suerte suprema

sábado, 20 de julio de 2024

JUEGA ESPAÑA, JUEGA CATALUÑA / por Carlos García-Mateo


Los triunfos de la selección provocan muestras de júbilo y adhesión en las partes del país rendidas a la hegemonía separatista

JUEGA ESPAÑA, JUEGA CATALUÑA

Carlos García-Mateo
En aquel figón, larga barra de acero y fiel parroquia, iba el ambiente caldeándose a medida de las horas, hasta que un señor en pantalón corto soplara su silbato. Sería lejos, en Múnich, a las nueve en punto de la tarde. España disputaría un puesto en la final de la Euro frente a la escuadra gala, memoria de tirrias seculares. Nuestro lugar, el mesón donde transcurre esta crónica, fue fundado en Barcelona por una familia de gallegos en la década de los cincuenta. Qué hubiera sido de la Condal sin los gallegos, sus modestos locales de barrio donde comer pulpo a feira o las altas marisquerías con acuarios de centollas y langostas. Carballeira, Rias, Estrela Galega, Solera, Botafumeiro, O’Retorno, los incontables O’vall d’Ouro o un modestísimo Rias Baixas que tras la jubilación del propietario regenta hoy una familia china, destino de la mundialización.

Durante la previa balompédica, un camarero se afanaba con el grifo de rubia mientras el propietario hacía desfilar platos de oreja, tortilla de patata, croquetas y paletilla de Guijuelo. El aporte culinario catalán, observé, consistía en la esqueixada de bacalao en salazón, o “momificado”, como diría Vázquez Montalbán. La fauna bebía, comía y comentaba con ese tono atarantado que toda expectación deportiva despierta. Al trasiego de sentencias, vasos y platillos contribuían dos comisarios de policía retirados, una cuadrilla de vecinos exiliados de sus casas, el callista de al lado, tres hombres con corbata (quizás picapleitos) y unos cuantos solitarios, mirada fija en la televisión. Al fondo de la barra, espectros de la melancolía, dos veteranas meretrices bebían tinto de verano.
Lo que siguió, durante la retransmisión del partido y el postrero triunfo, debió repetirse en toda la geografía nacional. Fenómeno aguerridamente unitario, que existe y se manifiesta a veces. También, por supuesto, en esta Cataluña donde la moral oficial, el consenso pujolista, concede apenas unas migajas identitarias a quienes se sienten españoles. Pero, ¿qué había sucedido fuera de aquel mesón, donde los policías daban órdenes a la defensa, el dueño hizo saltar por los aires un plato de pimientos de Padrón al celebrar el segundo gol, los abogados se ataron las corbatas en la frente y el callista abrazó a una de las señoritas distraídas?

Me apresuré, móvil y champán en mano, a preguntar a algunos amigos catalanes qué noticias tenían del ambiente. Mi corresponsal en la Costa Brava daba cuenta de ruido de petardos, cánticos, camisetas y banderas rojigualdas. Y un espía me decía que en el Casino de Cadaqués no cabía un alfiler. Allí, en Gerona, donde el virus procesista había reinado con su tristeza, ese languidecer de los espíritus típico del totalitarismo, muchos jóvenes celebraban alegres por la selección. Las claves podrían ser, apuntaba mi siempre sagaz informador, el hartazgo indepe y, también, una identificación con el estilo de juego cruyffista (y hasta guardiolista) que ha implantado Luis de la Fuente.

Otros amigos contaban que Hospitalet era una fiesta, coches quemando bocina en las calles; y lo mismo en Sabadell o en el parque Gran Sol de Badalona (en la foto de cabecera). Una cosa interclasista, las terrazas bien de Mandri o Muntaner se abarrotaron de chavales ataviados con la camiseta oficial. Y en la plaza Calvo Sotelo, político asesinado por milicianos en 1936, una multitud festejaba la victoria. Sin duda llevados por ese empuje voluntarista tan típico del púber, gritaban “¡Puigdemont a prisión!”, almas cándidas en un país de hondas podredumbres.

El caso es que el domingo de la gran final se repartirán migajas. Así lo han decidido —gracias por tamaña generosidad— algunos alcaldes, que anunciaban la instalación de monitores gigantes en municipios cuales Castelldefels o Terrassa. “La gente nos pide pantallas para ver a la selección”, afirmaban. Y Parlón, quien sostiene la vara colomense, exclamaba: “¡Santa Coloma con La Roja!”. Incluso el barcelonés Collboni hará lo propio, cancelando así la tradicional tacañería nacionalista de Colau, alérgica a cualquier idea de España excepto por el fantástico sueldo que le paga. Y no es que el actual edil se haya vuelto libertario, o sencillamente demócrata, al permitir que quien quiera pueda ver el partido y festejar (o llorar) en la calle que fue de todos. Se trata sólo de una concesión, de un magnánimo gesto nacionalsocialista para con el pueblo.

Por otra parte, la izquierda hiperventilada quiso amortizar el triunfo español. A vueltas con el tema de la inmigración y los menas, buscó rédito político a costa de estos chicos disciplinados y talentosos que vencieron a la Francia de Mbappé, el de las lecciones sobre el votar bien. Los pelmas de siempre pusieron al catalán Yamal en el objetivo, proyectando sus obsesiones identitarias. Ese muchacho de Rocafonda que le pegaba al balón frente a la churrería La Sorpresa fue seleccionado para la particular hoguera de las vanidades populistas. Que si hubiera sido un mena a ver qué, que si estaba “racializado” (racismo freudiano, diputada Montero), que si había sufrido discriminación en el barrio. Comparte la izquierda con el nacionalismo catalán la imposibilidad de la alegría. Y esa incontenible voluntad de amargarnos siempre la vida a los demás.

Caía la noche y en aquel mesón barcelonés apenas quedaban dos o tres almas solitarias, resistentes a la idea de volver a casa. Se habían retirado las joviales corbatas, la policía severa, las mujeres sin nombre. El jefe pasaba un paño húmedo por la barra y apagaba la luz del expositor. La atmósfera tenía la belleza de una resaca. Cataluña, los otros catalanes, habían celebrado algo; se diría incluso que habían ganado algo, quizás un espejismo, quizás unas horas de comunión nacional.
--

No hay comentarios:

Publicar un comentario