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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

miércoles, 8 de abril de 2020

Chicuelo II, romance de valentía / por Paco Mora


Chicuelo II, junto a su hermano Ricardo y el picador de su cuadrilla Pepe Díaz. Los tres perecieron en el accidente de avión.
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La afición de Manuel tuvo su origen precisamente en el amor que profesaba a su madre, a la que estaba dispuesto a redimir de su duro trabajo a toda costa. Manuel fue la pena y la alegría de doña Benedicta.

Chicuelo II, romance de valentía

Paco Mora
AplausoS, 8 Marzo 2020
Manuel Jiménez Díaz fue en el toreo un auténtico romance de valentía. Se forjó como casi todos los toreros albaceteños de aquella época en las cruentas capeas de los pueblos de la provincia de Albacete y Cuenca, donde se corrían aquellas vacas viejas, grandes y mansurronas; las “carpinteras” como él las llamaba por la leña que tenían. Trabajaba en el Bazar Cocina, comercio ubicado en la Calle Mayor, a un paso de la plaza del mismo nombre. Era uno de los miembros varones de una modesta familia numerosa, los otros tres eran José, el mayor, Ricardo, que le acompañó desde el inicio de su aventura y abrazado a él murió en el accidente aéreo de Bahía de Montego, en la isla de Jamaica, en el avión en el que viajaban a México, y Ángel, que era el ojito derecho de Manuel y que ya estaba toreando con picadores, y no llegó a tomar la alternativa porque la madre, doña Benedicta, le hizo jurar que con la muerte de Manuel se había acabado la aventura torera familiar.

El Albacete de entonces era un pueblo grande con pujos de capital y los Jiménez Díaz vivían en una callejuela denominada Callejón de La Gaspara, que daba a un huerto a comienzos de la Calle del Rosario, casi en el centro neurálgico de la capital. Procedían de Iniesta (Cuenca) y pronto falleció el padre, teniéndose que hacer cargo de aquella amplia familia la madre, una auténtica Madre Coraje que se desollaba trabajando día y noche para sacar adelante a la prole. La afición de Manuel tuvo su origen precisamente en el amor que profesaba a su madre, a la que estaba dispuesto a redimir de su duro trabajo a toda costa. Manuel fue la pena y la alegría de doña Benedicta. Uno no ha visto jamás un rostro con más sentimientos encontrados, que cuando aquella mujer miraba o simplemente hablaba de su hijo torero.

Tenía apenas diecisiete años cuando conocí a Manuel, y al salir del colegio por la anochecida, lo esperaba a la puerta del bazar donde le veía moverse por detrás del mostrador con su bata marrón de dependiente de comercio, hasta que a las ocho en punto salía y nos íbamos a pasear por la Calle Ancha, que era “el tontódromo” para el chavaleo de la época. Nuestras conversaciones giraban siempre alrededor del toreo y de si habían traído vacas al matadero, a Casa de Juanillo “El Picaor” o a los corrales de Tomás Sánchez Cajo. Recuerdo una noche en la que esperamos a Pedro Martínez “Pedrés”, que trabajaba en los Almacenes Lorenzo de la calle Ancha, y los tres, junto a Juan Ortiz “Pinturas” y Juan Montero, que nos esperaban en las cercanías del Matadero Municipal, saltamos la tapia y en aquellas corraletas de cemento, enfangadas de barro revuelto con los excrementos de los bovinos, nos dedicamos a hurgarles a las vacas, que eran mansas pero a veces pegaban un arreón y se nos echaban a los lomos. Como no llevábamos trastos de torear, un abrigo gris marengo que yo había estrenado ese día hizo las veces de capote, y la tragedia vino cuando aquella noche llegué a mi casa y mis padres vieron en lo que había quedado la prenda que me tenía que librar del frío cruel que hacía en aquellos días de invierno. No quiero ni acordarme del disgusto en que acabó aquella aventura, pero tampoco puedo olvidar el seco “yo no me sacrifico para pagarte unos estudios, y que tú te empeñes en convertirte en un salta tapias” que se le escapó a mi padre con toda la razón.

Estuve en varias capeas con Manuel y recuerdo particularmente la celebrada en una cuesta abajo empedrada de Nava de Arriba. De allí salimos vivos de milagro, pero Chicuelo II se hizo aplaudir por el mocerío harto de vinazo que formaba el público de aquel espectáculo casi dantesco.

Burla burlando, Manuel comenzó a vestirse de luces en novilladas sin picadores en los pueblos y villorrios de las provincias de Albacete y Cuenca, hasta que un día, por arte de birlibirloque, debutó en Valencia con los del castoreño. Todo el grupo de amigotes con pujos de torero caro esperábamos a la anochecida el resultado de aquella novillada, y cuando nos enteramos de que andaba en hombros por las calles de la capital del Turia nos hicimos cruces y saltábamos de alegría.

Y ahí comenzó todo. Valencia fue la plataforma de lanzamiento de un torero singular, más valiente que un tejón, que se anunciaba como Chicuelo II. 

Ya lo apoderaba un carnicero de Albacete llamado Enrique Callejas, y de ahí a torear en todas las ferias, después de triunfar estrepitosamente en Las Ventas de Madrid, como era entonces preceptivo. Tomó la alternativa en Valencia de manos de Domingo Ortega y pronto se hizo un hueco entre las figuras. Le importaban un bledo los hierros, el peso y el trapío de los toros, le preocupaba solo “la pastizara” como él llamaba al dinero. Y en eso, en “su dinero”, no transigía ni les valían razones a las empresas. Recuerdo que ya siendo figura, estaba con él en su casa de la Calle de la Feria y llamó el empresario de Madrid Livinio Stuyck que por la conversación entendí que le ofrecía torear en Las Ventas con Emilio Ortuño “Jumillano”, entonces en candelero y apoderado por la empresa madrileña, y Manuel subió sensiblemente la cantidad que el empresario le ofrecía. No hubo entendimiento y se acabó la conversación. Nosotros seguimos a la nuestra y volvió a sonar el teléfono. Parece que el empresario había recapacitado y al final dio el visto bueno al caché de Chicuelo II, pero este le respondió que ahora valía veinticinco mil pesetas más y el empresario le dijo escuetamente; “¡Y un jamón!”, y colgó. Pero al rato, don Livinio pasó por el aro y se cerró oralmente el contrato. Bueno, pues el día de la corrida el torero mandó a su apoderado Callejas a cobrar a mediodía, como era en él costumbre, y cuando este regresó al hotel con “la pastizara”, Manolo le preguntó: “Y dónde está el jamón, porque si no viene el jamón que me prometió yo no me visto de luces”. Enrique Callejas volvió al despacho de la empresa y regresó con el jamón al hombro. Parece que don Livinio tuvo que echar mano de un amigo tendero, que, pese a ser domingo, abrió su tienda para servirle el jamón al empresario. Manuel había sufrido mucho para llegar adonde llegó, y se arrimaba como un perro pero en cuestión de “jayeres” no cedía ni un milímetro.

Hice también mis pinitos como becerrista, y cuando debuté en Albacete, en terna con José Montero “Minuto” -hermano de Juan- y Félix Morales, con una seria y fuerte novillada de Eugenio Ortega, a Manuel no le gustó el pingajo de traje de luces que había alquilado en “Casa el Tortas” de Madrid y me dijo: “Tú no sales a la plaza con eso”. Me hizo probarme en su casa un vestido grana y plata que tenía un par de corridas. Le pregunté qué me iba a cobrar por dejármelo y me respondió: “Si lo rompes por delante nada, y si lo rompes por detrás ya veremos”. Estuvo Manuel en vilo en el callejón durante toda la tarde, ya que entre mis dos toros me propinaron unas quince volteretas, y acabé de despenar al último novillo medio desnudo, y con cortes y moratones por todo el cuerpo. Al día siguiente le devolví el vestido, y sin mirarlo siquiera lo echó directamente a la basura. Cuando le pregunté qué le debía, me soltó: “Ya cobraste tú ayer tarde por los dos”. Así era aquel hombre fuera de serie.

Cuando supe, el 21 de enero de 1960, el mismo día que nacía Encarnita, mi hija segunda, que Manuel había muerto en un accidente aéreo en América, la alegría del nacimiento quedó envuelta en una amarga tristeza. Había perdido a uno de los mejores amigos de mi juventud, y el toreo un torero de leyenda.

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