Escenario de toros y hombres, muertes y vidas, fiestas y tragedias, valentías y miedos, hazañas y oprobios, toreo y destoreo, sacrificios y abusos, devociones y ofensas, acuerdos y desacuerdos, ilusiones y desilusiones, glorias y vergüenzas, apoteosis y asonadas, triquitraques y bombas, prédicas, misas, terrorismo y hasta una famosa masacre...
Honrada y vejada
Jorge Arturo Díaz Reyes
Crónica Toro / Cali febrero 15 de 2021
La Santamaría de Bogotá, nacida entre las ilusiones de un rico aficionado y las pretensiones de una capital torera, entonces pobre y sin siquiera plaza firme, sigue de pie, nonagenaria, resistiendo a la muerte y a la infamia.
Muy joven y bella, por infortunios económicos de su progenitor, fue convertida en pública municipal, y lanzada a una suerte azarosa, en manos de los alcaldes que se han turnado desde entonces. Uno de los cuales, ya vieja, le extirpó el museo y le negoció la última cirugía plástica, con intenciones de alargar su explotación a todas las formas posibles. Menos aquella litúrgica para la cual nació; catedral del prehistórico culto taurino.
Así, de tumbo en tumbo, venerada, odiada, festejada, ignorada, vejada y maquillada ha llegado hasta hoy, con ese aplomo de anciana respetable que guarda su pasado de honor, dolor y picaresca tras un título: “Patrimonio cultural de la nación”.
Escenario de toros y hombres, muertes y vidas, fiestas y tragedias, valentías y miedos, hazañas y oprobios, toreo y destoreo, sacrificios y abusos, devociones y ofensas, acuerdos y desacuerdos, ilusiones y desilusiones, glorias y vergüenzas, apoteosis y asonadas, triquitraques y bombas, prédicas, misas, terrorismo y hasta una famosa masacre...
Paradigma de arquitectura neomudéjar en América. Bajo el perenne reloj que le cuenta los minutos, la evocadora estructura de ladrillo pelado, cemento, madera, columnas, arcos, gradas, puertas, vomitorios, tejados, palcos, arena, barandas, toriles, corrales, patios, oficinas, terrazas, placas, esculturas, portabanderas… yace contrastando con eso que se ha vuelto la ciudad en torno suyo. Acusándolo.
Ese posmodernista planetario acaracolado y cupular, donde los días de corrida se arremolinan a vociferar los que quisieran devastarla. Esas torres voyeristas de apartamentos con que un arquitecto francés la semi circundó. Ese cubo rojizo del Tequendama, albergue de toreros. Esa honda avenida que lleva al aeropuerto, y, del puente para allá, en la séptima, espiándola, el mediano “rascacielos” de Colpatria...
Solo le son mayores en edad por ahí, el Museo Nacional, antigua cárcel, y otros dos templos sacrificiales (católicos estos). El encumbrado Monserrate arriba del cerro y el colonial de San Diego abajo. Entre ellos, redonda, centra el paisaje. Solo también ellos han sido testigos presenciales, de toda su vida y sus secretos, diurnos y nocturnos. Y lo serán quizá también de su destrucción.
Que sería, sacrílega para sus fieles y de pronto alguno que otro humanista reticente, santa causa para sus enemigos, y asunto ajeno para ese gran resto, absorto en la sobrevivencia diaria, que ya no pertenece a los toros.
Esa mayoría de urna, en esta urbe de aluvión que otrora presumió de “Atenas suramericana”, y a la cual seguro lo mismo le daría hoy que convirtieran su histórica plaza en circo de variedades, supermercado, escombrera, o… cualquier otra cosa. Juegan con ello sus avisados políticos.
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