POR LA PUBLICIDAD AL PODER
JOAQUÍN ALBAICÍN
The Ecologist - Oct 2011
Toda frase o campaña publicitaria conllevan, no voy a decir que algo de engañoso, pero sí, cuando menos, de hiperbólico. Se da por hecho. En su estado más genuino, se trata de hipérboles inocentes o, cuando menos, asumidas. Ante el título de una de las películas que encumbraron a Gina Lollobrigida –“La mujer más guapa del mundo”- dudo que nadie se haya acomodado en la butaca del cine con la seguridad de que lo prometido fuese a responder a la estricta e incontestable verdad: bastaba con que Gina Lollobrigida luciera las hechuras que lucía para que ningún espectador varón se sintiera estafado (y con razón).
Lo contrario habría sido absurdo, porque… ¿Cuántos fakires humildes, hijos del proletariado o el agro, se han anunciado por todas las carpas de Europa como embajadores de los misterios del Oriente, discípulos de Rasputín o descendientes del Profeta? ¿Cuántas novelas salen al mercado presentadas, a la vez, como “la obra clave de la novela negra escandinava”? ¿Quién va a exigir la devolución del dinero de la entrada porque un boxeador pregonado como “imbatible” pierda el combate?
Con esto no se hace daño a nadie, y, en particular si pensamos en el mundo del arte y el espectáculo, no puede olvidarse que una de sus principales razones de ser es la creación de ilusiones. De hecho, la publicidad fue, durante siglos y siglos, una herramienta casi exclusiva del microcosmos de la farándula, y sólo en determinado momento –yo diría que a partir de la Revolución Industrial y las profundas mudas de piel que acarreó- pasó a formar parte de la estrategia de ventas de las empresas del mismo ramo que competían entre sí a gran escala (en Ur de los Caldeos o en la Benares de Buddha, un alfarero no hacía publicidad de su negocio; como mucho, colgaba a la entrada de su taller un letrero donde rezaba: “Alfarero”). Pero la publicidad del tragasables, el púgil o, incluso, el industrial no generaba miseria ni mandaba a nadie al arroyo. Hombre, tenía sus cosas. Allá por los días de “Cuéntame”, mi tía Manuela, por aquello de la afición, compraba una pasta dentífrica por nombre “Torero”, que, a tenor de lo que rezaba en la caja, era: “La que deja los dientes más blancos”. No tardó en darse cuenta de que, más que dejar los dientes más blancos, lo que la crema conseguía era tornar las encías más rojas.
Bueno… ¡Más se perdió en Troya! Mientras la publicidad no abandone esta doméstica escala de logros y debacles, continuaremos moviéndonos en el terreno de las mentirijillas sin consecuencias de gran calado.
Hoy, sin embargo, asistimos ya a una creciente implantación, a una omnipresencia de la publicidad en casi cada acera y cornijal de la vida, inclusive en aquellos ámbitos de los que sería razonable esperar un compromiso moral con su actividad propia y una aplicación a la misma más rigurosos que los característicos del prestidigitador, la vedette, el domador de fieras o el fabricante de palillos o toallas. El espíritu publicitario se ha convertido, en concreto, casi se diría que en la principal razón de ser de dos instituciones de las cuales depende la normal marcha económica de las sociedades y cuya temperatura anímica debiera discurrir, pues, por bien distintos derroteros: la banca y el Estado.
LA BANCA AMIGA
Con todos sus defectos, la banca ha constituido durante generaciones el sostén de infinidad de economías familiares. La confianza que, para llegar a fin de mes o emprender sus modestas iniciativas, el ciudadano medio depositaba en su entidad de siempre se ha desplomado de un día para otro en cuanto el amable director se ha tornado escualo ávido de sus ahorros y la pequeña sucursal se ha apoderado de su vivienda con la excusa de una deuda pendiente, a menudo de cuantía insignificante para el banco. La gente ha necesitado verse arrojada a la intemperie, con una mano delante y otra detrás, a vivir de la pensión de trescientos euros del suegro, y convencerse, después de veinte días de abrirla y cerrarla, de que la nevera está vacía, para entender cuáles eran, en verdad, las prioridades de ese director tan campechano y afable.
Como ya no hablamos de pasta de dientes, ni de qué actriz tiene los mejores muslos ni de qué ron es el preferido de Machín, se antoja indignante empezar, de repente, a escuchar a todas horas y a diestra y siniestra que –por ejemplo- tal entidad bancaria va a regalarte quinientos euros si domicilias tu nómina en una de sus sucursales. Y lo resulta porque ya no se trata de la tersura de tus pestañas o de si te has convertido en un gran conquistador gracias a una nueva e irresistible fragancia, sino que se está jugando sin piedad con las crudas fatigas –alquileres, hipotecas, desempleo, precios al alza, títulos inservibles- soportadas por las economías domésticas, y, por tanto, con situaciones de agotamiento psíquico que propician la búsqueda de clavos ardiendo y el anhelo fervoroso de vislumbrar –donde sea- un oasis.
No me he pasado por la entidad en cuestión, pues nada tengo que domiciliar, pero vamos, que eso no se lo creen ni hartos de vino. Lo que harán será soltarte un rollo, hacerte firmar un montón de impresos, asaetearte con mil preguntas de tontaina, especificarte que, además de domiciliar la nómina, habrás de hacer un ingreso de seis mil euros y comprometerte a no tocarlos durante dos años aunque te estés muriendo de hambre, y, al final, venderte en cómodos plazos –por tratarse de ti- una cubertería, una televisión de plasma equipada con Blue-Ray y un video de un concierto de Miguel Bosé exclusivo para sus clientes… de modo que, al final, salgas debiéndoles dos mil euros del ala y sin tabaco. Después, acércate con cara de mongolo a pedir que te adelanten cincuenta euros. Te dirán que nanay, que no pueden, y que es por tu bien, porque tú y ellos, que viajáis en el mismo barco, entraríais en “situación de riesgo”. Y tú, a tu casa tieso, pero aliviado, eso sí, por haberte librado gracias a ellos de esa temible eventualidad. Y, además… ¡Tienes el video de Miguel Bosé! ¡Eres un privilegiado, macho!
La pura realidad es que, hoy, el principal atractivo que ofrece la banca al ciudadano al acecho de un euro, una caña o pitillo es su nutrida red de cajeros automáticos, en los que, si hay suerte, se puede pasar la noche a cubierto. Pero esto, claro, no se indica en sus folletos y spots publicitarios.
TUS REPRESENTANTES ELECTOS
Si la gente ha dejado –quizá, para siempre- de confiar en los bancos- todavía atesora una pequeña –y, todo sea dicho, inexplicable- dosis de confianza en quienes conoce como los “políticos”. Vienen las comillas a cuento de que esos individuos, supuestamente entregados a la “política”, hace muchísimo que no se dedican a ella ni por equivocación. De hecho, ni siquiera saben lo que es. Lo que hoy conocemos como “gobiernos” no constituyen más que equipos de figurantes encargados de favorecer y, al tiempo, disimular en lo posible el crecimiento del capital ya en manos de la élite financiera cosmopolita. Los presidentes de gobierno, ministros, subsecretarios y demás acólitos… son eso: figurantes de un anuncio publicitario muy bien remunerado. Ni Rajoy se inspira en Churchill, ni Zapatero en Julián Besteiro ni Llamazares en Karl Marx. De hecho, las empresas demoscópicas y las asesorías de imagen que diseñan las campañas de los partidos políticos son las mismas a quienes las grandes multinacionales de la alimentación o la industria automovilística confían sus estrategias de ventas.
Si uno hace uso de las hemerotecas para retroceder tan sólo algunos decenios en el tiempo, se sorprenderá de la imposible comparación entre la riqueza de contenido de los discursos y escritos de Manuel Azaña, José Antonio Primo de Rivera, Indalecio Prieto, Julián Gorkin o José Calvo Sotelo y el paupérrimo valor de las trivialidades, gilipolleces, chorradas y demás significantes sin significado que conforman el matarile de los “líderes” políticos de hoy: el que ha estudiado tres carreras dice casi las mismas insipideces que el que hace sólo tres años era chico de los recados... por no decir que le supera en inanición intelectual. La razón es que, cual buenos figurantes, no dicen más que lo que les mandan. Su discurso, vacío de ideales y propuestas, es meramente publicitario. Se limita a la reiteración de unas pocas frases hechas con las que se prueba a entontecer las mentes de quienes pierden el tiempo en escucharlo, un poco en la línea de los “videntes”, “tarotistas” y “astrólogos” que infestan las noches de la pequeña pantalla con sus: “¡Destila energía positiva!”, “¡Concéntrate en tus chakras!” o “¡Permanece atenta al despertar de tu Kundalini!”
CANDIDATOS Y FIGURANTES
La única diferencia sustancial detectable entre los lemas de los spots publicitarios y las coletillas que constituyen la columna vertebral de los discursos “políticos” es la de que, significativamente, los llamados “políticos” no invierten la más mínima dosis de energía en convencer a las audiencias de lo certero de sus propuestas. Aparte de que dichas audiencias son en realidad una claque (la “clá” de toda la vida), tales propuestas no existen y ni siquiera, pues, son formuladas. De ahí esas maneras oratorias lacias, desganadas y ayunas de vibración. Ni ellos mismos se lo creen. ¡Normal! ¿Cómo se va a creer Rubalcaba que Rajoy quiere restaurar el franquismo, o Llamazares que encarna las esperanzas de la “clase obrera” frente a una “oligarquía” cuyos intereses inconfesables defendería Esperanza Aguirre?
De ahí que, mientras los figurantes de los spots publicitarios son aleccionados en el sentido de que la que anuncia tangas ha de mostrarse deseable, el que publicita pasta de dientes no puede tener dos dedos de sarro y el que desciende del Ferrari ha de exhibir gesto de seguridad en sí mismo, a los políticos no se les exija ni eso: cualquier tolili con los hombros caídos, voz de grillo y legañas en los párpados sale a susurrar que va a salvar a España y es respondido con una salva de aplausos que ni Atila en sus mejores tiempos.
Y ello obedece a una lógica: tanto la cadera de la maciza bañista como el tanga que la realza, tanto el tubo de dentífrico como el cochazo, al menos… existen. Cosa que no puede decirse de las vaciedades proferidas por los “políticos”.
Lo sorprendente es que muchos de quienes les escuchan sí piquen en esos anzuelos de plástico. Mi impresión es que hay que ser bastante lerdo para, a estas alturas de la vida y con la que está cayendo, creer por un momento que los bancos consideran su misión ayudar a quienes atraviesan por dificultades económicas, que el ejecutivo está muy preocupado por nuestra salud pulmonar o que hacer justicia a las víctimas del terrorismo constituya una prioridad para ningún gobierno.
DE LA POLÍTICA A LA VENEREOLOGÍOA
Las de los partidos son, con mucho, los peores ejemplos posibles de campaña publicitaria, quizá porque, como lo que ofertan no existe ni en sus programas, resulta baladí hacer el esfuerzo. Las actuales campañas electorales traen a mi memoria una en particular, que acaso haya sido la inconfesada fuente de inspiración de todas ellas. Durante muchísimos años, el transeúnte que deambulaba por la madrileña calle de Postas, posaba invariablemente sus ojos en un cartel, suspendido a la altura de la primera planta de un vetusto y maltrecho edificio y que rezaba: “Sífilis. Gonorrea. Purgaciones. Ladillas. ESPECIALISTAS”. El aspecto mugriento de las ventanas y del propio anuncio hacía imposible saber si allí te curaban de la gonorrea o te la inoculaban. Lo mismo pasa con la política. A fuerza de funcionar a cuatro patas, la política está sifilítica de ideas, y más bien debería llamarse venereología. Es pura publicidad cutre, como aquel cartel de Postas, y lo menos que puede ocurrir a quien a ella se dedique es que se le pudra y caiga la nariz. Lamentablemente, el sinnúmero de años que el reclamo de Postas permaneció en el mismo lugar es buen indicativo de lo que nos espera.
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