Curro Vázquez fue una debilidad de este crítico, un torero de culto al que durante años seguí por un montón de plazas. Por la casi totalidad de las corridas que contrataba en una época de tanta pasión que únicamente me faltó durante esos inviernos cruzar el charco y seguirlo por América. Fue el sucesor natural de la infinita pasión que tuve desde niño por Julio Robles, el que siempre fue mi torero y a quien en esos años que te bebes la vida, sin día ni noche, se organizaban los fines de semana alrededor de las plazas que iba a torear nuestro Julio, siempre acorde a las posibilidades de entonces. Eso si, el sitio de Julio en mi alma de aficionado nadie lo podrá llenar.
Silencio: ¡Torea Curro Vázquez!
Paco Cañamero
Glorieta Digital / 4 febrero, 2022
Aquella pasión se rompe el trece de agosto de 1990 con el terrible percance de Beziers y, desde ahí, uno queda huérfano, igual que un perro sin amo y desnortado en el inmenso planeta taurino. Con el divo roto y postrado en una clínica francesa, enfrente del Mediterráneo, tratando de salvar su vida con su cuerpo lleno de tubos y de cables. A partir de entonces era llegar a una plaza –ya estaba inmerso desde hacía unos años en las labores del periodismo taurino- y se caía el alma con su nombre ya apeado de los carteles. Más cuando tantos aficionados se acercaban para preguntarte por Robles y ver qué tal estaba, porque Julio Robles fue un gran amigo hasta el última día de su vida.
La vida sigue y por aquellos tiempos empecé a seguir con más pasión, también por la influencia de Alfonso Navalón, de quien entonces era compañero y desbordaba sus pasiones antoñetista y currovasquista. Y a partir de entonces Curro Vázquez, ese Rubio de Linares, que era la debilidad de Madrid y un torero de culto para los aficionados de postín, fue el torero que más me llenaba en sus tardes de inspiración. Curro, el Curro de Madrid, cada poco regalaba alguna lección de arte con momentos para enmarcar dentro de una época donde disfrutamos de muchas actuaciones de relumbrón en Las Ventas, en la misma plaza que lo ví salir en hombros en la Feria de Otoño de 1989 tras desorejar a un Victorino y en vísperas de salir Julio Robles en volandas tras torear una santacolomeña corrida de Buendía, en una anochecida madrileña donde todos los roblistas acariciamos el cielo con las manos.
A Curro Vázquez lo seguí con desbordada pasión y fui testigo de aquel fantástico San Isidro de 1994 donde cuajó dos faenas y estuvo a punto de salir en hombros las dos tardes contratadas, en una de ellas, bajo un aguacero, bordó el torero con un Valdefresno y mereció llevarse para su casa todos los premios; sin embargo esa misma feria Julito Aparicio inmortalizó a Cañego, un toro de Alcurrucén con una faena de leyenda, plena de inspiración y torería, que se alzó con todas las distinciones. Después, aquel mismo año le vi varias tardes más –Curro no era un torero que se prodigase a la hora de firmar contratos- y la que iba a ser la culminación de su carrera (¡Se va el maestro!, anunciaban los carteles) con una corrida otoñal en solitario de seis toros en Las Ventas para decir adiós al grito de ¡torero, torero!
Estuvo unos años alejado, se dejaba ver por las plazas, toreó algún festival y una tarde en Valencia, en el homenaje al Soro, a su amigo Vicente, Curro Vázquez destapó el tarro de las esencias y el bicho del toreo lo volvió a picar con su veneno para hacerle desfogar el terno de luces en su última vuelta a los ruedos. Y llegó la reaparición de la mano de Rafael Corbelle, que ya había colgado su traje de máxima figura entre los hombres de plata y triunfaba como apoderado, siempre muy cerca de los Lozano, empresarios de Madrid.
Era el invierno de 1997 y Curro se preparó mucho en el Campo Charro. Frecuentó las ganaderías del Puerto de San Lorenzo, El Pilar, Valdefresno, Sepúlveda, Sánchez Arjona, Montalvo, Alipio Pérez-Tabernero, Charro de Llen… y luego después de las faenas camperas acudía a merendar con su amigo Julio Robles, quedándose incluso alguna vez a dormir en la finca de La Glorieta. Ya en primavera se anunció San Isidro y fue contratado tres tardes las tres en lunes, por lo que aquel ciclo isidril se dio en conocer como el de los lunes de Curro Vázquez. Para completar la preparación mató también varios toros en la vieja plaza de Santa Cruz, de Ciudad Rodrigo, cuando ese coso, donde por entonces guardaba su caballos el rejoneador local Juan Luis Perita, ya escribía su réquiem, aunque por entonces se mataban muchos toros a puerta cerrada, gracias a una sociedad que crearon el torero José Luis Ramos y el empresario Ángel Corral, quienes compraban en las ganaderías de la zona reses de deshecho e inútiles para la lidia y se aprovechaban para el entrenamiento. En una de aquellas veces, el gran Curro Vázquez, que cuando iba a matar un toro a puerta cerrada se instalaba en La Ponderosa de Sancti Spíritus, bordó una faena antológica ante un colorao de Raboso. Un privilegio para las escasas personas que disfrutamos de aquella torrente de arte y torería.
Vestido con un viejo verde botella y oro que le llevó su hermano José María, a la vez mozo de espadas, con la ayuda de un par de banderilleros, su fiel Pali, Pirri y Briceño, junto al picador Victoriano El Legionario, Curro se presentó en la plaza de Ciudad Rodrigo a bordo de su Volvo y la compañía de su hermano Antonio, que iba al volante. Apenas había media docena de personas y enseguida se dio orden de salida a un toro colorado, destartalao y bizco del pitón izquierdo. Un toro que remató de salida en los burladeros y enseguida lo vio Curro, quien lo lanceó con sus yemas de seda con cuatro verónicas y una magnífica media. Entre barreras, a la hora de coger la muñeca y bajo el grito de «silencio, ¡torea Curro Vázquez!» guiñó de forma cómplice a su hermano Antonio, señal inequívoca que estaba ante un toro ideal para poner en escena su inmenso caudal de su torería.
A partir de entonces ya todo fue una obra de arte bajo el aroma de la inspiración, mientras fluía el arte del toreo en toda su belleza, con naturales ralentizados y ligados uno tras otro que provocaban los oles y el enorme remate de dos dos trincherillas cambiadas. Fue la obra perfecta, rubricada exactamente con catorce muletazos y una estocada que dejó el sabor de lo mejor. Y a Curro le llenó las fuentes de su torería, quien además como es un torero de grandeza, nada más llegar a La Ponderosa, tras ducharse, pidió una botella de buen vino, para regarlo con el mejor jamón.
Porque un torero, además de un arte es grandeza. Y el maestro Curro Vázquez eso lo llevó a gala.
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