Nunca llegamos a ver a Pistolero. Un toro de Baltasar Ibán, en la época en que la ganadería se llamaba Herederos de Baltasar Ibán. Mala época para la ganadería del Cortijo Wellington la de los años noventa. Impera en Madrid el toro mastodonte que poco a poco ha ido introduciendo Manolo Chopera –Chopera de verdad, no esta caricatura de Choperilla de ahora- y la afición está tan contenta con esa carrera desmesurada hacia el gigantismo, que durará lo que dure en Madrid el gran empresario.
A Ibán le cuesta una barbaridad meter en Madrid sus toros por la parte de su estirpe Contreras, tan finos, tan listos, tan encastados, pero sin presencia para Madrid, pobres de cara, al decir del sanedrín veterinario.
En San Isidro del 93 está anunciada una corrida de Ibán. En el cartel de esa tarde están los nombres de Espartaco, Litri y Espartaco Chico, que confirma. Ahí viene Pistolero, número 89, de 520 kilos de peso. Luego, junto con sus cinco compañeros es rechazado el mismo día de la corrida en el reconocimiento previo al enchiqueramiento.
En 1972 le rechazaron al propio Baltasar Ibán la corrida completa en el viejo Chofre de San Sebastián, y él, con un señorío romántico de ganadero rumboso, que hoy posiblemente ya nadie comprende, mandó apuntillarla en los corrales de la plaza. No sabemos, sin embargo, qué fue de estos seis toros de los noventa, aunque con certeza sabemos que su amo ya no vivía y que Pistolero y sus hermanos no fueron apuntillados. Otros tiempos.
La corrida de Ibán se remendó finalmente con una de Los Bayones, Lisardos recién comprados a El Viti unos pocos años antes. Toros de ‘las figuras’. La tarde finalmente quedó como un esperpento de corrida concurso de ganaderías: tres de Puerto de San Lorenzo, dos de Los Bayones y uno de Cernuño fue el saldo ganadero que sustituyó a los cinco negros que acompañaron al castaño Pistolero en su viaje desde El Escorial hasta Madrid. Otra vez más nos birlaron la corrida con el cambio, por el maldito escrúpulo veterinario, que no se crea que esto es cosa de hoy.
La corrida, en la que triunfó Litri con el Cernuño, la presidió mi amigo Juan Lamarca y a él le correspondió la tarea de sacar hasta cuatro veces el pañuelo verde para quitar de nuestra vista a los lisardos o lisiados. Su elevado sentido de la deontología le impedirá, a buen seguro, relatar el tira y afloja y las presiones que, sin duda, habría en los corrales aquella mañana de mayo con el padre y el círculo de los dos hermanos que estaban anunciados en los carteles alrededor de la sustitución del ganado. En aquel San Isidro, Espartaco venía de triunfar en Sevilla y ya comenzaban los revistosos –ellos y los pobres de buena fe y poco conocimiento a los que aquellos convencían con su insinceridad- a hablar de él como gran maestro.
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¿Y si ahora cambiamos a Espartaco por July, a Litri por Rafaelillo y a los toros de Ibán por los del Marqués de Domecq? ¿1993, decíamos?
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