"...El instante de la estocada es de una virilidad y una grandeza que justifican toda la pasión y el entusiasmo que despertó siempre la fiesta..."
Gregorio Corrochano
Abc
3 de junio de 1918
Ayer sentimos toda la honda emoción de ver matar a un toro. ¡Cuánto tiempo que no experimentábamos esa sensación que nos dio Algabeño matando al tercer toro de la tarde! Porque los aficionados de ahora hemos sentido el arte de torear como no lo sintieron los aficionados de épocas pasadas.
Nunca tuvo el toreo más belleza ni más emoción; pero nunca estuvo tan viciada, tan desvirtuada, tan falsificada la suerte más peligrosa y más emocionante del toreo: la suerte de matar. No sabré decir si los toreros cuidan el toreo y descuidan la estocada porque el público gusta más de lo primero, o si el público se ha aficionado al toreo, dejando la estocada en lugar secundario, porque como ve torear bien y matar mal, no es lógico que se aficione a lo malo. No sé de parte de quién está el origen, ni de quién depende la orientación; pero el hecho existe. Se torea bien y se mata mal, y el público sigue con interés la labor de los que torean, y no le inspira curiosidad la de los que matan. Sin embargo, cuando, vemos matar como mató ayer Algabeño al tercer toro, sentimos una emoción tan inesperada, tan fuerte, reacciona de tal manera el público a favor de la estocada, que si dos o tres matadores de la cuerda de Algabeño cuidaran al torear no más que de no desesperar y aburrir al público, de llevar la lidia sobriamente, con orden, con valentía y decisión, ya que no con arte, y en el trance final echaran el resto, como lo echa Algabeño, la suerte de matar volvería a ser del gusto del público, y la fiesta, que atraviesa momentos de languidez, resurgiría con nuevos bríos, porque el instante de la estocada es de una virilidad y una grandeza que justifican toda la pasión y el entusiasmo que despertó siempre la fiesta. Y de ahí, no cabe duda, de los matadores de toros, ha de venir el resurgimiento; de los toreros, no, porque en el toreo ya no puede sorprendernos nada; después de Gallito y Belmonte, nada nuevo nos espera en el arte de torear.
¡Qué emoción tan intensa la que nos dio ayer Algabeño! La plaza entera dijo: Así se matan los toros. Y lo dijo por intuición, no porque lo supiera, porque en el público que hoy asiste a las corridas son contadísimos los que saben, porque lo vieron, cómo se matan los toros. Fue un fenómeno de adivinación, de presentimiento, nacido del interés, de la emoción que supo dar Algabeño a la estocada. El toro había desarmado en palos, y en la faena de muleta achuchó mucho por los terrenos de dentro. Algabeño le entró a matar derecho: el toro le desarmó, le quitó la muleta y el estoque quedó caído y cruzado. Rabioso porque el derrote del toro desvió el estoque y no le permitió matarle a la primera estocada, cogió Algabeño precipitadamente los trastos y en cuanto le igualó se fue derecho al morrillo con ímpetu salvaje y metió hasta la mano y pegó con el pecho en el testuz y salió rebotado. Fue un encontronazo brutal, de dos fieras que se acometen, que cierran una contra la otra, de poder a poder, con rabia, con saña, con odio. ¿Acomete siempre así el toro? Pues ahora, además del toro, acomete así el torero. Y el toro, con toda la fiereza de su raza, y el hombre, con todo el valor de la suya, se atacan, se empujan, se pelean en un formidable cuerpo a cuerpo; el toro, blandiendo la anchurosa cuerna; el hombre, hundiendo el acero.
Hubo un momento de una plasticidad que si se quisiera representar fielmente, la alegoría de la suerte de matar, no habría sino copiarle. Fue el momento aquel en el que el toro se ahogaba con el estoque dentro; cerca había una zapatilla y el trapo rojo, y el torero desarmado, con la huesuda mano crispada y la mirada sin fijeza, un poco extraviada por la emoción, iba y venía en derredor del toro vencido, brindándole todavía un exceso de coraje, resto de la pelea.
¿Que no salió limpiamente? ¿Que salió empujado por el toro? ¿Que no rozó el costillar? Ni salió limpiamente, ni rozó el costillar, ni falta que hace. El toro, ya hemos dicho que desarmaba, no le dejó pasar; pero aunque le hubiera dejado, no nos detenemos en esos pequeños detalles. Todo eso de los tres tiempos y doblar sobre el pitón y salir limpiamente, etc., es más para escrito o hablado que para ejecutado. Momento es éste tan rápido, tan fuerte, que tanto varía según lo que haga el toro, y de tanto peligro, que apreciarle por milímetros es una ridiculez. El matador debe ir derecho, no soltar el estoque ni detener el empuje hasta dar con la mano en el pelo, y conseguido esto, si logra salir ya es bastante, por la cara o por el rabo, limpiamente o comprometidamente; salir, que no es poco cuando se entra derechamente hasta meter todo el acero. Cuando se sale bien y con facilidad y demasiado limpiamente es cuando no se entra o cuando se enmienda el viaje así que se llega al embroque.
Recuerdo que leyendo hace unos días a Peña y Goñi -gusto de asesorarme de los escritores taurinos más inteligentes que yo- tropecé con una polémica en la que aquel crítico enamorado del arte de Frascuelo combatía a los que censuraban como un defecto grande el que un matador saliera por la cara, porque lo que se censuraba no era el que no pasase de la cara, que esto es censurable, sino el que cerrase con el toro y éste no le dejara pasar. Es decir, que se censuraba lo que era un defecto por exceso, por exceso de embraguetarse con el toro. Y decía Peña y Goñi a sus polemistas: “¿No comprenden los aficionados y revisteros (la polémica era con los revisteros de entonces) que cuanto más se embraguete, más se estreche un matador y consienta más a los toros, es más natural y más fácil que los toros no le dejen salir por la cola? ¿Creen acaso que al sentirse herido el toro pasa la cabeza por debajo de la muleta y parte en línea recta, dejando al matador, tan tranquilo, a la cola? ¿No ven que la mayor parte de los toros, al llegar al último tercio, se quedan en los pases, o se revuelven, o se cuelan, o se engañan?”
O desarman, añadiríamos nosotros, como ocurriría con el tercero de ayer. “¿No comprenden -sigue argumentando Peña y Goñi- que al vaciar un toro en la suerte de matar, el brazo del matador no tiene el desahogo que le sobra cuando torea de muleta, y que es, por tanto, mucho más fácil que el toro se mueva en su propio terreno, sin tomar viaje natural, y deje, por consiguiente, al matador en la cara?”.
Cito este autorizado texto para los catasalsas, los meticulosos, los que miden por milímetros la arriesgada suerte de matar. Así mataba Frascuelo, saliendo más veces trompicado que por los costillares, y me parece que Frascuelo ha sido alguien matando toros. Que siga así Algabeño, este Frascuelo moderno, y ya veremos lo que pasa. Yo me fijo mucho en los detalles, y en Algabeño he observado que después de matar, cuando viene a la barrera, tiene que hacerse la toilette, porque trae las manos ensangrentadas y el traje descompuesto, porque, en resumen, viene de matar un toro.
Mató al sexto de un pinchazo delantero, en el que desarmó mucho al toro, y media buena. Después de algún intento inútil, descabelló. Este toro, que estuvo muy suave en el primer tercio, se descompuso con tres pares de fuego que le pusieron sin necesidad. Sin necesidad, amigo Valentín Martín, y me dirijo a usted como asesor, porque el toro había tomado tres puyazos, y en dos le metieron el palo con arandela y todo en las costillas. ¿Qué de particular tiene que el toro se doliera y no tomara la cuarta vara? ¿Y qué necesidad había de ello, si el toro, castigado con exceso, chorreaba sangre hasta la pezuña? Me dirijo al asesor, porque está para estos casos de duda; cuando no hay duda, cuando la lidia se lleva sin ninguna dificultad, no hay nada que asesorar: asesora la misma marcha de la lidia. Y éste era un caso de duda, puesto que faltaba una vara reglamentaria; pero la duda era fácil de resolver, porque estaba a la vista el castigo que había sufrido el toro. No puedo atribuir la ligereza más que a una distracción. Sálvese, pues, la divisa de Tabernero, que fue la quemada, pues aunque el toro no fue un prodigio de bravura, tomó bien las tres varas, y hubiera cumplido sin pena ni gloria de no haberle metido el palo dos veces por el mismo sitio. Esto de ordenar el fuego es muy delicado, porque si la presidencia no pone en ello todo su cuidado ¿qué garantía tienen los ganaderos?
Malla encontró al primero con tendencias a la huida, y en vez de evitarlo aguantándole, no le recogió con la muleta. El toro acabó achuchando mucho. Dos pinchazos, bueno el segundo; otro, yéndose: contaba con la acción del toro, y éste no se movió; una estocada y un descabello. En el cuarto perdió una gran ocasión de lucimiento. Salió muy valiente, apretado por lo que Algabeño acababa de hacer en el tercero. Se arrodilló y dio un pase, exponiendo mucho.
El toro estaba superior. Cuatro o cinco pases muy estirado y quieto, pero sin mandar, sin cargar la suerte, limitándose a dejar pasar el toro serenamente, y en seguida a matar; estaba deseando matar, seguro de su triunfo. Lo esperábamos todos los que sabemos el gran estilo de matador de Malla. Pero le pareció poco la manera corriente de matar, y en vez de irse al toro lo citó a recibir. Éste fue su error. No es que el toro no estuviera bueno para recibir. El toro estaba bueno para todo porque estaba pronto y suave. Pero como por falta de costumbre, por no haberlo visto, ningún torero de hoy sabe recibir, recibió sin consumar la suerte. Dio una estocada contraria y descabelló. Se le aplaudió el intento, la buena voluntad, y dio la vuelta al ruedo. Pero dejó escapar el éxito indiscutible, si en vez de citar en suerte que no domina, arranca en suerte que domina y ejecuta como pocos. Fue una lástima. Se restó aplausos por exceso de voluntad, por un deseo de querer superarse.
Pacomio me da la sensación de un convaleciente. Los frecuentes percances le han mermado muchas facultades y con ellas la confianza que tenía el torero en sí mismo. Media verónica, un detalle suelto, destellos de una cosa que fue. Los dos toros le tropezaron. El primero lo lanzó por alto, empalándole por una pierna. Cayó de pie, sin lesión y siguió toreando, siempre achuchando. Mató de una estocada baja. El quinto era chiquito, pero se hizo el amo por lo incierto y lo avisado que estaba. Una vez se le quedó a Pacomio debajo de la muleta y le dio un palo en el brazo. Los toreros contribuían a descomponer al toro, haciéndole el corro y avisándole todos a la vez. Ayer estuvieron más desacertados que nunca. ¡Cuánto trajín, cuánto capotazo, cuánto correr y pasarse por la cara! ¡Qué lidia de desorden! Pacomio mató al toro de un sablazo en el pescuezo y una estocada en lo alto, muy bien puesta, entrando más decidido.
Los toros, de D. Esteban Hernández, pequeños bastante bravitos, primero y cuarto de preciosa lámina, y finos; los otros, un poco descompuestos de cabeza, y excepto el quinto, fáciles y manejables. Hubieran lucido más con otra lidia. No es poco hacer pelea franca con toreros como los de ayer.
LAS TAURINAS DE ABC
EDICIONES LUCA DE TENA, 2003
Fue un encontronazo brutal, de dos fieras que se acometen, que cierran una contra la otra, de poder a poder, con rabia, con saña, con odio. ¿Acomete siempre así el toro? Pues ahora, además del toro, acomete así el torero
***
El problema "actual" (desde hace varias décadas)es que, generalmente, los toros no acomenten "con rabia, con saña, con odio"...
ResponderEliminar