En ese muy variopinto paisaje de personajes que se mueven en el entorno de la Fiesta, pocos son tan propios como el taurinamente conocido como "padre del torero", que es mucho más que el padre biológico. Con la "madre de la cupletista" forman un dúo que para sí hubiera querido Arniches para montar uno de sus sainetes. Humanamente se comprende que a un padre le preocupe por que caminos anda el hijo; taurinamente las más de las veces esa preocupación, cuando se extralimita, pasa a ser una ruina. En lo económico es bastante posible; en lo taurino, prácticamente seguro.
Por Antonio Petit Caro
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Denostada figura la del padre del torero
Denostada figura la del padre del torero
Por Antonio Petit Caro
En ese muy variopinto paisaje de personajes que se mueven en el entorno de la Fiesta, pocos son tan propios como el taurinamente conocido como "padre del torero", que es mucho más que el padre biológico. Con la "madre de la cupletista" forman un dúo que para sí hubiera querido Arniches para montar uno de sus sainetes. Humanamente se comprende que a un padre le preocupe por que caminos anda el hijo; taurinamente las más de las veces esa preocupación, cuando se extralimita, pasa a ser una ruina. En lo económico es bastante posible; en lo taurino, prácticamente seguro.
Como alguna vez he escrito, la torería debiera ser virtud que resulte predicable también de un variopinto muestrario de gentes que no visten de luces, o que lo hicieron sólo muy en su juventud para luego dirigirse a otros menesteres, pero que alimentan el calor y hasta el color de la Fiesta.
Y así, algún mozo de espadas he tratado que era todo un dechado de torería auténtica, en ese maremagnum de cometidos tan dispares que les toca desarrollar a los de este oficio y que un amigo, con gracejo, retrataba como las únicas criaturas del planeta que, estando en bañador y en la piscina, no necesitan salir del agua para facilitarte en la misma tacada una aguja enhebrada, dos tendidos de sombra y el teléfono de un hotel taurino en vaya usted a saber que pueblo perdido de la geografía.
Aunque sea bastante reacio a magnificar más allá de sus límites a cometidos y personajes que, con honra desde luego, no dejan de ser auxiliares para el espectáculo, eso no es óbice para que reconozcamos que gentes, como el madrileño Florito, sabe ejercer sus labores con una torería que para sí quisieran muchos otros de mayores responsabilidades en el ruedo.
Pues bien, en todo ese cajón de sastre de personajes colaterales a la Fiesta, la mayoría de las veces pintorescos, ninguno tiene tanta tradición y tanta mala prensa como el que se conoce como el padre del torero, plaga y horror de los taurinos y a los que en muchas ocasiones se les adjudica el triste papel de ser arruinadores de la propia carrera de sus vástagos.
Naturalmente, en este caso como en otros no cabe ir a la generalización completa sin incurrir en errores incluso de bulto. Padres de toreros fueron Manuel Mejías, Domingo Dominguín o Cayetano Ordoñez, pero todos ellos tuvieron inteligencia sobrada para no convertirse en esta otra versión de “padre del torero”.
Cuando la gente del toro se refiere, y no oculto que de forma bastante despectiva, al padre del torero no lo hace en el sentir genérico; se refieren, claro está, al padre que, además de ser padre, quiere cumplir el papel de supervisor, consejero, ayuda de cámara y ni se sabe cuántos cometidos parataurinos más. Por entendernos claramente, en lenguaje de hoy día se diría que es un metete, esto es: un métome en todo, que sin saber a ciencia cierta en razón de que título, salvo el de haber colaborado para traer a este mundo al torero, ejerce semejantes funciones, que en realidad debieran corresponder a otros.
Conocido es el caso de un célebre apoderado, muy experimentado, que en su socarronería andaluza, cuando un taurino venía a exaltarle las virtudes de un muchacho que había visto en el campo, siempre con el propósito más o menos confeso de que le ayudara en su carrera, invariablemente preguntaba: “¿Es huérfano?”. Huelga decir que no es que se tratara de una especie de Herodes; en realidad, lo que quería saber, antes de seguir adelante, es si su padre andaba empeñado en hacerlo torero a toda costa y por ello brujuleaba permanentemente en sus alrededores.
Y, en efecto, dejando al margen ese sufrimiento natural por los riesgos de un hijo, con lo de paternal que encierra tal sentimiento, a la postre se comprueba que el padre del torero, en realidad, donde más guerra da es en campos aparentemente poco llamativos para el gran público, pero decisivos en una carrera taurina.
Piénsese, por ejemplo, en la relación de plena confianza que siempre debe darse entre el torero y su apoderado, si es que se quiere que las cosas funcionen; pero piénsese, a su vez, en la situación, desde el plazo corto ya borrascosa, que se produce cuando en esa relación se entrecruzan valoraciones constantes de quien habla con la autoridad de un padre: que si esa corrida no te la debían haber firmado, que si se han equivocado eligiendo esta ganadería, que si ese banderillero... La historia, que es bastante sabia, nos dice que de ahí solo se deduce eso que en el lenguaje popular se conoce como un dos de mayo.
En este pintoresquista papel de padre del torero, se han visto escenas y situaciones que en ocasiones resultaban incluso incomprensibles, por no decir grotescas. Por lo que casi de estrambótico tiene, siempre recordare una, cuando se trataba de preparar a un muchacho joven, con apellidos taurinos bastante sonoros. Su apoderado --que había aceptado la responsabilidad a petición del padre, más que nada por la añoranza de relaciones pasadas--, le traía y llevaba al campo en un intenso invierno de preparación acelerada; pero cuando salía la primera becerra y el aspirante había enjaretado media docena de muletazos con un cierto empaque, su padre se empeñaba en que no siguiera toreando más, para que se quedara con el regusto brillante de su faena y le diera vueltas en la cabeza durante días. Con toda lógica, el apoderado pretendía que siguiera en la plaza de tientas, que se fuera forjando también con las becerras que no le daban un respiro, pero no había modo ni manera, porque el padre casi secuestraba al torero. Naturalmente, aquella relación de apoderamiento no alcanzó a ver la primavera; el torero estoy por decir que tampoco.
No es infrecuente, por lo demás, leer los comentarios que se hacen a las actitudes de más de un padre de los toreros actuales. Quiero presuponer que se trata de hombres buenos, aunque taurinamente puedan andar equivocados. Como se ha podido comprobar, de suyo se les adjudican todos los factores criticables en la carrera triunfal de sus hijos: la corrida mal elegida y luego rechazada, el compañero de cartel que conviene evitar... Como no ando, ni me gusta, en las cocinas del taurinismo, desconozco en detalle cuál es el grado de implicación que en todo esto tienen. Pero lo seguro es que hoy padecen lo que en su día tocó sufrir a las no menos estereotipadas madres de la cupletista, que también es todo un género. Si se permite la licencia, y la cuento sin malicia alguna, qué sainete podrían montar Arniches o Muñoz Seca con semejantes protagonistas, si todas las historias que se cuentan de ellos y de ellas resultaran ser ciertas. En definitiva, lo que constato es que, con más riesgos de los que a lo mejor el propio padre intuye, los profesionales del apoderamiento no suelen parar a su lado y que no me da buena espina la mala notoriedad que adquieren entre los revisteros taurinos.
Pero necesito insistir que hasta un cierto punto entiendo que quien debe asumir el sufriente papel de padre del torero, tenga sus preocupaciones añadidas, en un mundo tan duro como es éste. Y más cuando en ello el torero va a consumir su juventud, la única que se tiene en la vida. Como padre comprendo que quiera saber qué pasa con su hijo, por dónde anda y a dónde se dirige, qué riesgos tiene y hasta si es o no feliz. Pero como aficionado compruebo que esos desvelos paternales se pueden volver hasta contraproducentes, si se entrometen en decisiones para las que resulta indispensable un cierto punto de lejanía, como requieren siempre aquellas responsabilidades que deben adoptarse con la frialdad de una planificación inteligente, en la que los matices no trascienden, pero resultan básicos para que el mecanismo funcione sin interferencias inoportunas.
Sin embargo, tampoco me parece proporcionado magnificar más allá de la lógica ese mundo de los paternales quebraderos de cabeza por razones taurinas, porque en ocasiones no sé que resultará más arriesgado, si aceptar sin aspavientos que un hijo mate una corrida de Victorino, o si comprarle esa moto, en la que luego van, sábado noche, jugándose la vida por todos los cruces de camino.
En ese muy variopinto paisaje de personajes que se mueven en el entorno de la Fiesta, pocos son tan propios como el taurinamente conocido como "padre del torero", que es mucho más que el padre biológico. Con la "madre de la cupletista" forman un dúo que para sí hubiera querido Arniches para montar uno de sus sainetes. Humanamente se comprende que a un padre le preocupe por que caminos anda el hijo; taurinamente las más de las veces esa preocupación, cuando se extralimita, pasa a ser una ruina. En lo económico es bastante posible; en lo taurino, prácticamente seguro.
Como alguna vez he escrito, la torería debiera ser virtud que resulte predicable también de un variopinto muestrario de gentes que no visten de luces, o que lo hicieron sólo muy en su juventud para luego dirigirse a otros menesteres, pero que alimentan el calor y hasta el color de la Fiesta.
Y así, algún mozo de espadas he tratado que era todo un dechado de torería auténtica, en ese maremagnum de cometidos tan dispares que les toca desarrollar a los de este oficio y que un amigo, con gracejo, retrataba como las únicas criaturas del planeta que, estando en bañador y en la piscina, no necesitan salir del agua para facilitarte en la misma tacada una aguja enhebrada, dos tendidos de sombra y el teléfono de un hotel taurino en vaya usted a saber que pueblo perdido de la geografía.
Aunque sea bastante reacio a magnificar más allá de sus límites a cometidos y personajes que, con honra desde luego, no dejan de ser auxiliares para el espectáculo, eso no es óbice para que reconozcamos que gentes, como el madrileño Florito, sabe ejercer sus labores con una torería que para sí quisieran muchos otros de mayores responsabilidades en el ruedo.
Pues bien, en todo ese cajón de sastre de personajes colaterales a la Fiesta, la mayoría de las veces pintorescos, ninguno tiene tanta tradición y tanta mala prensa como el que se conoce como el padre del torero, plaga y horror de los taurinos y a los que en muchas ocasiones se les adjudica el triste papel de ser arruinadores de la propia carrera de sus vástagos.
Naturalmente, en este caso como en otros no cabe ir a la generalización completa sin incurrir en errores incluso de bulto. Padres de toreros fueron Manuel Mejías, Domingo Dominguín o Cayetano Ordoñez, pero todos ellos tuvieron inteligencia sobrada para no convertirse en esta otra versión de “padre del torero”.
Cuando la gente del toro se refiere, y no oculto que de forma bastante despectiva, al padre del torero no lo hace en el sentir genérico; se refieren, claro está, al padre que, además de ser padre, quiere cumplir el papel de supervisor, consejero, ayuda de cámara y ni se sabe cuántos cometidos parataurinos más. Por entendernos claramente, en lenguaje de hoy día se diría que es un metete, esto es: un métome en todo, que sin saber a ciencia cierta en razón de que título, salvo el de haber colaborado para traer a este mundo al torero, ejerce semejantes funciones, que en realidad debieran corresponder a otros.
Conocido es el caso de un célebre apoderado, muy experimentado, que en su socarronería andaluza, cuando un taurino venía a exaltarle las virtudes de un muchacho que había visto en el campo, siempre con el propósito más o menos confeso de que le ayudara en su carrera, invariablemente preguntaba: “¿Es huérfano?”. Huelga decir que no es que se tratara de una especie de Herodes; en realidad, lo que quería saber, antes de seguir adelante, es si su padre andaba empeñado en hacerlo torero a toda costa y por ello brujuleaba permanentemente en sus alrededores.
Y, en efecto, dejando al margen ese sufrimiento natural por los riesgos de un hijo, con lo de paternal que encierra tal sentimiento, a la postre se comprueba que el padre del torero, en realidad, donde más guerra da es en campos aparentemente poco llamativos para el gran público, pero decisivos en una carrera taurina.
Piénsese, por ejemplo, en la relación de plena confianza que siempre debe darse entre el torero y su apoderado, si es que se quiere que las cosas funcionen; pero piénsese, a su vez, en la situación, desde el plazo corto ya borrascosa, que se produce cuando en esa relación se entrecruzan valoraciones constantes de quien habla con la autoridad de un padre: que si esa corrida no te la debían haber firmado, que si se han equivocado eligiendo esta ganadería, que si ese banderillero... La historia, que es bastante sabia, nos dice que de ahí solo se deduce eso que en el lenguaje popular se conoce como un dos de mayo.
En este pintoresquista papel de padre del torero, se han visto escenas y situaciones que en ocasiones resultaban incluso incomprensibles, por no decir grotescas. Por lo que casi de estrambótico tiene, siempre recordare una, cuando se trataba de preparar a un muchacho joven, con apellidos taurinos bastante sonoros. Su apoderado --que había aceptado la responsabilidad a petición del padre, más que nada por la añoranza de relaciones pasadas--, le traía y llevaba al campo en un intenso invierno de preparación acelerada; pero cuando salía la primera becerra y el aspirante había enjaretado media docena de muletazos con un cierto empaque, su padre se empeñaba en que no siguiera toreando más, para que se quedara con el regusto brillante de su faena y le diera vueltas en la cabeza durante días. Con toda lógica, el apoderado pretendía que siguiera en la plaza de tientas, que se fuera forjando también con las becerras que no le daban un respiro, pero no había modo ni manera, porque el padre casi secuestraba al torero. Naturalmente, aquella relación de apoderamiento no alcanzó a ver la primavera; el torero estoy por decir que tampoco.
No es infrecuente, por lo demás, leer los comentarios que se hacen a las actitudes de más de un padre de los toreros actuales. Quiero presuponer que se trata de hombres buenos, aunque taurinamente puedan andar equivocados. Como se ha podido comprobar, de suyo se les adjudican todos los factores criticables en la carrera triunfal de sus hijos: la corrida mal elegida y luego rechazada, el compañero de cartel que conviene evitar... Como no ando, ni me gusta, en las cocinas del taurinismo, desconozco en detalle cuál es el grado de implicación que en todo esto tienen. Pero lo seguro es que hoy padecen lo que en su día tocó sufrir a las no menos estereotipadas madres de la cupletista, que también es todo un género. Si se permite la licencia, y la cuento sin malicia alguna, qué sainete podrían montar Arniches o Muñoz Seca con semejantes protagonistas, si todas las historias que se cuentan de ellos y de ellas resultaran ser ciertas. En definitiva, lo que constato es que, con más riesgos de los que a lo mejor el propio padre intuye, los profesionales del apoderamiento no suelen parar a su lado y que no me da buena espina la mala notoriedad que adquieren entre los revisteros taurinos.
Pero necesito insistir que hasta un cierto punto entiendo que quien debe asumir el sufriente papel de padre del torero, tenga sus preocupaciones añadidas, en un mundo tan duro como es éste. Y más cuando en ello el torero va a consumir su juventud, la única que se tiene en la vida. Como padre comprendo que quiera saber qué pasa con su hijo, por dónde anda y a dónde se dirige, qué riesgos tiene y hasta si es o no feliz. Pero como aficionado compruebo que esos desvelos paternales se pueden volver hasta contraproducentes, si se entrometen en decisiones para las que resulta indispensable un cierto punto de lejanía, como requieren siempre aquellas responsabilidades que deben adoptarse con la frialdad de una planificación inteligente, en la que los matices no trascienden, pero resultan básicos para que el mecanismo funcione sin interferencias inoportunas.
Sin embargo, tampoco me parece proporcionado magnificar más allá de la lógica ese mundo de los paternales quebraderos de cabeza por razones taurinas, porque en ocasiones no sé que resultará más arriesgado, si aceptar sin aspavientos que un hijo mate una corrida de Victorino, o si comprarle esa moto, en la que luego van, sábado noche, jugándose la vida por todos los cruces de camino.
Como alguna vez he escrito, la torería debiera ser virtud que resulte predicable también de un variopinto muestrario de gentes que no visten de luces, o que lo hicieron sólo muy en su juventud para luego dirigirse a otros menesteres, pero que alimentan el calor y hasta el color de la Fiesta.
Y así, algún mozo de espadas he tratado que era todo un dechado de torería auténtica, en ese maremagnum de cometidos tan dispares que les toca desarrollar a los de este oficio y que un amigo, con gracejo, retrataba como las únicas criaturas del planeta que, estando en bañador y en la piscina, no necesitan salir del agua para facilitarte en la misma tacada una aguja enhebrada, dos tendidos de sombra y el teléfono de un hotel taurino en vaya usted a saber que pueblo perdido de la geografía.
Aunque sea bastante reacio a magnificar más allá de sus límites a cometidos y personajes que, con honra desde luego, no dejan de ser auxiliares para el espectáculo, eso no es óbice para que reconozcamos que gentes, como el madrileño Florito, sabe ejercer sus labores con una torería que para sí quisieran muchos otros de mayores responsabilidades en el ruedo.
Pues bien, en todo ese cajón de sastre de personajes colaterales a la Fiesta, la mayoría de las veces pintorescos, ninguno tiene tanta tradición y tanta mala prensa como el que se conoce como el padre del torero, plaga y horror de los taurinos y a los que en muchas ocasiones se les adjudica el triste papel de ser arruinadores de la propia carrera de sus vástagos.
Naturalmente, en este caso como en otros no cabe ir a la generalización completa sin incurrir en errores incluso de bulto. Padres de toreros fueron Manuel Mejías, Domingo Dominguín o Cayetano Ordoñez, pero todos ellos tuvieron inteligencia sobrada para no convertirse en esta otra versión de “padre del torero”.
Cuando la gente del toro se refiere, y no oculto que de forma bastante despectiva, al padre del torero no lo hace en el sentir genérico; se refieren, claro está, al padre que, además de ser padre, quiere cumplir el papel de supervisor, consejero, ayuda de cámara y ni se sabe cuántos cometidos parataurinos más. Por entendernos claramente, en lenguaje de hoy día se diría que es un metete, esto es: un métome en todo, que sin saber a ciencia cierta en razón de que título, salvo el de haber colaborado para traer a este mundo al torero, ejerce semejantes funciones, que en realidad debieran corresponder a otros.
Conocido es el caso de un célebre apoderado, muy experimentado, que en su socarronería andaluza, cuando un taurino venía a exaltarle las virtudes de un muchacho que había visto en el campo, siempre con el propósito más o menos confeso de que le ayudara en su carrera, invariablemente preguntaba: “¿Es huérfano?”. Huelga decir que no es que se tratara de una especie de Herodes; en realidad, lo que quería saber, antes de seguir adelante, es si su padre andaba empeñado en hacerlo torero a toda costa y por ello brujuleaba permanentemente en sus alrededores.
Y, en efecto, dejando al margen ese sufrimiento natural por los riesgos de un hijo, con lo de paternal que encierra tal sentimiento, a la postre se comprueba que el padre del torero, en realidad, donde más guerra da es en campos aparentemente poco llamativos para el gran público, pero decisivos en una carrera taurina.
Piénsese, por ejemplo, en la relación de plena confianza que siempre debe darse entre el torero y su apoderado, si es que se quiere que las cosas funcionen; pero piénsese, a su vez, en la situación, desde el plazo corto ya borrascosa, que se produce cuando en esa relación se entrecruzan valoraciones constantes de quien habla con la autoridad de un padre: que si esa corrida no te la debían haber firmado, que si se han equivocado eligiendo esta ganadería, que si ese banderillero... La historia, que es bastante sabia, nos dice que de ahí solo se deduce eso que en el lenguaje popular se conoce como un dos de mayo.
En este pintoresquista papel de padre del torero, se han visto escenas y situaciones que en ocasiones resultaban incluso incomprensibles, por no decir grotescas. Por lo que casi de estrambótico tiene, siempre recordare una, cuando se trataba de preparar a un muchacho joven, con apellidos taurinos bastante sonoros. Su apoderado --que había aceptado la responsabilidad a petición del padre, más que nada por la añoranza de relaciones pasadas--, le traía y llevaba al campo en un intenso invierno de preparación acelerada; pero cuando salía la primera becerra y el aspirante había enjaretado media docena de muletazos con un cierto empaque, su padre se empeñaba en que no siguiera toreando más, para que se quedara con el regusto brillante de su faena y le diera vueltas en la cabeza durante días. Con toda lógica, el apoderado pretendía que siguiera en la plaza de tientas, que se fuera forjando también con las becerras que no le daban un respiro, pero no había modo ni manera, porque el padre casi secuestraba al torero. Naturalmente, aquella relación de apoderamiento no alcanzó a ver la primavera; el torero estoy por decir que tampoco.
No es infrecuente, por lo demás, leer los comentarios que se hacen a las actitudes de más de un padre de los toreros actuales. Quiero presuponer que se trata de hombres buenos, aunque taurinamente puedan andar equivocados. Como se ha podido comprobar, de suyo se les adjudican todos los factores criticables en la carrera triunfal de sus hijos: la corrida mal elegida y luego rechazada, el compañero de cartel que conviene evitar... Como no ando, ni me gusta, en las cocinas del taurinismo, desconozco en detalle cuál es el grado de implicación que en todo esto tienen. Pero lo seguro es que hoy padecen lo que en su día tocó sufrir a las no menos estereotipadas madres de la cupletista, que también es todo un género. Si se permite la licencia, y la cuento sin malicia alguna, qué sainete podrían montar Arniches o Muñoz Seca con semejantes protagonistas, si todas las historias que se cuentan de ellos y de ellas resultaran ser ciertas. En definitiva, lo que constato es que, con más riesgos de los que a lo mejor el propio padre intuye, los profesionales del apoderamiento no suelen parar a su lado y que no me da buena espina la mala notoriedad que adquieren entre los revisteros taurinos.
Pero necesito insistir que hasta un cierto punto entiendo que quien debe asumir el sufriente papel de padre del torero, tenga sus preocupaciones añadidas, en un mundo tan duro como es éste. Y más cuando en ello el torero va a consumir su juventud, la única que se tiene en la vida. Como padre comprendo que quiera saber qué pasa con su hijo, por dónde anda y a dónde se dirige, qué riesgos tiene y hasta si es o no feliz. Pero como aficionado compruebo que esos desvelos paternales se pueden volver hasta contraproducentes, si se entrometen en decisiones para las que resulta indispensable un cierto punto de lejanía, como requieren siempre aquellas responsabilidades que deben adoptarse con la frialdad de una planificación inteligente, en la que los matices no trascienden, pero resultan básicos para que el mecanismo funcione sin interferencias inoportunas.
Sin embargo, tampoco me parece proporcionado magnificar más allá de la lógica ese mundo de los paternales quebraderos de cabeza por razones taurinas, porque en ocasiones no sé que resultará más arriesgado, si aceptar sin aspavientos que un hijo mate una corrida de Victorino, o si comprarle esa moto, en la que luego van, sábado noche, jugándose la vida por todos los cruces de camino.
Como alguna vez he escrito, la torería debiera ser virtud que resulte predicable también de un variopinto muestrario de gentes que no visten de luces, o que lo hicieron sólo muy en su juventud para luego dirigirse a otros menesteres, pero que alimentan el calor y hasta el color de la Fiesta.
Y así, algún mozo de espadas he tratado que era todo un dechado de torería auténtica, en ese maremagnum de cometidos tan dispares que les toca desarrollar a los de este oficio y que un amigo, con gracejo, retrataba como las únicas criaturas del planeta que, estando en bañador y en la piscina, no necesitan salir del agua para facilitarte en la misma tacada una aguja enhebrada, dos tendidos de sombra y el teléfono de un hotel taurino en vaya usted a saber que pueblo perdido de la geografía.
Aunque sea bastante reacio a magnificar más allá de sus límites a cometidos y personajes que, con honra desde luego, no dejan de ser auxiliares para el espectáculo, eso no es óbice para que reconozcamos que gentes, como el madrileño Florito, sabe ejercer sus labores con una torería que para sí quisieran muchos otros de mayores responsabilidades en el ruedo.
Pues bien, en todo ese cajón de sastre de personajes colaterales a la Fiesta, la mayoría de las veces pintorescos, ninguno tiene tanta tradición y tanta mala prensa como el que se conoce como el padre del torero, plaga y horror de los taurinos y a los que en muchas ocasiones se les adjudica el triste papel de ser arruinadores de la propia carrera de sus vástagos.
Naturalmente, en este caso como en otros no cabe ir a la generalización completa sin incurrir en errores incluso de bulto. Padres de toreros fueron Manuel Mejías, Domingo Dominguín o Cayetano Ordoñez, pero todos ellos tuvieron inteligencia sobrada para no convertirse en esta otra versión de “padre del torero”.
Cuando la gente del toro se refiere, y no oculto que de forma bastante despectiva, al padre del torero no lo hace en el sentir genérico; se refieren, claro está, al padre que, además de ser padre, quiere cumplir el papel de supervisor, consejero, ayuda de cámara y ni se sabe cuántos cometidos parataurinos más. Por entendernos claramente, en lenguaje de hoy día se diría que es un metete, esto es: un métome en todo, que sin saber a ciencia cierta en razón de que título, salvo el de haber colaborado para traer a este mundo al torero, ejerce semejantes funciones, que en realidad debieran corresponder a otros.
Conocido es el caso de un célebre apoderado, muy experimentado, que en su socarronería andaluza, cuando un taurino venía a exaltarle las virtudes de un muchacho que había visto en el campo, siempre con el propósito más o menos confeso de que le ayudara en su carrera, invariablemente preguntaba: “¿Es huérfano?”. Huelga decir que no es que se tratara de una especie de Herodes; en realidad, lo que quería saber, antes de seguir adelante, es si su padre andaba empeñado en hacerlo torero a toda costa y por ello brujuleaba permanentemente en sus alrededores.
Y, en efecto, dejando al margen ese sufrimiento natural por los riesgos de un hijo, con lo de paternal que encierra tal sentimiento, a la postre se comprueba que el padre del torero, en realidad, donde más guerra da es en campos aparentemente poco llamativos para el gran público, pero decisivos en una carrera taurina.
Piénsese, por ejemplo, en la relación de plena confianza que siempre debe darse entre el torero y su apoderado, si es que se quiere que las cosas funcionen; pero piénsese, a su vez, en la situación, desde el plazo corto ya borrascosa, que se produce cuando en esa relación se entrecruzan valoraciones constantes de quien habla con la autoridad de un padre: que si esa corrida no te la debían haber firmado, que si se han equivocado eligiendo esta ganadería, que si ese banderillero... La historia, que es bastante sabia, nos dice que de ahí solo se deduce eso que en el lenguaje popular se conoce como un dos de mayo.
En este pintoresquista papel de padre del torero, se han visto escenas y situaciones que en ocasiones resultaban incluso incomprensibles, por no decir grotescas. Por lo que casi de estrambótico tiene, siempre recordare una, cuando se trataba de preparar a un muchacho joven, con apellidos taurinos bastante sonoros. Su apoderado --que había aceptado la responsabilidad a petición del padre, más que nada por la añoranza de relaciones pasadas--, le traía y llevaba al campo en un intenso invierno de preparación acelerada; pero cuando salía la primera becerra y el aspirante había enjaretado media docena de muletazos con un cierto empaque, su padre se empeñaba en que no siguiera toreando más, para que se quedara con el regusto brillante de su faena y le diera vueltas en la cabeza durante días. Con toda lógica, el apoderado pretendía que siguiera en la plaza de tientas, que se fuera forjando también con las becerras que no le daban un respiro, pero no había modo ni manera, porque el padre casi secuestraba al torero. Naturalmente, aquella relación de apoderamiento no alcanzó a ver la primavera; el torero estoy por decir que tampoco.
No es infrecuente, por lo demás, leer los comentarios que se hacen a las actitudes de más de un padre de los toreros actuales. Quiero presuponer que se trata de hombres buenos, aunque taurinamente puedan andar equivocados. Como se ha podido comprobar, de suyo se les adjudican todos los factores criticables en la carrera triunfal de sus hijos: la corrida mal elegida y luego rechazada, el compañero de cartel que conviene evitar... Como no ando, ni me gusta, en las cocinas del taurinismo, desconozco en detalle cuál es el grado de implicación que en todo esto tienen. Pero lo seguro es que hoy padecen lo que en su día tocó sufrir a las no menos estereotipadas madres de la cupletista, que también es todo un género. Si se permite la licencia, y la cuento sin malicia alguna, qué sainete podrían montar Arniches o Muñoz Seca con semejantes protagonistas, si todas las historias que se cuentan de ellos y de ellas resultaran ser ciertas. En definitiva, lo que constato es que, con más riesgos de los que a lo mejor el propio padre intuye, los profesionales del apoderamiento no suelen parar a su lado y que no me da buena espina la mala notoriedad que adquieren entre los revisteros taurinos.
Pero necesito insistir que hasta un cierto punto entiendo que quien debe asumir el sufriente papel de padre del torero, tenga sus preocupaciones añadidas, en un mundo tan duro como es éste. Y más cuando en ello el torero va a consumir su juventud, la única que se tiene en la vida. Como padre comprendo que quiera saber qué pasa con su hijo, por dónde anda y a dónde se dirige, qué riesgos tiene y hasta si es o no feliz. Pero como aficionado compruebo que esos desvelos paternales se pueden volver hasta contraproducentes, si se entrometen en decisiones para las que resulta indispensable un cierto punto de lejanía, como requieren siempre aquellas responsabilidades que deben adoptarse con la frialdad de una planificación inteligente, en la que los matices no trascienden, pero resultan básicos para que el mecanismo funcione sin interferencias inoportunas.
Sin embargo, tampoco me parece proporcionado magnificar más allá de la lógica ese mundo de los paternales quebraderos de cabeza por razones taurinas, porque en ocasiones no sé que resultará más arriesgado, si aceptar sin aspavientos que un hijo mate una corrida de Victorino, o si comprarle esa moto, en la que luego van, sábado noche, jugándose la vida por todos los cruces de camino.
En ese muy variopinto paisaje de personajes que se mueven en el entorno de la Fiesta, pocos son tan propios como el taurinamente conocido como "padre del torero", que es mucho más que el padre biológico. Con la "madre de la cupletista" forman un dúo que para sí hubiera querido Arniches para montar uno de sus sainetes. Humanamente se comprende que a un padre le preocupe por que caminos anda el hijo; taurinamente las más de las veces esa preocupación, cuando se extralimita, pasa a ser una ruina. En lo económico es bastante posible; en lo taurino, prácticamente seguro.
Como alguna vez he escrito, la torería debiera ser virtud que resulte predicable también de un variopinto muestrario de gentes que no visten de luces, o que lo hicieron sólo muy en su juventud para luego dirigirse a otros menesteres, pero que alimentan el calor y hasta el color de la Fiesta.
Y así, algún mozo de espadas he tratado que era todo un dechado de torería auténtica, en ese maremagnum de cometidos tan dispares que les toca desarrollar a los de este oficio y que un amigo, con gracejo, retrataba como las únicas criaturas del planeta que, estando en bañador y en la piscina, no necesitan salir del agua para facilitarte en la misma tacada una aguja enhebrada, dos tendidos de sombra y el teléfono de un hotel taurino en vaya usted a saber que pueblo perdido de la geografía.
Aunque sea bastante reacio a magnificar más allá de sus límites a cometidos y personajes que, con honra desde luego, no dejan de ser auxiliares para el espectáculo, eso no es óbice para que reconozcamos que gentes, como el madrileño Florito, sabe ejercer sus labores con una torería que para sí quisieran muchos otros de mayores responsabilidades en el ruedo.
Pues bien, en todo ese cajón de sastre de personajes colaterales a la Fiesta, la mayoría de las veces pintorescos, ninguno tiene tanta tradición y tanta mala prensa como el que se conoce como el padre del torero, plaga y horror de los taurinos y a los que en muchas ocasiones se les adjudica el triste papel de ser arruinadores de la propia carrera de sus vástagos.
Naturalmente, en este caso como en otros no cabe ir a la generalización completa sin incurrir en errores incluso de bulto. Padres de toreros fueron Manuel Mejías, Domingo Dominguín o Cayetano Ordoñez, pero todos ellos tuvieron inteligencia sobrada para no convertirse en esta otra versión de “padre del torero”.
Cuando la gente del toro se refiere, y no oculto que de forma bastante despectiva, al padre del torero no lo hace en el sentir genérico; se refieren, claro está, al padre que, además de ser padre, quiere cumplir el papel de supervisor, consejero, ayuda de cámara y ni se sabe cuántos cometidos parataurinos más. Por entendernos claramente, en lenguaje de hoy día se diría que es un metete, esto es: un métome en todo, que sin saber a ciencia cierta en razón de que título, salvo el de haber colaborado para traer a este mundo al torero, ejerce semejantes funciones, que en realidad debieran corresponder a otros.
Conocido es el caso de un célebre apoderado, muy experimentado, que en su socarronería andaluza, cuando un taurino venía a exaltarle las virtudes de un muchacho que había visto en el campo, siempre con el propósito más o menos confeso de que le ayudara en su carrera, invariablemente preguntaba: “¿Es huérfano?”. Huelga decir que no es que se tratara de una especie de Herodes; en realidad, lo que quería saber, antes de seguir adelante, es si su padre andaba empeñado en hacerlo torero a toda costa y por ello brujuleaba permanentemente en sus alrededores.
Y, en efecto, dejando al margen ese sufrimiento natural por los riesgos de un hijo, con lo de paternal que encierra tal sentimiento, a la postre se comprueba que el padre del torero, en realidad, donde más guerra da es en campos aparentemente poco llamativos para el gran público, pero decisivos en una carrera taurina.
Piénsese, por ejemplo, en la relación de plena confianza que siempre debe darse entre el torero y su apoderado, si es que se quiere que las cosas funcionen; pero piénsese, a su vez, en la situación, desde el plazo corto ya borrascosa, que se produce cuando en esa relación se entrecruzan valoraciones constantes de quien habla con la autoridad de un padre: que si esa corrida no te la debían haber firmado, que si se han equivocado eligiendo esta ganadería, que si ese banderillero... La historia, que es bastante sabia, nos dice que de ahí solo se deduce eso que en el lenguaje popular se conoce como un dos de mayo.
En este pintoresquista papel de padre del torero, se han visto escenas y situaciones que en ocasiones resultaban incluso incomprensibles, por no decir grotescas. Por lo que casi de estrambótico tiene, siempre recordare una, cuando se trataba de preparar a un muchacho joven, con apellidos taurinos bastante sonoros. Su apoderado --que había aceptado la responsabilidad a petición del padre, más que nada por la añoranza de relaciones pasadas--, le traía y llevaba al campo en un intenso invierno de preparación acelerada; pero cuando salía la primera becerra y el aspirante había enjaretado media docena de muletazos con un cierto empaque, su padre se empeñaba en que no siguiera toreando más, para que se quedara con el regusto brillante de su faena y le diera vueltas en la cabeza durante días. Con toda lógica, el apoderado pretendía que siguiera en la plaza de tientas, que se fuera forjando también con las becerras que no le daban un respiro, pero no había modo ni manera, porque el padre casi secuestraba al torero. Naturalmente, aquella relación de apoderamiento no alcanzó a ver la primavera; el torero estoy por decir que tampoco.
No es infrecuente, por lo demás, leer los comentarios que se hacen a las actitudes de más de un padre de los toreros actuales. Quiero presuponer que se trata de hombres buenos, aunque taurinamente puedan andar equivocados. Como se ha podido comprobar, de suyo se les adjudican todos los factores criticables en la carrera triunfal de sus hijos: la corrida mal elegida y luego rechazada, el compañero de cartel que conviene evitar... Como no ando, ni me gusta, en las cocinas del taurinismo, desconozco en detalle cuál es el grado de implicación que en todo esto tienen. Pero lo seguro es que hoy padecen lo que en su día tocó sufrir a las no menos estereotipadas madres de la cupletista, que también es todo un género. Si se permite la licencia, y la cuento sin malicia alguna, qué sainete podrían montar Arniches o Muñoz Seca con semejantes protagonistas, si todas las historias que se cuentan de ellos y de ellas resultaran ser ciertas. En definitiva, lo que constato es que, con más riesgos de los que a lo mejor el propio padre intuye, los profesionales del apoderamiento no suelen parar a su lado y que no me da buena espina la mala notoriedad que adquieren entre los revisteros taurinos.
Pero necesito insistir que hasta un cierto punto entiendo que quien debe asumir el sufriente papel de padre del torero, tenga sus preocupaciones añadidas, en un mundo tan duro como es éste. Y más cuando en ello el torero va a consumir su juventud, la única que se tiene en la vida. Como padre comprendo que quiera saber qué pasa con su hijo, por dónde anda y a dónde se dirige, qué riesgos tiene y hasta si es o no feliz. Pero como aficionado compruebo que esos desvelos paternales se pueden volver hasta contraproducentes, si se entrometen en decisiones para las que resulta indispensable un cierto punto de lejanía, como requieren siempre aquellas responsabilidades que deben adoptarse con la frialdad de una planificación inteligente, en la que los matices no trascienden, pero resultan básicos para que el mecanismo funcione sin interferencias inoportunas.
Sin embargo, tampoco me parece proporcionado magnificar más allá de la lógica ese mundo de los paternales quebraderos de cabeza por razones taurinas, porque en ocasiones no sé que resultará más arriesgado, si aceptar sin aspavientos que un hijo mate una corrida de Victorino, o si comprarle esa moto, en la que luego van, sábado noche, jugándose la vida por todos los cruces de camino.
Como alguna vez he escrito, la torería debiera ser virtud que resulte predicable también de un variopinto muestrario de gentes que no visten de luces, o que lo hicieron sólo muy en su juventud para luego dirigirse a otros menesteres, pero que alimentan el calor y hasta el color de la Fiesta.
Y así, algún mozo de espadas he tratado que era todo un dechado de torería auténtica, en ese maremagnum de cometidos tan dispares que les toca desarrollar a los de este oficio y que un amigo, con gracejo, retrataba como las únicas criaturas del planeta que, estando en bañador y en la piscina, no necesitan salir del agua para facilitarte en la misma tacada una aguja enhebrada, dos tendidos de sombra y el teléfono de un hotel taurino en vaya usted a saber que pueblo perdido de la geografía.
Aunque sea bastante reacio a magnificar más allá de sus límites a cometidos y personajes que, con honra desde luego, no dejan de ser auxiliares para el espectáculo, eso no es óbice para que reconozcamos que gentes, como el madrileño Florito, sabe ejercer sus labores con una torería que para sí quisieran muchos otros de mayores responsabilidades en el ruedo.
Pues bien, en todo ese cajón de sastre de personajes colaterales a la Fiesta, la mayoría de las veces pintorescos, ninguno tiene tanta tradición y tanta mala prensa como el que se conoce como el padre del torero, plaga y horror de los taurinos y a los que en muchas ocasiones se les adjudica el triste papel de ser arruinadores de la propia carrera de sus vástagos.
Naturalmente, en este caso como en otros no cabe ir a la generalización completa sin incurrir en errores incluso de bulto. Padres de toreros fueron Manuel Mejías, Domingo Dominguín o Cayetano Ordoñez, pero todos ellos tuvieron inteligencia sobrada para no convertirse en esta otra versión de “padre del torero”.
Cuando la gente del toro se refiere, y no oculto que de forma bastante despectiva, al padre del torero no lo hace en el sentir genérico; se refieren, claro está, al padre que, además de ser padre, quiere cumplir el papel de supervisor, consejero, ayuda de cámara y ni se sabe cuántos cometidos parataurinos más. Por entendernos claramente, en lenguaje de hoy día se diría que es un metete, esto es: un métome en todo, que sin saber a ciencia cierta en razón de que título, salvo el de haber colaborado para traer a este mundo al torero, ejerce semejantes funciones, que en realidad debieran corresponder a otros.
Conocido es el caso de un célebre apoderado, muy experimentado, que en su socarronería andaluza, cuando un taurino venía a exaltarle las virtudes de un muchacho que había visto en el campo, siempre con el propósito más o menos confeso de que le ayudara en su carrera, invariablemente preguntaba: “¿Es huérfano?”. Huelga decir que no es que se tratara de una especie de Herodes; en realidad, lo que quería saber, antes de seguir adelante, es si su padre andaba empeñado en hacerlo torero a toda costa y por ello brujuleaba permanentemente en sus alrededores.
Y, en efecto, dejando al margen ese sufrimiento natural por los riesgos de un hijo, con lo de paternal que encierra tal sentimiento, a la postre se comprueba que el padre del torero, en realidad, donde más guerra da es en campos aparentemente poco llamativos para el gran público, pero decisivos en una carrera taurina.
Piénsese, por ejemplo, en la relación de plena confianza que siempre debe darse entre el torero y su apoderado, si es que se quiere que las cosas funcionen; pero piénsese, a su vez, en la situación, desde el plazo corto ya borrascosa, que se produce cuando en esa relación se entrecruzan valoraciones constantes de quien habla con la autoridad de un padre: que si esa corrida no te la debían haber firmado, que si se han equivocado eligiendo esta ganadería, que si ese banderillero... La historia, que es bastante sabia, nos dice que de ahí solo se deduce eso que en el lenguaje popular se conoce como un dos de mayo.
En este pintoresquista papel de padre del torero, se han visto escenas y situaciones que en ocasiones resultaban incluso incomprensibles, por no decir grotescas. Por lo que casi de estrambótico tiene, siempre recordare una, cuando se trataba de preparar a un muchacho joven, con apellidos taurinos bastante sonoros. Su apoderado --que había aceptado la responsabilidad a petición del padre, más que nada por la añoranza de relaciones pasadas--, le traía y llevaba al campo en un intenso invierno de preparación acelerada; pero cuando salía la primera becerra y el aspirante había enjaretado media docena de muletazos con un cierto empaque, su padre se empeñaba en que no siguiera toreando más, para que se quedara con el regusto brillante de su faena y le diera vueltas en la cabeza durante días. Con toda lógica, el apoderado pretendía que siguiera en la plaza de tientas, que se fuera forjando también con las becerras que no le daban un respiro, pero no había modo ni manera, porque el padre casi secuestraba al torero. Naturalmente, aquella relación de apoderamiento no alcanzó a ver la primavera; el torero estoy por decir que tampoco.
No es infrecuente, por lo demás, leer los comentarios que se hacen a las actitudes de más de un padre de los toreros actuales. Quiero presuponer que se trata de hombres buenos, aunque taurinamente puedan andar equivocados. Como se ha podido comprobar, de suyo se les adjudican todos los factores criticables en la carrera triunfal de sus hijos: la corrida mal elegida y luego rechazada, el compañero de cartel que conviene evitar... Como no ando, ni me gusta, en las cocinas del taurinismo, desconozco en detalle cuál es el grado de implicación que en todo esto tienen. Pero lo seguro es que hoy padecen lo que en su día tocó sufrir a las no menos estereotipadas madres de la cupletista, que también es todo un género. Si se permite la licencia, y la cuento sin malicia alguna, qué sainete podrían montar Arniches o Muñoz Seca con semejantes protagonistas, si todas las historias que se cuentan de ellos y de ellas resultaran ser ciertas. En definitiva, lo que constato es que, con más riesgos de los que a lo mejor el propio padre intuye, los profesionales del apoderamiento no suelen parar a su lado y que no me da buena espina la mala notoriedad que adquieren entre los revisteros taurinos.
Pero necesito insistir que hasta un cierto punto entiendo que quien debe asumir el sufriente papel de padre del torero, tenga sus preocupaciones añadidas, en un mundo tan duro como es éste. Y más cuando en ello el torero va a consumir su juventud, la única que se tiene en la vida. Como padre comprendo que quiera saber qué pasa con su hijo, por dónde anda y a dónde se dirige, qué riesgos tiene y hasta si es o no feliz. Pero como aficionado compruebo que esos desvelos paternales se pueden volver hasta contraproducentes, si se entrometen en decisiones para las que resulta indispensable un cierto punto de lejanía, como requieren siempre aquellas responsabilidades que deben adoptarse con la frialdad de una planificación inteligente, en la que los matices no trascienden, pero resultan básicos para que el mecanismo funcione sin interferencias inoportunas.
Sin embargo, tampoco me parece proporcionado magnificar más allá de la lógica ese mundo de los paternales quebraderos de cabeza por razones taurinas, porque en ocasiones no sé que resultará más arriesgado, si aceptar sin aspavientos que un hijo mate una corrida de Victorino, o si comprarle esa moto, en la que luego van, sábado noche, jugándose la vida por todos los cruces de camino.
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