El libro Mi Torero 2, nace de una idea de la Tertulia Internacional de Juegos y Ritos Táuricos (T.I.J.R.T.). Formada por aficionados del mundo de la cultura y de distintos países.
MATADOR
Raúl Fernández Vítores
Poeta y filósofo
La ciudad queda fuera. Fuera está la autovía llena de automóviles que van y vienen, el tráfico, los peatones, el movimiento. Los afanes y los negocios del día a día quedan fuera. Dentro del círculo de la plaza queda suspendido el tiempo. Estamos dentro del mito.
La historia se repite desde la noche de los tiempos. Zeus, rey de dioses, el máximo dios olímpico, desde lo alto del monte Ida, en Creta, ve en la lejana Asia a la princesa fenicia Europa jugando con sus compañeras en una playa de Tiro o Sidón. Henchido de amor por la hija del rey Agenor, el dios adopta la forma de un gran toro blanco con cuernos blancos como la luna y cautiva a la princesa, la rapta. Sobre su lomo la lleva por encima de las olas espumosas, ella aferrada a sus cuernos, hasta el cabo más oriental de la isla. Luego corre por tierra hacia el interior y en las inmediaciones de la ciudad de Gortina, bajo un plátano siempre verde, el dios se revela a la joven como amante.
De sus amores nacen tres hijos. Los tres varones: Minos, Radamantis y Sarpedón. Fuerte éste y justo el segundo, pero en la competencia entre hermanos es Minos el triunfante. Minos expulsa de la isla a sus pendencieros iguales, va a la gruta del monte Ida, a la casa de Zeus, y en ella recibe de su divino padre las leyes. Las más sabias y justas que haya conocido la humanidad. Desde entonces, cada nueve años, Minos renueva y amplía su reinado. Funda ciudades dentro y fuera de Creta. Civiliza. Y utilizando el broncíneo autómata Talos que Zeus regalara a su madre, defiende las costas de la isla. Muchos siglos después, Platón comenzará su postrer diálogo Las leyes preguntándole a un cretense lo siguiente: «¿Es un dios o algún ser humano […] la causa de la ley dispuesta? Un dios, ¡oh, extranjero!, un dios,» repite el interpelado que añade: «con plena justicia, entre nosotros, Zeus».
Europa cabalga sobre la grupa de un toro. El máximo dios es también un toro. Y es el dios máximo quien dicta a su hijo las leyes, la ley del padre. Conocemos hoy las leyes de Gortina labradas en piedra en el siglo V a. C., antes de que fuera escrito el diálogo platónico, que reconocen la propiedad privada, consagran las herencias y distinguen entre mortales libres o ciudadanos y esclavos, domésticos unos (del dómos) y los otros del campo. Conocemos también los frescos del palacio de Cnosos descubiertos por Evans, datados entre 1.700 y 1.500 a. C., los juegos de la juventud minoica frente al toro, los recortes y saltos, la taurokathápsia. Y, dentro del mito, resuena aún otra historia: la del séptimo trabajo de Heracles.
Tiene el mito su reverso oscuro. Minos se siente bendecido por los dioses. Cree que estos le concederán cuanto quiera. Peca de soberbia. Ruega al dios del mar Poseidón que haga salir de las aguas un toro para sacrificarlo en su honor, pero rendido ante el trapío del animal incumple su promesa y lo destina a sus rebaños como semental. Poseidón se venga e insufla la bravura en el morlaco. Sólo un héroe, Heracles, podrá matarlo. Pero la ira del dios se dejará sentir en el resto de la vida del rey de Creta. Cae en las redes de la ninfa Britomartis, se enamora de ella, pero ella prefiere el suicidio al tálamo. Se casa con Parsífae, hija del sol, pero ella busca el amor del toro marino. Y de este bestialismo nace el minotauro, mitad hombre y mitad toro. Minos manda entonces encerrar al monstruoso bastardo en el laberinto.
Y es ahora cuando comienza a revelarse el significado del símbolo minoico por excelencia, la doble hacha. Es el doblez del mito.
Nuestra literatura nace en el siglo VIII a. C. con la Ilíada de Homero sobre este fondo mitológico. Mundo en guerra. Guerra de Troya. Entre la ciudad y las naves, el campo de batalla. Urgencia bélica. No hay paisajes. Un hombre se enfrenta a otro. Uno mata, otro muere. No hay más. Somos eso. «Guerra —recordará más tarde Heráclito— es padre de todos, rey de todos, y a unos los muestra como dioses, a otros como humanos, a unos los hace esclavos, a otros libres.» Pero también dice Heráclito que «es necesario que el pueblo luche por la ley (nómoy) como si se tratara de la muralla» de la ciudad. Nuestra cultura es sacrificial. Sólo a través del sacrificio se asegura el espacio de la ley. Matanza en primer lugar de la bestia. Atestiguada en toda cultura. En la ibérica también. El héroe mata a la alimaña que amenaza lo humano. Matanza en segundo lugar de otros humanos que también amenazan, los enemigos. Todo dentro de un recinto simbólico que acota el hecho de dar muerte. Tal el sacrificio. Humano, por ejemplo, en el canto XXIII de la Ilíada: en honor del amigo amado muerto en combate, Aquiles degüella ante su pira a doce vástagos de troyanos. O no humano. Y entonces suele ser el toro, que destaca entre los bovinos de la manada. También en el mundo menos violento de la segunda epopeya de Homero, en el canto III de la Odisea, se sacrifican toros, toros negrísimos, zaínos o de color azabache. O puede ser un recuerdo del toro. Así tenemos una serie degradada: el dios emasculado, el buey, la vaca, la ternera. Puede ser también un cabrón o una cabra, una oveja o un cordero, el jabalí, el cerdo, e incluso un gallo. Sacrificio ritual que salve las humanas relaciones de amistad amorosa o de hospitalidad. Sacrificio total para el dios en forma de holocausto o sacrificio parcial. Y en este caso habrá eucaristía, ingesta del cuerpo divino, por parte del humano animal.
Y ahora sí podemos comprender la doble cara del mito asociado al toro. Por un lado, el laberinto. Por el otro, la plaza de toros. El primero es un recinto para perderse. Del hombre medio animal, el minotauro. Lo monstruoso. La plaza de toros es un recinto para encontrarse y salvar lo que pueda ser lo humano, la ley que hace posible la comunidad. El coso es témenos, un recinto sagrado en el que se refunda y confirma la ciudad. En cada corrida de toros acontece siempre un enfrentamiento mortal entre un animal y un héroe que, con su técnica (que representa la ley), trata de salvar lo humano. El matador da distancia al toro, cita, para, carga la suerte (en línea femoral, se expone), templa, manda, liga los pases. Torea con verdad. Triunfa con el engaño, con su técnica o arte, sobre la fuerza bruta del toro. Torea al natural. Tiene mano izquierda. Es lo que tiene el diestro que sujeta el acero, como el bronce, un metal de aleación. Torea y mata. Sale triunfante, vestido de luces. El artificio del torero, el engaño, vence a la potencia ciega del animal bravo sin obviar la muerte, en un embroque mortal que da opciones a ambos, justo en el momento en el que la cornamenta del toro es desviada del eje de la suerte. Cuando esto hace, brilla quien se viste de luces. Y el tiempo queda suspendido.
El laberinto confunde, mezcla, emborrona, animaliza. La plaza de toros distingue, aclara, singulariza lo humano frente al animal. Consagra la humana ley. En plena ciudad pero apartada de ésta, una corrida de toros abre el espacio de una urbanidad que es el triunfo de un engaño.
MI TORERO 2
Tertulia Internacional de Juegos y Ritos Táuricos (TIJRT)
Madrid, 2024
Ilustración: Plaza de toros, Mario Martín Crespo
Edición: Fernando Carbonell y José Campos Cañizares
- MATADOR
Raúl Fernández Vítores
- EL MAESTRO RAFAEL ORTEGA DOMÍNGUEZ
José Carlos de Torres
- MANOLO VÁZQUEZ
Carlos Martínez Shaw
- CURRO ROMERO: UNA EXPERIENCIA ESTÉTICA PROFUNDA
José Suárez-Inclán.
- SANTIAGO MARTÍN «EL VITI»
Rafael Cabrera Bonet
- ANDRÉS VÁZQUEZ. DOS TIEMPOS A LA VEZ
Evaristo Bellotti.
- RUIZ MIGUEL: LIDIAR Y LIDIARSE
Valentín Moreno Gallego
- CURRO VÁZQUEZ
Jacobo Gavira Vázquez de Parga
- EL PRODIGIO QUE ERA LA MULETA EN SU MANO IZQUIERDA. MIGUEL ESPINOSA «ARMILLITA»
José Antonio Luna Alarcón
- PEPÍN JIMÉNEZ TORERO DE CULTO
Yolanda Fernández Fernández-Cuesta
- «EL APARECIDO»
Antón Lamazares
- CÉSAR RINCÓN O HABLAR CON LOS DIOSES
José Campos Cañizares
- MANUEL JESÚS «EL CID»: LA ELEGANCIA Y EL CLASICISMO
José Ramón Márquez
- EPÍLOGO
José Luis Fernández Castillo
Mario Martín Crespo, Plaza de toros, tinta sobre papel, 10 x 15 cm, 2022
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