Cumpleaños de Chenel en Aranjuez. Uno, con Pepe Campos, Jorge Laverón...
Mi memoria de Chenel
José Ramón Márquez
Dicen que se ha muerto Antoñete, ¡qué tontería! Un papel, un certificado dirá que a tal hora de tal día por tales causas dejó de existir un hombre llamado Antonio Chenel Albadalejo, pero ése no es Antoñete, porque Antoñete está vivito y coleando cada vez que se abre la puerta de chiqueros, metido en el burladero con esa forma suya de mirar al toro, para saber todo de él en el poco tiempo que media entre su salida a la plaza y los dos o tres capotazos del peón, acaso El Jaro o quizás Manolo Montoliú.
Antoñete nos acompañará siempre a los toros, porque él ha sido quien cimentó de forma irreversible nuestra afición. Antes de Antoñete nos gustaban los toros. A partir de la revelación de Antoñete el conocimiento tomó cuerpo de manera irreversible en aquellos jóvenes que descubríamos, a la edad precisa y con la experiencia adecuada, la perfección de la lidia, el clasicismo más puro, la belleza del toreo cuando es sólo, ni más ni menos, que puro toreo. Ese milagro, en mi caso, ocurrió el día 20 de septiembre de 1981; ese día Antoñete nos dio el conocimiento, nos estropeó la vida.
Antoñete no ha muerto ni morirá mientras quedemos en pie uno solo de los que le debemos todo lo esencial que sabemos del toreo, de los que, en todas las faenas que hemos visto, ya siempre hemos buscado en los demás algún atisbo de sus formas tan recias, tan elegantes, de su mando -mano de acero en guante de seda, como se decía de Domingo Ortega-, de su conocimiento de las reses, de las distancias y de los terrenos. Formas clásicas basadas en poder y en dominar, en prolongar el muletazo hasta la cadera, en romper el viaje del toro, en estar siempre cruzado, en traer al toro toreado, que nos mostraron de forma indeleble la grandeza y la belleza del toreo eterno, el que está basado en la verdad, es decir en la asunción del riesgo desde el conocimiento y el oficio.
Antoñete, a quien nadie osó jamás motejar de artista, explicó en sobradas ocasiones su concepto del toreo en el que no se pacta con el toro: se le puede, y punto. Sus faenas tan concisas, tan esenciales en cada muletazo son tratados de tauromaquia a la antigua, de sequedad puramente rondeña sin concesiones a la galería. El fin de su toreo es siempre derrotar al toro.
La tauromaquia del Antoñete de los ochenta es brevísima. Con la muleta, el derechazo rematado muy atrás; el natural como fundamento de su tauromaquia; el ayudado por alto de adorno, y por bajo, de puro dominio; el de pecho de pitón a rabo, y el trincherazo destructor y modelador. Con el capote, la verónica y la media, explicada de forma total y definitiva con la mayor lentitud y dominio con la que un hombre puede hacer ir a un toro en la hermosa tarde del día 26 de mayo de 1983, con el toro Cocinero, número 12, de Lora Sangrán.
En una ocasión tuve la opotunidad de preguntarle por los toreros que más le habían gustado:
-Rafael Ortega, la pureza, y Manolete,la personalidad -me dijo con su conocida parquedad.
En otra ocasión se corrió la noticia por Madrid de que Antoñete, ya retirado, mataba un toro en Aranjuez para quien quisiera ir a verle. No éramos muchos los que estábamos en la plaza. Paco Alcalde, de corto, bregaba al toro. Tras las banderillas lo lleva hacia el burladero. Sale Antonio con el vestido verde y oro caminando hacia las rayas. Paco le dice:
-¿Dónde lo quiere, Maestro?
Antoñete responde:
-¡Déjalo ahí! ¡Da igual!
Anda Antoñete dos o tres pasos más hacia el centro y a veinte metros del toro le tiende la muleta y le dice:
-¡Vente!
Y el toro, como si le hubiesen dado cuerda, galopa alegre, imantado por la muleta de ese hombre del que los ignorantes dicen que hoy ha muerto.
Antoñete jugando a los bolos con El Cordobés en la Bolera Stadium
de la calle Alcántara, bajos del cine Benlliure.
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