la suerte suprema

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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

lunes, 3 de agosto de 2015

Toros en El Puerto de Santamaría. Ponce detuvo el tiempo y Manzanares aseguró con su espada una compartida salida a hombros.



Ponce detuvo el tiempo y Manzanares aseguró con su espada una compartida puerta grande con el valenciano.
  • Ponce brindó esta inolvidable faena a Paco Ojeda que estaba en un burladero del callejón. Enrique le obligó, insistiéndole, a salir al ruedo.

La Real Plaza vistió sus mayores galas y vio sus tendidos casi llenos con dos miedos. Que el desatado viento de levante se atemperara y que los toros de Juan Pedro Domecq ofrecieran un mínimo de posibilidades. Por no cumplirse esto último, la primera mitad del festejo resultó un fiasco. Los tres se pararon a poco de empezar sus faenas Enrique Ponce, Morante de la Puebla y José María Manzanares. Únicamente Morante logró cuajar un maravilloso ramillete de verónicas como única cosecha apenas compensatoria de las ilusiones que los aficionados habían puesto en la primera corrida de la gran temporada del histórico coso portuense.

Plaza testigo de grandes acontecimientos a lo largo de su historia. Plaza realmente singular que sabe esperar y que respira a unísono con tanta sabiduría colectiva que, en sus manifestaciones, logra que las corridas se vean y se oigan en una afinada simbiosis de cualquier acontecer. Tanto para mal como para bien. Hasta los ciegos pueden ver lo que pasa con solo escuchar los ruidos que depara la lidia, los murmullos del gentío, el matizado palmoteo que subraya cada trance, las músicas de una sensacional banda, la particular manera con las que los trompeteros anuncian el inicio del festejo y los cambios de tercio. Una joya vital digna de estudio.








Por fortuna, lo que había sido una acumulación de decepciones a cuenta del mal juego del ganado, cambio radicalmente con el cuarto toro. Un bello ejemplar que, aun siendo noble, le costaba mucho embestir. Fue por esto por lo que Enrique Ponce tuvo que hacer un inaudito alarde de lo que es saber templar hasta grados inimaginables. Yo no había visto nunca torear más despacio. Tan despacio, que cada muletazo duró una eternidad. Los pulsos cuasi parados del gran torero obraron el milagro. Un milagro soñado que solamente puede convertirse en realidad cuando quien lo obra está dotado de un valor fuera de lo común, de una inteligencia sobrenatural, de una paciencia infinita, de una seguridad en sí mismo portentosa… Las reacciones del público, pasaron del asombro al entusiasmo. Y del entusiasmo al frenesí. Los que estábamos en los tendidos de sombra tuvimos que verlo distanciados y no por ello emocionados. Los más cercanos a la faena de las localidades de sol – fueron los terrenos más propicios por lo que todavía soplaba el levante –, absortos y a la vez gozosos. Fueron los primeros en levantarse de sus asientos porque, mediada la faena, todos, absolutamente todos, nos pusimos en pie hasta llegar el momento de la estocada. Perfecta, despaciosa, certera, eficaz… Y los tendidos se tiñeron de blanco. Las palmas acabaron por bulerías y los gritos de placer se tradujeron en clásico “!! to-re-ro, to-re-ro, to-re-ro ¡¡”

A estas alturas de la temporada a que le aguardan las grandes ferias del Norte y, muy espacialmente, la de Bilbao, los que la estamos siguiendo de punta a punta en sus más grandes acontecimientos, imaginamos lo que a Enrique Ponce aún le queda por hacer para su mayor gloria y para nuestra satisfacción. No hay posible parangón con Enrique, cada tarde más fresco y, a la vez, más añejo. Dueño de su destino, amo y señor del toreo en su más señera acepción. ¿Hasta adonde va a llegar, hasta cuándo va a durar..? Ni él mismo lo sabe. Y es bueno que no lo sepa…

Ponce brindó esta inolvidable faena a Paco Ojeda que estaba en un burladero del callejón. Enrique le obligó, insistiéndole, a salir al ruedo. Creo que algunos no reconocieron al genio de Sanlúcar. Pero si había alguien en la plaza digno de que esta faena le fuera brindada, fue el último revolucionario de la historia del toreo. Fue otro de los aciertos del valenciano. A tal señor, tal honor.

Una vez más tengo que reconocer lo injusto que resulta utilizar a Ponce como referencia. Muchas veces pensamos al ver a otros toreros con toros que en las manos del valenciano hubieran sido bastante mejores y algunos hasta dignos de ser indultados. Como antier con uno en Huelva. Como ayer en El Puerto con el sexto.
De ahí que quienes más de cerca asisten como testigos privilegiados del cuasi diario portento poncista que estamos viviendo, son precisamente sus compañeros cada vez que alternan con él. Uno ve sus asombradas caras mientras le ven torear y comprende su sana envidia aunque también los hay que de sana no tiene nada y no les queda otro remedio que intentar ponerle piedras en su ya larguísimo e inalcanzable camino para que tropiece. Pero son piedras administrativas que, a la postre, resultan inútiles. Planes maliciosos que, a lo sumo, solamente consiguen que Ponce no pueda actuar en algunas ferias. Lo que es un robo a la afición. Un robo imperdonable.

Los hay que, sin embargo, le quieren, le admiran y tratan legítimamente de emularle y sanamente de superarle. Entre estos, destaca José María Manzanares que llegó a El Puerto desde su gran triunfo de Huelva en donde cuajó una de sus mejores actuaciones de esta temporada, no solo frente al mejor toro de la tarde. También frente a un manso que supo convertir en grato colaborador. Ayer, en El Puerto, también le cupo la suerte de tropezarse con el mejor toro, sexto y último, de la muy desigual corrida de Juan Pedro, por cierto de bastante mejores hechuras que la de Huelva. Y fue con este toro postrero con el que logró empatar a trofeos con su padrino. En la faena de muleta, no llegó alcanzar José María las altísimas cotas de Huelva. La faena fue acompasada por las notas del pasodoble “Copla flamenca” y Manzanares la detuvo en varios momentos para que la gente pudiera gozar con los solos de trompeta de la música. Estas esperaras no resultaron convenientes porque le obligaron a perder el hilo de la obra. Pero todo lo arregló con una soberbia estocada en la suerte de recibir. La faena había sido de oreja. La segunda se la dieron por la monumental estocada.

Y los dos fueron paseados a hombros saliendo de la plaza de tal guisa por la Puerta Grande en medio del delirio del gentío. A pie aunque también entre ovaciones lo hizo Morante, ayer autor de un par de recitales a la verónica. Sería injusto no señalarlo. Que también ahí quedaron las perlas capoteras del gran artista de la Puebla.

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