Iván Fandiño en Las Ventas
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La suerte de matar en los toros,
símbolo de la esencia del héroe
David Mora en Las Ventas
Francisco Rodríguez
Plaza de México
Dedicado a mi padre el matador de toros Paco Rodriguez y a mi Compadre Alejandro Silveti.
I Paseíllo
Hoy en día hablar de la fiesta brava resulta irreverente. Referirse a la tauromaquia en según qué círculos es inapropiado, y salir en su defensa es sin duda una aventura de alto riesgo.
La manera de ver, vivir y entender la vida ha cambiado radicalmente en las últimas décadas, esto ha determinado una gran polarización en el género humano y lo ha dividido en dos grupos: los que defienden el “Sí” y los defensores del “No”.
El porcentaje de los defensores del “No” gana por franca mayoría, es un núcleo humano mucho más amplio. Esta diferencia cuantitativa no impide que ambos grupos permanezcan enfrentados de forma radical y en muchas ocasiones este posicionamiento por parte de los defensores del grupo del “No”, resulte irracional y obsesivo. Esta enajenación llega a extremos de un barbarismo psicológico indecente: cosas de las identidades colectivas.
Tenemos a los que fuman y a los que no, a los amantes del alcohol y a los abstemios, a los que comen todo y a los vegetarianos, a los que piensan y los que no. Estos grupos se cuentan por millares, pueden ser multitudinarios o sencillamente pueden estar representados por menos de una docena de personas. En cuanto surge un tema, sea cual sea, la radicalización brota, nace en ese mismo instante y se instaura como “lo más”.
Esta radicalización se ha acelerado con mayor intensidad en las últimas décadas y se sintetiza en un gran conglomerado de gentes que representan el “No”. Ese “No” se traslada a cualquier manifestación o acto en el cual un individuo, un grupo, o una identidad se sienta o crea sentir que esta amenazado en su forma de vida.
La cuestión es radicalizarse, el sentido es airear la neurosis propia con un pito, una cacerola, un pañuelo verde o un simple y desaforado grito. Pero los hay muchísimo más peligrosos que van más allá: esas identidades que terminan por poner bombas.
La actual diarrea mental en el ser humano ha creado una incontinencia ideológica en donde es difícil encontrar a personajes no dudosos, consecuentes con su ideología y que logren mantenerse al margen de las actividades de las identidades colectivas.
Obviamente los toros son una de esas manifestaciones que más ámpulas levantan en las identidades que defienden el “No”, a partir de ahora intentaré exponer mi particular visión sobre los toros y en particular sobre la suerte de matar; o sea, ver la fiesta desde el arte, desde el goce estético y su afinidad con el mundo de los símbolos.
II Al toro que es una mona
La esencia de la obra de arte radica en el placer o goce estético que produce en nuestros sentidos, en nuestra epidermis, en nuestra alma, ya que éstos conectan directamente con nuestro sentimiento más íntimo, con la esencia de nuestra alma.
La creatividad del ser humano surge de la necesidad de equilibrar sus dos hemisferios cerebrales. Esa necesidad es lo que ha llevado al género humano a desarrollar su parte creativa y esta se ha podido desarrollar a sus anchas dentro del mundo de los símbolos, ya sea a través de la pintura, de la música, de la escritura, de los toros o de otras artes que se han ido incorporando a nuestras vidas a través del transcurso de los siglos, pero siempre respondiendo a esa necesidad intrínseca del ser humano de crear nuevos símbolos para salvaguardar su identidad y permitir la continuidad de su esencia para la supervivencia del ser humano. Estos símbolos se han elaborado dentro del mundo real y se han expresando a través de toda la historia del hombre.
En primera instancia nacieron con un sentido mágico, y con el devenir de los siglos esta magia ha sido absorbida lenta y paulatinamente por el arte hasta incorporarla en su totalidad bajo el rubro de Bellas Artes.
El símbolo arte-magia es el escudo que nos permite cohabitar y vivir con la realidad, ya que la realidad cruda y descarnada termina por petrificar al hombre causándole la pérdida de identidad, y por consiguiente su muerte.
Si partimos de la identidad tal cual, ésta nos aniquila, nos desintegra y anula de forma total y letal.
El Eterno dice a Moisés desde la zarza ardiendo: “Yo seré el que seré”. Allí encontramos la identidad en toda su inmensidad, en toda su dimensión. Es el signo con todo su poder, real y contundente, sin apelativos ni condicionantes. Es la cosa en sí. Es la realidad que si la miramos directamente a los ojos nos petrifica, nos convierte en estatuas de sal, nos desintegra y perdemos la identidad en su totalidad.
La obra primordial del ser humano a lo largo de toda su existencia ha sido y es la creación de símbolos, sin ellos difícilmente hubiésemos sobrevivido dentro del mundo del aquí y del ahora, el mundo del esplendor y la apariencia, de la realidad tal cual; ésa que se mueve dentro del universo de los objetos y a la que le gusta pasearse por los pasillos del poder y la fama; la del mundo de lo útil, el mundo de la cosa en sí, el mundo de los objetos del dinero sin más.
Buscando una mano menos contundente que la de la realidad en sí misma y que nos ayude adentrarnos en el mundo de los símbolos, encontramos la generosa ayuda de Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Lo que Hegel llama lo esencial del hombre consiste en “No ser lo que es y ser lo que no es dentro de la determinación”. Aquí encontramos el fundamento esencial para comprender lo que es el símbolo, es a partir de esta afirmación de Hegel que podemos comenzar a adentrarnos en la comprensión del mundo simbólico.
La tesis hegeliana choca con la expuesta anteriormente: “Yo seré el que seré”, dice El Eterno hablando a Moisés desde la zarza ardiendo. Pero busquemos una mano más piadosa que nos ayude a entrar con buen pie en el intrincado mundo de los símbolos. En esta ocasión viene en nuestra ayuda Parménides, quien en su Poéticanos dice: “El ser es y el no ser no es” de manera absoluta. Como podemos ver, la lógica encuentra sus bases en la absoluta afirmación de que el ser es y en la absoluta y total negación de que el no ser no es. No hay y no existe gradación posible.
La realidad, en esa en la que nos movemos cada día es tan contundente con la esencia del ser humano que le impide que la podamos ver directamente a los ojos, porque ésta nos aniquila. Allí el ser pierde su identidad y por lo tanto muere.
Lo que ocurre en el mundo real y lo que hace que esta funcione sin aniquilarnos, es sencillamente que la realidad funciona a través del símbolo, más concretamente para que cumpla esta función a través de la cosa o del objeto. El ser humano crea el símbolo, y su función radica en que crea una analogía y no una identidad; es su reflejo, pero nunca es ni puede ser la realidad en sí.
El símbolo funciona como reflejo de la realidad, pero nunca como la realidad o la identidad en sí misma: ya vimos que ésta nos destruye y nos aniquila. El símbolo sólo funciona delante de su identidad, como referencia. Los símbolos sin referencia pierden su lugar dentro del ser, es decir, pierden su identidad, y por lo tanto pierden su razón de ser. El hombre vive identificando, y escapa, o intenta escapar, de la realidad proyectando su identidad sobre lo que él no es. Y para ello se sirve del símbolo; es su escudo ante la realidad.
La lógica de Parménides normaliza al ser humano; la dialéctica hegeliana impulsa al hombre a que no sea lo que es y sea lo que no es.
Sólo de esta manera logra salir de la cosificación y puede romper con las identidades colectivas para que finalmente logre alejarse de la masificación; de la gran masificación y enajenación representadas por el gran colectivo del “No”.
Puestos en este punto, podemos observar que existe una realidad que dice: “Seré el que seré”, o sea, la realidad total y absoluta, la que nos destruye si nos ponemos delante de su presencia, y la lógica que separa al ser del no ser. Aquí vemos la lógica en estado puro, es precisamente en este punto donde encuentra la lógica su máxima expresión, que es dentro del ámbito cultural. Es allí donde el hombre crea todos los símbolos que le permiten sobrevivir y mantenerse y al mismo tiempo escapar. Sólo de esta manera logra protegerse de la cosificación, que es en definitiva la muerte. La perdida de identidad se identifica directamente con la realidad tal cual, y ésta es la enajenación total.
III De poder a poder
La realidad aparece en primera instancia como algo natural y que está acompañándonos de manera directa o indirecta, siempre y cuando nos mantengamos alertas o despiertos. El sueño da paso al mundo onírico. Es allí donde el inconsciente libera otro tipo de necesidades.
El gran punto en donde se apoya la capacidad de identificarse con el símbolo es la razón; esa razón que se aleja diametralmente de la libertad.
La capacidad de la razón, lo que le permite identificarse con el símbolo a través del reflejo de la identidad, es precisamente lo que Hegel llama lo esencial del hombre, que consiste en: “No ser lo que es y ser lo que no es”. Y esta identificación esta representada de manera paradigmática en la suerte de matar en los toros.
No hay acto creativo que se precie que no vaya acompañado del sacrificio, y no hay arte que se precie que no sea sanador.
Los toros son la máxima representación del acto creativo, y en esencia su representación es sanadora. Todo sacrifico nos acerca al origen. Este acercamiento nos remite a la creación, todo se originó en un mismo lugar y todo debe regresar a ese lugar. En realidad no se esta yendo a ningún sitio, sino que se está regresando a la raíz original, a su raíz espiritual. En realidad todo proviene de una raíz única, y el torero, en un acto creativo, se sirve del sacrificio para acercarse al origen, El toreo para poder acceder al mito, realiza este sacrificio y lo reviste de ritos y ofrendas, de símbolos, y lo hace entendible al ser humano a través de la creatividad, a través de su arte efímero.
IV Entrar a matar recibiendo
En los toros al tercer tercio de la lidia se le denomina el de la muerte. Existe un viejo acertijo dentro del mundo taurino que consiste en preguntar al novel aficionado: “¿qué mano es la que mata al toro, la diestra que empuña la espada o la mano zurda que porta la muleta?” El no iniciado en el arte de Cúchares responde ante lo aparentemente obvio de la pregunta: la diestra, ya que la causante de la muerte es la espada. Respuesta equivocada. La mano que mata al toro es la zurda, mano que lleva la muleta y que en jerga taurina también se conoce con el nombre de “el engaño”.
Para poder comprender mejor esta imagen simbólica de la suerte de matar en los toros, este koan taurino de cual es la mano que mata al toro, me voy a apoyar en el mito de Perseo y Medusa, ya que me permite ejemplificar la relación que existe entre símbolo y el signo. De esta manera el mito me echará “una muleta” para adentrarnos en la magia de la esencia y su forma.
Pero antes demos un breve repaso al mito. La tarea de Perseo consiste en conseguir la cabeza de la Medusa. En esta aventura, Perseo cuenta con la ayuda de los dioses, que le proporcionan los elementos y la información necesaria para poder enfrentarse a la Medusa: porque aquél que la mira directamente a los ojos se convierte en piedra.
Cumplido el encargo de cortar la cabeza de la Medusa, Perseo regresa para entregar su trofeo a Polidectes. En el trayecto encuentra que Andrómeda, castigada por Poseidón, está a punto de ser devorada por el monstruo marino Ceto. Perseo se enamora a primera vista de ella y decide salvarla del monstruo, mostrándole la cabeza de la Medusa y convirtiéndolo en una inmensa mole de coral.
Para ejemplificar con mayor claridad el mito de Perseo y Medusa me serviré del bronce de Benvenuto Cellini. En este bronce aparece representado Perseo con los pies sobre el cuerpo de la Medusa. Su brazo derecho, que descansa sobre su costado, sostiene la espada con la cual acaba de cortar la cabeza, mientras su brazo izquierdo muestra la cabeza cercenada de la Medusa.
En la escultura se ve cómo Perseo proyecta el rostro de la Medusa sobre todo lo exterior, sobre lo que hay frente a los ojos de Perseo. Aparecen ambos como los dos únicos espectadores de una escena teatral; sus miradas fijas sobre ese patio de butacas proyectando la identidad sobre ese foro que es el ámbito de la realidad.
El punto crítico de esta situación radica en la conciencia de Perseo, ya que él es consciente de que si vuelve la identidad sobre sí, si la mira directamente a los ojos, él se convertirá en piedra, porque la realidad petrifica lo humano.
Sin embargo, el hombre no puede dejar de intentar ver el rostro de la Medusa; es necesario regresar una y otra vez de una manera obsesiva, y ya que su rostro requiere ser visto, necesitamos saber qué es lo que hacemos con la realidad. Es tan peligroso el verla directamente a los ojos como el tratar de ignorarla en su totalidad. La pregunta es: ¿qué es lo que ve la realidad para quedarse petrificada ante el pensamiento, y por qué el pensamiento termina petrificando lo real?. La única forma de ir más allá es intentar revertir nuestro pensamiento sobre la cabeza de la Medusa y proyectarlo ante nosotros mismos.
Otro ejemplo nos lo brinda el pintor simbolista alemán Van Jones. Él tituló su obra “La cabeza maldita”. En ella vemos a Perseo cómo muestra la cabeza de la Medusa a Andrómeda sobre un estanque, en el que los dos enamorados ven el reflejo de la Medusa. El estanque aparece en primer plano, y en él se observa el reflejo de los tres. Ver a los ojos de la Medusa sobre un reflejo o sobre un desvío nos exime del peligro. La cabeza necesita ser vista a través de un reflejo, de un desvío, de un simulacro, para que sea inofensiva.
Esta imagen de Perseo y Andrómeda no aparece en el mito, es una recreación de Van Jones. Volviendo al mito, Perseo logra cortar la cabeza precisamente a través de un desvío, con la ayuda de un reflejo. Mediante un simulacro, Perseo ubica la cabeza por la imagen que produce la realidad, representada ésta por la cabeza de la Medusa. Su imagen se proyecta sobre su escudo. Avanza hacia la Medusa con su escudo-espejo en la mano izquierda y con su espada en la mano derecha. Escudo y espada regalo de los dioses. Perseo no mira directamente a los ojos de la Medusa, sino a través de su escudo, que cumple la función de espejo. De esta manera logra ubicarla para darle el golpe definitivo y cortar la cabeza. Pero ésta no muere, ya que lo muerto no puede morir.
La cabeza de la Medusa, para que pueda ser útil, es decir para que el hombre pueda verla sin peligro alguno, tiene que ser observada a través de un desvío; por un elemento externo que cumpla la función de espejo: ya sea el estanque, como propone Van Jones, el escudo del mito, o bien, en el caso del torero, la muleta, que cumple la función de escudo o engaño para no ser herido. Es un escudo ante la realidad.
El toro cumple la función de la cabeza de la Medusa, el torero la de Perseo, y la muleta o engaño y el estoque, los atributos que nos han otorgado los dioses, porque la realidad tal cual hiere y causa la muerte.
El torero, a través del sacrificio, ayuda a todo el reino mineral, vegetal y animal a que encuentren el camino de retorno al punto de partida, a su raíz original, a su raíz espiritual, al lugar esencial en donde todo se originó. Para ello el torero se reviste de todo un simbolismo que le permite burlar de manera mágica y artística la realidad y poder sobrevivir a la identidad.
Cabe también la posibilidad de prescindir en su totalidad de ver la cabeza de la Medusa, de dejar que el funcionamiento de lo real sea tal y como es; o sea, “Yo seré el que seré”, “el ser es y el no ser no es”, prescindiendo por completo del símbolo, de la analogía, y dejarlo funcionar libremente, sin revertir críticamente sobre esa capacidad de identidad que ha producido la realidad.
Lo específicamente humano está en la tesis hegeliana, en donde cabe la posibilidad de lo que es; por lo tanto, no es lo que es y es lo que no es, y ésta es la tarea real del ser humano como creador de símbolos. De ahí que el torero comprometa su identidad a través de exponer su vida en el sacrificio de la realidad representada en el toro. Por esta razón se hace necesario utilizar la identidad, como lo hace Perseo, o el torero, en donde la cabeza a la que se enfrenta Perseo lleva serpientes y la de el torero un par de cuernos. La primera petrifica, la otra hiere, pero en ambos casos el resultado final es el mismo si no se accede a la realidad por un desvío o a través de un engaño, ya que finalmente hay que enfrentarse a la perdida de identidad, que es finalmente la muerte.
La imagen de la cabeza en ambos casos les es imprescindible. Hay que volver a ella, pues sin la cabeza no se puede salvar a la persona amada, como es el caso de Perseo, Mientras que el torero recobrar su esencia, recupera su identidad, su libertad y le permite salir de ese círculo mágico sin tocar la tierra, levantando a hombros por lo terrenal y los brazos al cielo con los trofeos. Por eso el trofeo del torero es un apéndice de la bestia, ya que una parte del todo representa a la totalidad con toda su fuerza y magnitud.
Ambos saben que no se puede mirar de frente a la realidad. El mito no puede dejar de funcionar. Por esa razón, Perseo no puede dejar que haga su labor sin regresar obsesivamente sobre ella, para verla reflejada en un tercer plano. Y es precisamente este tercer plano lo que constituye la obra de arte. Ese tercer plano es la muleta que sirve de escudo al torero, que le permite burlar a la muerte representada en los cuernos del toro. Y esa cabeza representa esencialmente a la identidad, a la realidad total; ésa que enajena al ser humano y que es la madre y origen de las identidades colectivas.
El arte viene a ocupar el sitio de lo sagrado. Tanto el arte como lo sagrado cumplen esa función de escudo ante la realidad. Da igual la forma en que se presente; es la realidad, que en el caso de Perseo toma la forma de la Medusa y la del toro para el torero. Esta forma, o cualquier otra que adopte la realidad, impide que tome el lugar del hombre sin renunciar a sus beneficios. Esto, aparentemente simple, está inmerso de un complejidad muy elaborada, ya que permite identificar sin identificarse, y a la vez, preservar la preeminente posibilidad de no ser lo que se es sin renunciar a constituir constantemente nuevas realidades que pueden dejar de ser en el momento siguiente. Pero su tarea consiste en sostenerse en sí misma como escudo de la identidad. La fusión del ámbito sagrado y el arte se sintetiza de forma magistral en la fiesta brava, en la corrida de toros.
Este tercer plano puede ser visto como una metáfora del funcionamiento de los símbolos. Llegamos a lo real mediante un desvío. No existe realidad alguna a la que no se llegue si no es a través de él. Es cierto que la rutina y la cotidianeidad puede hacer que este hecho tan intenso y elaborado parezca, en determinado momento o instante, como la realidad misma, ya que lo que hace el hombre habitualmente es identificar sencillamente lo real con su nombre y su realidad simbólica con su símbolo, aunque no sepan que lo están haciendo. La realidad, más allá del símbolo, está siempre efectuada. El hombre funciona como si el símbolo no existiera, ya que éste corresponde a la cosa y viceversa; es lo que no es y no es lo que es. El símbolo puede ser visto como la realidad, o lo que es puede aparecer como lo que no es.
Los siglos han ido desplazando lenta y paulatinamente a lo sagrado, al ritual, a la manifestación simbólica y mágica del ritual; su lugar lo ha ido ocupando la religión. El estado aparece como lo establecido. Es el resultado de los abusos estadísticos de las mayorías, del conglomerado de las identidades colectivas.
Tanto el arte como lo sagrado han tenido que tomar un desvío, que consiste en permitir una identificación con el mundo idéntico, como herramienta útil para poder salir del mundo de las cosas y entrar en el mundo donde las cosas sean cosas. Es a partir de este hecho que surgen dos tipos de arte: uno sagrado y otro profano.
La misma obra de arte crea una función, una labor de identificación, y adquiere una capacidad de actuar artísticamente como función identificadora; es decir, no repite nada anterior, no se repite a sí misma, no agota su esencia en no ser lo que es y ser lo que no es. Desde esta perspectiva la obra de arte, la faena, no es lo que es, o sea una cosa entre la multitud de cosas que la rodean; no es un instrumento, una herramienta. En este ámbito toma una dimensión distinta, pero al mismo tiempo es identidad también.
Pasemos ahora al creador, al torero, al artista al héroe.
Huelga decir que el torero no se mueve dentro del mundo de lo idéntico. La faena no se reviste de identidad -puramente identidad-. Se reviste de una dimensión de negación de la identidad; utiliza el desvío, la muleta o el capote, como identidad de la absoluta no verdad. En este momento niega al ser y se transforma en una cosa distinta, en una cosa en sí misma, cuya definición está en no ser lo que es, o sea no ser lo que parece ser y no ser lo que parece. Es precisamente en este momento cuando se trasciende el carácter artístico y de su obra, su magia eterna radica en que su arte es efímero y por tanto mortal.
En ese instante el torero, vestido de luces -en ese vestido que rompe la realidad-, acompañado de sus atributos, regalo de los dioses, en forma de capote, muleta y espada, es puramente él; la faena le da su identidad. El espectador se reconoce en la faena porque ésta pertenece al reino de los fines en sí mismos, mientras todo lo que gira fuera de esa atmósfera mágica y sublime pertenece al mundo de lo instrumental, al mundo de la cosa, sin atributos y vacía de poder, porque no tiene utilidad alguna.
El toreo se reconoce en sí mismo dentro de la faena, y el hombre busca ese reconocimiento o identificación dentro de lo que no es. Ese reconocimiento le permite ver su vida a través de un desvío, que es precisamente lo que el torero expresa en la obra, y ésta siempre trasciende cualquier identidad o realidad posible. Esta manera de trascenderse suscita el abrirse a lo que está más allá de cualquier identidad.
El espectador se identifica con el torero porque lo que representa el toro es precisamente la realidad; esa identidad que es la que produce la muerte del espectador, que necesita de un desvío para poder enfrentarse a su cotidianeidad, ya que en el ruedo es donde reina la identidad. Allí aparece el Eterno, donde no hay escapatoria: “Yo seré el que seré” (no hay, no existe, otra opción); y también aparece el razonamiento de la lógica: “el ser es y el no ser no es”, el principio de la identidad. Sólo la utilización de los atributos es lo que permite al torero burlar a la identidad y transgredir la realidad, ésa que produce la muerte.
El toreo nos permite reconocer por qué lo humano esta más allá de cualquier cosa. El torero burla la realidad con su arte efímero a través del engaño, que utiliza como Perseo utilizó su escudo y su espada ante la Medusa. El torero ha heredado la tarea del héroe griego y lo escenifica en el ruedo a manera de tragedia griega, no de comedia ni sátira. Es el mito, que reencarnado en la figura del torero, nos permite sobrevivir entre tanto “bárbaro psicológico”.
El torero, en la suerte de matar recibiendo, iguala al toro; lía su muleta con la mano izquierda, se perfila sobre el pitón derecho, levanta la espada a la altura de sus ojos, apunta al morrillo del toro, y acto seguido adelanta su pierna izquierda tirando la muleta a los belfos del toro para que éste humille, el toro avanza hacia el torero dejando descubierto el hoyo de las agujas. Éste es el único momento en que el torero le pierde la vista a la cabeza del toro, a los pitones, y la espada entra libre, sin ningún tropiezo dentro del cuerpo de la bestia.
El engaño juega entre la realidad y el mito. Esa muleta, ese tercer plano, a la que el toro embiste, es precisamente el arte en estado puro, ya que es lo que no es y no es lo que es. Por eso la mano que ofrece el envite y mata al toro es la mano izquierda; la mano del mito, la del escudo, la de la intuición, la creadora de arte. Perseo llevaba su escudo en la mano izquierda, y allí ubicó a la Medusa para apoderarse de su cabeza. Cortó la cabeza de la Medusa con la mano derecha, pero quien le permitió salir con vida fue su mano izquierda, ésa que portaba un escudo que hacía la función de espejo y le permitió salir con vida.
Una de las suertes más bellas del toreo es recibir al toro con una Verónica, Un milagro en donde la imagen del símbolo se hace eterno, ese milagro que deseamos mantenga a la fiesta brava fuera de las identidades colectivas.
Paco Rodríguez. Plaza México
Francisco Rodríguez
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Vía Blog A los Toros / El Vito
Excelente y enjundioso artículo. Enhorabuena Sr. Rodríguez.
ResponderEliminarA propósito del "izquierdismo" en el toreo, permítanme recomendarles el interesantísimo libro "Los ojos del toro" de Victorio de Anasagasti, el "Doctor Anás",que,aunque publicado en 1923, todavía es encontrable a buen precio.
José Aledón