Toro, torero y público. Esos son los tres ejes del toreo. Si falla uno de ellos la tauromaquia se desmorona. Toro y torero son materia prima y artífice, y el público es el componente que le da sentido a la obra. Sólo la presencia de espectadores obliga al artista a comprometerse. Cuánta más gente hay en los tendidos y más grande e importante es la plaza, mayor es el empeño que el protagonista pone y el riesgo que asume. Eso es algo natural, inherente a la condición del ser humano, que toma las lógicas precauciones cuando nadie le ve y nada repercute.
La responsabilidad de quienes se visten de luces está fuera de toda duda, pero sólo la tensión que ejerce la masa consigue que el matador dé un paso más, que permanezca impávido hasta límites insospechados, que se ciña la embestida del animal a su cuerpo al milímetro. Por eso las faenas que han pasado a los anales de la historia, las que han marcado época, siempre se han realizado bajo la presión del gentío y han sido recogidas por la prensa, es decir, en recintos significativos con luz y taquígrafos.
Por muy dignos y respetuosos que sean los cosos de Villarriba y Villabajo, jamás allí se escribió una página esencial del devenir de la tauromaquia. Por asombrosa que fuese una faena, nunca trascendería si se realizara a puerta cerrada, aunque se llevara a cabo sobre el mismísimo albero de Las Ventas. Por emocionante que una labor pueda resultar, no tiene la mínima repercusión cuando se efectúa en el campo.
La mayor parte de los festejos que se organizaron el año pasado estuvieron marcados por la pandemia y por la imposición legislativa de no habilitar más del 30% del aforo. Así, el aspecto de las gradas era desangelado y la concurrencia estaba más preocupada por cumplir las medidas sanitarias y expresar su alegría por haber podido acceder al evento que por mostrar exigencia con lo que sucedía en el ruedo. No hubo reproches ante el escaso trapío de algunas reses ni tampoco cuando el ajuste entre toro y torero brillaba por su ausencia.
Sin embargo, el pasado sábado se celebró en Almendralejo una corrida en la que la frialdad que desprendían los tendidos semivacíos durante 2020, dio paso a parte de un calor añorado y gratificante, tanto para el torero, que se siente espoleado y valorado, como para el toreo, que adquiere su significado vital. Se autorizó la ocupación de la mitad de las localidades y se agotaron las entradas. Ante la ausencia de apreturas, la gente se acomodó de tal forma que la sensación era de estar en una plaza con un coro potente.
La motivación de los artistas fue total y el resultado no pudo ser mejor. Compromiso, riesgo, arte, cogidas, toreo, emoción… El primer acierto hay que anotárselo al empresario, que supo conjugar los ingredientes necesarios para que el cartel resultase atractivo. Una ganadería más que interesante y diestros de la tierra con la máxima expectación. La misma composición en otra ciudad no hubiera tenido el mismo “efecto llamada” ni hubiese conseguido generar semejante ambiente. Es primordial anunciar en cada latitud lo que la clientela demanda.
Para que la tauromaquia siga gozando de sentido es fundamental que no se quede coja de una de las tres patas que la sustentan. Toros bravos, toreros comprometidos y público exigente. Ahora sólo cabe esperar que la evolución de la pandemia permita la celebración de festejos con mayor aforo y que los empresarios acierten con las combinaciones propuestas.
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