Joaquín Albaicín
Escritor y cronista
La vida estival va transcurriendo, en Sevilla, entre huevos rotos y solomillos vuelta y vuelta en “Volapié”, cantes por bulerías a pelo de Antonio “El Marsellés” y homenajes a Miguel Loreto, un cofrade para el recuerdo, una leyenda entre costaleros, nazarenos y armados al que amigos y admiradores están agasajando por doquier a cuento de su despedida como capataz del Cristo de la Sentencia, después de treinta y tres años al mando del paso. “O se le quiere, o se le odia”, dice su sobrino Rafael. Pasa lo mismo con el toreo de su pariente, Julio Aparicio.
Yo ya tenía el artículo conmemorativo de su adiós no tanto como preparado, pero sí más o menos en gestación, desde que vi entrar en La Campana el paso de “La Borriquita” y me acordé de que la palmera, que protege del rigor solar a Jesús, es el habitáculo tradicional del Ave Fénix. Ya me venían las ideas, las frases, los floreos a la cabeza: Miguel lleva el paso de “La Sentencia”, y una sentencia iba a ser cada uno de los muletazos de Julio a los de Cuvillo. La ovación de gala a Miguel en La Campana iba a fundirse en la historia con la recibida por Julio en la boca de riego de la Maestranza. Julio iba a resurgir como el Ave Fénix, y todo eso… Que no son, perdónenme que les diga, recursos baratos ni facilotes, porque hay que saber un poco de mitología celeste y terrena, es decir, de cosas acerca de las cuales casi todo el mundo —y discúlpenme otra vez- está pez. Que hay que estar puesto, vamos.
Pero vino la lluvia a cargarse la Semana Santa y, con ella, la despedida formal de Miguel, como los aires de la plaza -poco después- a postergar la nueva entrada en Jerusalén y el renacimiento de de Julio de sus propias cenizas. Si nunca llueve a gusto de todos, esta Semana Santa el agua no cayó al de casi nadie.
Pero la vida está hilada también con los hechos llevados a cabo en el mundo de la imaginación y de los sueños, tan reales o más que los reseñados por los anuarios y estadísticas de la vida cotidiana oficial. Salvador Dalí señaló un día, entre sus obras nunca realizadas, su pensamiento de arrojar a Gala al vacío desde lo alto de la catedral de Toledo. Por lo que fuera, nunca llegó a consumar aquella su obra maestra. No sabemos de qué habría muerto la tarotista y ninfómana rusa, si por el impacto físico contra el polvo toledano o por el éxtasis del impacto artístico.
De cualquier modo, ni para decir adiós ni para resucitar hace falta ni a Miguel ni a Julio lanzarse al abismo desde las amuras de ninguna catedral. Algo de la propia naturaleza de la catedral, del vértigo y del impacto reside permanentemente en ellos y en sus silencios, como en todos los individuos que, sin pretenderlo, encarnan en sus personas y despiden en cada uno de sus gestos el alma eterna de una calle, un templo, un arte o una fe. ¡Ay de aquellos no predestinados, ya desde antes de su concepción y hasta milenios después de haber muerto, para palpitar al unísono con el corazón sutil de los lugares que les vieron nacer, llorar, amar, triunfar, caer y volver a levantarse!
Después de haber sido testigo de cómo Manzanares ha sido capaz de devolvernos la suerte de matar a recibir, no me cabe la menor duda de que la recuperación del Códice Calixtino o la próxima faena para la historia de Julio Aparicio son mera cuestión de tiempo. En cuanto a Miguel Loreto, abandonados ya los trastos de capataz, yo le visualizo apoderando a algún torero. ¿Por qué no? Miguel Loreto, que no en vano viene de familia de marisqueros, como “El Pipo”, bien podría hacer con Curro “Chicuelo” u otra joven promesa lo que aquel hizo con “El Cordobés”. Cosas que se le ocurren a uno, sí. Pero es que, de una manera u otra, hay que estar en el lío.
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El Imparcial.es
Escritor y cronista
La vida estival va transcurriendo, en Sevilla, entre huevos rotos y solomillos vuelta y vuelta en “Volapié”, cantes por bulerías a pelo de Antonio “El Marsellés” y homenajes a Miguel Loreto, un cofrade para el recuerdo, una leyenda entre costaleros, nazarenos y armados al que amigos y admiradores están agasajando por doquier a cuento de su despedida como capataz del Cristo de la Sentencia, después de treinta y tres años al mando del paso. “O se le quiere, o se le odia”, dice su sobrino Rafael. Pasa lo mismo con el toreo de su pariente, Julio Aparicio.
Yo ya tenía el artículo conmemorativo de su adiós no tanto como preparado, pero sí más o menos en gestación, desde que vi entrar en La Campana el paso de “La Borriquita” y me acordé de que la palmera, que protege del rigor solar a Jesús, es el habitáculo tradicional del Ave Fénix. Ya me venían las ideas, las frases, los floreos a la cabeza: Miguel lleva el paso de “La Sentencia”, y una sentencia iba a ser cada uno de los muletazos de Julio a los de Cuvillo. La ovación de gala a Miguel en La Campana iba a fundirse en la historia con la recibida por Julio en la boca de riego de la Maestranza. Julio iba a resurgir como el Ave Fénix, y todo eso… Que no son, perdónenme que les diga, recursos baratos ni facilotes, porque hay que saber un poco de mitología celeste y terrena, es decir, de cosas acerca de las cuales casi todo el mundo —y discúlpenme otra vez- está pez. Que hay que estar puesto, vamos.
Pero vino la lluvia a cargarse la Semana Santa y, con ella, la despedida formal de Miguel, como los aires de la plaza -poco después- a postergar la nueva entrada en Jerusalén y el renacimiento de de Julio de sus propias cenizas. Si nunca llueve a gusto de todos, esta Semana Santa el agua no cayó al de casi nadie.
Pero la vida está hilada también con los hechos llevados a cabo en el mundo de la imaginación y de los sueños, tan reales o más que los reseñados por los anuarios y estadísticas de la vida cotidiana oficial. Salvador Dalí señaló un día, entre sus obras nunca realizadas, su pensamiento de arrojar a Gala al vacío desde lo alto de la catedral de Toledo. Por lo que fuera, nunca llegó a consumar aquella su obra maestra. No sabemos de qué habría muerto la tarotista y ninfómana rusa, si por el impacto físico contra el polvo toledano o por el éxtasis del impacto artístico.
De cualquier modo, ni para decir adiós ni para resucitar hace falta ni a Miguel ni a Julio lanzarse al abismo desde las amuras de ninguna catedral. Algo de la propia naturaleza de la catedral, del vértigo y del impacto reside permanentemente en ellos y en sus silencios, como en todos los individuos que, sin pretenderlo, encarnan en sus personas y despiden en cada uno de sus gestos el alma eterna de una calle, un templo, un arte o una fe. ¡Ay de aquellos no predestinados, ya desde antes de su concepción y hasta milenios después de haber muerto, para palpitar al unísono con el corazón sutil de los lugares que les vieron nacer, llorar, amar, triunfar, caer y volver a levantarse!
Después de haber sido testigo de cómo Manzanares ha sido capaz de devolvernos la suerte de matar a recibir, no me cabe la menor duda de que la recuperación del Códice Calixtino o la próxima faena para la historia de Julio Aparicio son mera cuestión de tiempo. En cuanto a Miguel Loreto, abandonados ya los trastos de capataz, yo le visualizo apoderando a algún torero. ¿Por qué no? Miguel Loreto, que no en vano viene de familia de marisqueros, como “El Pipo”, bien podría hacer con Curro “Chicuelo” u otra joven promesa lo que aquel hizo con “El Cordobés”. Cosas que se le ocurren a uno, sí. Pero es que, de una manera u otra, hay que estar en el lío.
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