La fijación hemiplégica de la izquierda con los muertos resulta patológica. Hasta ahora ha conseguido remover de sus sepulcros de forma abyecta los huesos de Sanjurjo y Mola y centran ahora su empeño en exhumar a Franco, José Antonio y a Queipo de Llano.
Los muertos como excusa
Hace unos días, de madrugada, el Ayuntamiento de Callosa de Segura procedió a la retirada de una cruz situada en la fachada de la Iglesia, terminando así con la tenaz resistencia de los vecinos que durante 400 días habían montado guardia día y noche para defender su permanencia. Horas después de que el monumento fuera cargado en un camión y arrumbado en un patio municipal, el Alcalde recibió la notificación del TSJ de Valencia ordenando la paralización de la retirada de la cruz. Como para creer en casualidades.
Lo que algunos medios llaman “cruz franquista” no era ya más que una cruz sencilla, blanca, desprovista de cualquier símbolo o leyenda que pudiera molestar a nadie. Tan sólo quedaban, en el pedestal, los nombres de los 81 callosinos asesinados por el Frente Popular, pese a lo cual los grupos de izquierda exigieron la retirada de la cruz, sin duda para eliminar cualquier rastro de la barbarie de sus antecesores en 1936.
Resulta sintomático que la excusa que sirvió a la izquierda para justificar tan nefasta ley fue la necesidad de dar digna sepultura a los muertos que aún reposan en fosas comunes o en cunetas. Nadie puede negar la nobleza y legitimidad de dicha aspiración, pero nunca se dijo que tanto dicha ley como sus engendros autonómicos -las leyes de “memoria democrática”- estuvieran destinadas a honrar la memoria de unos muertos y borrar para siempre la de los otros.
Nadie entendería que ningún vecino de Callosa se opusiese a que se honrara y recordara a los republicanos caídos o fusilados, pues todos, equivocados o no, eran callosinos, españoles que lucharon y murieron por un ideal, y que para ello se levantase una pirámide –como recientemente se hizo en Málaga- o un compás o una estrella roja, que les recordase, si así lo quieren sus deudos.
Pero no podemos permanecer impasibles mientras se derriban y eliminan estatuas de Millán Astray, de Franco, o de Varela y al mismo tiempo se inauguran y mantienen monumentos a Largo Caballero, Prieto, Carrilllo y la Pasionaria. Eso no es concordia, sino un deliberado intento de imponer una visión sectaria de la historia. A la destrucción de cruces y placas de recuerdo a los que cayeron “por Dios y por España”, se sucede la inauguración por doquier monumentos a las Brigadas Internacionales y a los caídos republicanos, lo que deja al descubierto el cinismo y la hipocresía de los valedores de una ley cainita que el gobierno de Rajoy no ha querido derogar, acaso porque sabe que el ruido del odio le asegura el voto del miedo.
La fijación hemiplégica de la izquierda con los muertos resulta patológica. Hasta
ahora ha conseguido remover de sus sepulcros de forma abyecta los huesos de Sanjurjo y Mola y centran ahora su empeño en exhumar a Franco, José Antonio y a Queipo de Llano. Y por si esto no fuera suficiente, presentan un proyecto de ley de reforma de la Ley de Memoria histórica en el que, además de establecer durísimas penas de cárcel a quien discrepe del revisionismo histórico de la izquierda, se exige la retirada de cualquier mención o simbología de “exaltación de la Guerra Civil y Dictadura” de los cementerios públicos, con la vista puesta en el camposanto de Paracuellos del Jarama -la mayor catedral de mártires existente en todo el mundo- y en el Valle de los Caídos, donde reposan mezclados, los muertos de uno y otro bando bajo una inmensa Cruz, supremo signo de la reconciliación y del amor.
Nadie de la derecha o de la extrema derecha ha exigido jamás molestar en su tumba a Santiago Carrillo, responsable directo del genocidio de Paracuellos, a Miaja o a la Pasionaria. Y quien lo hiciera no merecería menor reproche, porque (y esto vale para todos, rojos y azules) a los muertos hay que dejarlos en paz.
He conocido a combatientes de uno y otro bando y jamás vi en ellos la menor sombra de odio, ni de rencor. Quienes se jugaron el tipo en el campo de batalla, respetaban a su enemigo con la misma fuerza con la que renegaban de su retaguardia y puedo asegurar que ninguno de los que aún viven aprobaría esta disparatada espiral de odio retrospectivo.
En 1986, el gobierno del PSOE hizo una ecuánime declaración institucional en el cincuentenario del inicio de la guerra: “un Gobierno ecuánime no puede renunciar a la historia de su pueblo, aunque no le guste, ni mucho menos asumirla de manera mezquina y rencorosa. Este Gobierno, por tanto, recuerda asimismo, con respeto a quienes, desde posiciones distintas a las de la España democrática, lucharon por una sociedad diferente a la que también muchos sacrificaron su propia existencia.” (..) “para que nunca más, por ninguna razón, por ninguna causa vuelva el espectro de la guerra civil y el odio a recorrer nuestro país, a ensombrecer nuestra conciencia y a destruir nuestra libertad.”
Treinta años después, el espectro del odio vuelve de la mano de un PSOE que abomina de Besteiro y es jaleado por la extrema izquierda ante el silencio de un centro-derecha acomplejado. Unos quieren ganar la guerra que perdieron sus padres, pero aún peor es que otros están dispuestos a perder la que sus padres y abuelos ganaron, a humillarles póstumamente, a pisotear su memoria, con lo que millones de muertos están en trance de ser olvidados, y el pasado de España, como decía Churchill, se convierte ya en un arcano impredecible.
Creo que ya ha llegado el momento de decir basta y exigir firmemente respeto a todos los españoles que murieron por una causa que ellos creyeron tan noble como para morir por ella y que hoy son escarnecidos por el odio y la indignidad de quienes no merecen llamarse españoles.
Luis Felipe Utrera-Molina
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