- La pazada por la izquierda en España y los intentos fallidos de Constitución Europea se orientaban a la creación de un mundo feliz dejado de la mano de Dios.
Por aquellas calendas, en las revistas en que yo colaboraba, Destino, Camp de l’Arpa, me sentía como Wenceslao Fernández Flórez: una isla en el mar Rojo, así que desde muy pronto supe lo que era la censura oficiosa, que le daba ciento y raya a la censura oficial. La Santa Madre Iglesia no se quedaba atrás, según las aperturas del Vaticano II, y llegué a conocer a alguien con empleo en la Junta autonómica que, en su paso por el Seminario, se dedicaba a introducir literatura subversiva entre las cubiertas de publicaciones eclesiásticas.
Personalmente, pude oír en una sesión de unos cursillos para adultos, a la que se me ocurrió asistir en la universidad, a un joven y fornido fraile franciscano de barba rala e indumentaria informal equiparar con Cristo a don Blas Infante y al Che Guevara.
De esa época debe de datar una foto de la tribuna de un estadio en la que Santiago Carrillo aparece rodeado de jóvenes militantes, uno de los cuales, con gafitas y sonriente, llegaría con el tiempo a ostentar un cargo importante en la Conferencia Episcopal.
Debo confesar que, animado por el ejemplo, al llevar a una librería romana ejemplares de un librito de un poeta mayor, recién editado en Sevilla, metí entre sus páginas un soneto «anónimo» nada halagüeño, cuya refutación por uno de los cortesanos del poeta tuve el honor de leer en una tercera de aquel ABC que nombró «español del año» al «honorable» Jordi Pujol. El tercerista de ABC demostraba saber muy bien, aunque no lo nombrara, quién era el que escondió la mano tras arrojar la piedra, de suerte que aquel tributo mío a los métodos de la «clandestinidad» no volvería a repetirse.
A partir de la «Cuestión romana», resultado del Risorgimento, la Iglesia no podía ver con buenos ojos el culto a la patria de los nacionalismos centrípetos, y a esa animadversión vino a sumarse, con su Kulturkampf, la otra joven nación europea. El recelo era recíproco y venía de antiguo. Roma hubo de conformarse con la confesionalidad de algunas naciones católicas, Italia y España señaladamente en Europa. Ahora bien, la confesionalidad del Estado italiano derivaba de los Pactos de Letrán, que pusieron fin a la Cuestión romana, y la del Estado español, de una guerra en la que habían mordido el polvo los «sin Dios» y los «sin Patria».
El II Concilio Vaticano decidió que la Iglesia tenía que «abrirse al mundo», es decir, a uno de los tres enemigos del alma, y entenderse con su Príncipe, otro de esos enemigos, y a eso se debería, digo yo, aquella voz de alarma del papa Montini cuando habló del «humo de Satanás». El laicismo volvía por sus fueros y los pocos Estados confesionales dejarían de serlo, el italiano, con el hundimiento del partido de la Democracia Cristiana, y el español, con el fallecimiento de quien había sido uno de sus grandes valedores y defensores en los conflictos del siglo. El mote de «nacionalcatolicismo», aplicado a nuestro Estado confesional por alguien que, antes de ser crítico, había sido fervoroso turiferario, hizo el milagro de que el Vaticano hiciera «autocrítica» -otro palabro de la época- y tomara distancias del Régimen del que había recibido tantos beneficios.
La descristianización de las masas fue una de las consecuencias del Vaticano II, y no fue más lejos gracias a la reacción de Wojtyla y Ratzinger tras el frenazo inicial de Paulo VI. La pazada por la izquierda en España y los intentos fallidos de Constitución Europea se orientaban a la creación de un mundo feliz dejado de la mano de Dios. En Europa hay quien se va dando cuenta de que la renuncia a su tradición judeocristiana implica una capitulación sin condiciones ante la aglutinación de lo que Ortega llamaba el «gran magma islámico», y en España hay más de un hijo pródigo que empieza a poner en su sitio una historia de la que llevaba años renegando.
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