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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 22 de junio de 2021

Cincuenta y seis segundos de infamia / por Juan Manuel Rodríguez

Y el paseíllo. Cabezas gachas. Futbolistas que hablan entre ellos. Otros que miran el móvil. Alguno que, a buen paso, tiene como objetivo la puerta salvadora del autobús de la federación, a la que miran de frente. Manos en los bolsillos. Aire apático, distraído. Un trámite, en suma. Cincuenta y seis segundos, en fin, que abonan la idea de que Luis Enrique Martínez Superstar ha logrado lo que nadie creyó que conseguiría jamás, una desconexión total entre los seguidores y su equipo

Cincuenta y seis segundos de infamia

Cincuenta y seis segundos. Eso es lo que duró exactamente el paseíllo de la infamia, cincuenta y seis segundos. Los cronometré. Desde que los futbolistas de Luis Enrique salen del hotel hasta que suben al autobús pasan cincuenta y seis segundos. A un lado y a otro, pese a todo, pese al fútbol insulso del equipo nacional, pese a la abulia mostrada por los jugadores de Luis Enrique, aficionados dispuestos a animar a España. Y el paseíllo. Cabezas gachas. Futbolistas que hablan entre ellos. Otros que miran el móvil. Alguno que, a buen paso, tiene como objetivo la puerta salvadora del autobús de la federación, a la que miran de frente. Manos en los bolsillos. Aire apático, distraído. Un trámite, en suma. Cincuenta y seis segundos, en fin, que abonan la idea de que Luis Enrique Martínez Superstar ha logrado lo que nadie creyó que conseguiría jamás, una desconexión total entre los seguidores y su equipo, un equipo que transmite la sensación de que no quiere mezclarse con el pueblo, que les viene pequeño, que no les entiende.

Esa gente de la que, por obvios motivos de seguridad, protege la policía a la selección; esa gente que aparece tras las vallas agitando banderitas rojigualdas; esa gente se ha tomado la molestia de arreglarse, coger su coche o cualquier otro medio de transporte e irse hasta el hotel de España para, apilada y como si estuviera en una lata de sardinas y, por si ello fuera poco, en plena pandemia, gozar del privilegio que a alguien le debe suponer aún observar durante menos de un minuto a unos tiarrones dirigirse hacia un autobús.

Esos aficionados sólo esperan un detalle, un gesto, un guiño de la estrella de turno. Los críos que allí están sueñan probablemente con sus ídolos y un garabato dibujado distraídamente y deprisa y corriendo sobre un balón o una camiseta que sujetan temblorosos es su premio gordo de la lotería. Pero ni eso. 

Esta selección nacional ganará o perderá (hasta el momento sólo ha sido capaz de empatar) pero lo hará con la frialdad de un pez. Ya no es sólo un sector de aficionados el que se ha desenganchado, no, ahora es la inmensa mayoría.

Un auténtico líder no hubiera consentido ese paseíllo de cincuenta y seis apáticos segundos. Un verdadero líder habría hablado antes con sus jugadores y les habría explicado que, puesto que las cosas no van nada bien deportivamente hablando, a la afición hay que darle más cariño que nunca. Las emociones también se trabajan como se trabajan las jugadas de estrategia. Un líder les habría dicho a los futbolistas, chicos, ya visteis el sábado cómo están los aficionados, muy mosqueados con nosotros. Ahora, cuando salgamos hacia el autobús, cariño, mucho cariño. El problema de esta selección es que no cuenta con un líder y, si lo tiene, está en su casa viendo los partidos por la televisión. El problema de esta selección no es ya que no transmita dentro, que no lo hace, el problema es que tampoco lo hace fuera. El problema de esta selección es que su capitán se llama Jordi Alba y acaba de estrenar el brazalete en una Eurocopa. Es un equipo triste, un equipo que ha llegado a Sevilla con la toalla al hombro y las chancletas puestas, una selección que parece haber asumido su papel de actor secundario, un equipo que tiene prisa por acabar cuanto antes y que cuando ve a su afición parece estar viendo al enemigo. Es una España protocolaria, una que no conecta, que no empatiza y que se revuelve a la primera crítica.

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