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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

sábado, 21 de septiembre de 2019

LA PIEDAD EN EL BUS / por Ángel Pérez Guerra


 Todo se asemejaba a una Piedad. Sólo que el respeto del pueblo cristiano nunca nos ha legado una representación de la Virgen con el Hijo yerto en sus brazos en la que besara su cabeza como lo hacía esta mujer del autobús. 

LA PIEDAD EN EL BUS

Ocurrió inesperadamente, a modo de sorpresa desconcertante que perfora las murallas del distanciamiento convencional al que nos vemos abocados cuando subimos a un autobús urbano. Nos acaece en tal circunstancia que entramos en una especie de programación deshumanizada, como si fuéramos en realidad un apéndice de la tarjeta que acabamos de pasar por el lector interpuesto entre la persona que conduce y la usuaria del servicio.

Uno sube a esta nube andante, este caballo de Troya que traquetea entre frenazos y arrancadas y queda como suspenso buscando con la mirada el paisaje de fuera. Pero a veces, dentro suceden cosas más agitadoras que al otro lado de la ventanilla. Como por ejemplo ésta de que les hablo. El vehículo en el que viajábamos sufrió una avería que nos obligó a bajar de él para tomar otro estacionado detrás. Los pasajeros fuimos trasladándonos ordenadamente. La refrigeración interior invitaba a refugiarse dentro. Acomodados en nuestros asientos los que pudimos, cada cual volvió a sus rutinarias dispersiones interiores, confiados en que nuestro “pastor” nos llevaría por caminos seguros hasta nuestro destino, convenientemente anunciado por la grabación ambiental.

Todo parecía haber vuelto al orden establecido, cuando algo cambió mi percepción de las cosas y, según supe después, también la de otros. Fue la figura de una mujer joven y rellenita de carnes que sostenía en sus brazos el cuerpo de un niño como de dos años de edad. El acelerón del bus le hizo perder la estabilidad, aunque algo surgió en ella entonces que le afianzo contra todo pronóstico mientras una voz desacompasada gritó “¡espere!”, sin éxito. El movimiento visual y el sonido gutural atrajeron la atención de muchos. Fue en ese momento cuando pude ver el rostro de aquel niño cuyos ojos azules se posaban en la nada a la que le obligaba la falta de fuerzas que su cuerpo padecía. La cabeza, floja, le colgaba del cuello. Su madre se valía de cada fibra de su físico para evitar que ambos fueran al suelo. Y lo consiguió. Se clavó en el asiento amortiguando con sus brazos el cimbronazo en el inmóvil perfil del infante. Todo se asemejaba a una Piedad. Sólo que el respeto del pueblo cristiano nunca nos ha legado una representación de la Virgen con el Hijo yerto en sus brazos en la que besara su cabeza como lo hacía esta mujer del autobús. Sin parar, unos besos suaves, cuidadosos, acompañados de caricias con los labios, establecedores de un cordón umbilical invisible pero poderoso, que enseguida relajaron manifiestamente a aquella criatura cuyo campo visual, si lo tenía, seguía siendo el que marcaba la despótica ley de la gravedad.

Siguió besándole durante todo el trayecto, una vez que conectó un cable que debía ser la otra necesidad de comunicación a la que permanecía atado ese niño de forma continua. La primera —claro está— era el cariño de su madre, copiosamente administrado. Subió una pareja joven con una recién nacida en un cochecito. Pronto empezó a llorar estruendosamente. Parecía increíble que de aquel menudo cuerpo saliera tan caudaloso torrente. Sus inexpertos padres le atendieron azoradamente, con avidez. Observé que la “Piedad” había caído en la cuenta de mi insistente espionaje y llevé mis ojos de voyeur a la otra escena. Me apeé en mi parada y dejé “arriba” a ambas imágenes de la Vida, restallante la una, dolorosa la otra. Tan distintas, tan unidas por un mismo fenómeno, que mueve el mundo: el amor, con su dobladillo de inevitable pena, en este caso piadoso. 
Evoco la escena y resuenan en mí algunas meditaciones de Marco Aurelio, de indudable estirpe senequista, tan española y andaluza. Frente a tanta ignominia instalada en la alta y en la baja políticas, tanta soberbia, tan fatuo desprecio de la maternidad, aquella mujer iba por el mundo, a lomos de un autobús, soportando las sacudidas con una sonrisa imperturbable en su rostro, generador de ternura, por si la mirada de su hijo, errática y gobernada por las atroces circunstancias, se encontraba con la suya, que le había transmitido la existencia.
Y sí, creo que los defensores del aborto deberían subir cada día a ese autobús.

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