Ha sido a los veinte años de su muerte tras un larguísimo y casi general silencio por lo que hasta parecía no haber existido. Tamaña injusticia acaba de trocarse en el general elogio a su imperial figura
Nos cabe el honor de reproducir lo escrito sobre Antonio Ordóñez por José Antonio del Moral, Guillermo Sureda y más recientemente por Álvaro Rodríguez del Moral
J. A. del Moral
Recuerdos de niños
Si el primer instante taurino que recuerdo de mi vida es la muerte de “Manolete”, a lo que aludió mi padre cuando extrañado por su congoja le pregunté por qué lloraba, el segundo que me llega a la cabeza es la primera vez que vi a Antonio Ordóñez y no en una plaza de toros vestido de luces, sino en mi propia casa de Colmenar de Oreja a donde acudió días antes de celebrarse uno de los festivales benéficos organizados por mi padre en el que Antonio intervino junto o sus hermanos. Se celebraron varios con los toreros familiares. Para entonces, yo solo tenía una imprecisa idea de quienes eran los hombres que estaban comiendo en casa, pero guardo en la memoria cuando mi abuelo preguntó a uno de ellos que si se acordaba de lo que un día le contestó a su pregunta sobre qué quería ser cuando fuero mayor. “Yo, picaor“, dijo, sin dudar. Los aludidos al relato sobre la pregunta de mi abuelo rieron sin parar porque quien siendo niño deseaba ser varilarguero era, precisamente, Antonio Ordóñez.
Desde entonces, mi vida ha estado ligada de una manera u otra al mundo de los toros a través de la afición que tanto mi abuelo como mi padre me trasmitieron y siempre desde la admiración a unos toreros que, dada la amistad heredada y luego frecuentada por mí, se centró en el maestro rondeño a quien tuve la suerte de seguir durante muchos años por todas las plazas y conocerle de cerca, incluso íntimamente. Primero desde la lógica adoración de quien, bastante más joven que él, tenía la suerte de tratarle y, al cabo del tiempo, desde nuestra mutua confianza que no pudo evitar discusiones sobre lo divino, lo humano y, claro está, sobre toros y toreros en todas sus facetas. De estos roces parten mis conocimientos sobre el toreo en general y no solo por lo que tantas veces escuché de los labios de Antonio, sino parque la cercanía a tan gran figura me permitió entrar desde muy joven en los, para otros inaccesibles, santuarios de la Fiesta y conocer íntimamente a multitud de profesionales del toreo, ganaderos, empresarios, apoderados, periodistas, aficionados de todo el orbe y a muchos más de cuantos integran el mundillo. Al poder ser testigo de infinidad de acontecimientos taurinos junto a las estrellas de aquellos años y de los que siguieron, las enseñanzas de unos y de otros me proporcionaron unos conocimientos y unas experiencias de las que siempre seré deudor por su inapreciable valía.
Apolíneo y dionisíaco
Desde esta gratitud y con el respeto que merecen cuantos se visten de luces, aunque también y como siempre fiel a mi criterio, abordo esta semblanza de Antonio Ordóñez. Un torero que mientras permaneció en activo – retirado también participó en puntuales festejos -, fue objeto de una admiración especial para cuantos le conocimos. Pues lo que más sobresalió de su talante fue la estrecha relación que había entre lo que lo que era como ser humano y la obra que llevó coba hasta hacerle singularmente atractivo por la insólita mezcla que en su persona supuso lo “apolíneo” de su arte y lo “dionisiaco” de su carácter. Simbiosis que también determinó su acusada personalidad fuera de los ruedos. De ahí el contradictorio aprecio que tenemos casi todos los que conocimos íntimamente a Antonio. No debe extrañar, pues, que en esta sincera evocación de su figura, incidan obligadamente ambas cuestiones si queremos analizarle con rigor.
Ordóñez solía imponer sus frecuentes caprichos – útiles o inútiles, provechosos o incluso contra de sí mismo – a los más próximos y cuanto más cerca se estuviera de él con mayor ahínco, por lo que cualquier relación con él provocaba sucesivos estados de incondicional afecto o de franco rechazo. Y es que, aunque parezca increíble, en el corto espacio de unos días e incluso de horas, Antonio podía pasar de ser alguien deliciosamente atento, cariñoso y exquisitamente ameno a un sujeto desconcertante por displicente y hasta odioso. Aunque esto último reconozco que era más impactado que sincero.
Este desigual carácter en el que lo aparentemente maligno no se correspondía con sus más naturales rasgos de angelical alegría, le acarreó un sinfín de enemigos, casi todos gratuitos porque, en el fondo, Antonio fue una persona bondadosa y desprendida, muy secretamente caritativo y enormemente sensible en correspondencia a su fabulosa capacidad artística. Claro que, en el mundo del espectáculo, de la cultura, del arte y mucho más en el del toreo, suele ser común que quienes gozan de esta clase fuera de serie se sirven de ello para hacerse perdonar cualquier aspecto negativo. Ordóñez, al menos mientras siguió toreando.
Conforme a todo esto, cuando Antonio dejó de torear descubrió irremisiblemente tarde cómo de su fama primó la parte obscura sobre la brillante hasta padecer la injusta leyenda de intratable sin la contrapartida que sus grandes e inolvidables obras frente al toro pudieran salvarlo de los desencantos. Al cabo de los años resultó lamentable, por ejemplo, que los vídeos que hay en el mercado sobre sus faenas no le hagan justicia, lo que sus enemigos utilizan para desmerecerle sin saber que, el propio diestro, fue en principio, el más culpable de la mala selección de las imágenes que en su día eligieron los productores de la mercancía por los graves inconvenientes que el propio torero les puso a la hora de comercializarlos. Venganza por otra parte ridícula por infiel a la historia de quien fue uno de los más grandes toreros de todos los tiempos. Algún día habrá que requerir el material que me consta hay en manos de filmadores particulares para dejar las cosas en su sitio y a Ordóñez en el que le corresponde.
¡¡ Su Goyesca de Ronda!!
A título de anécdotas personales y aunque algunas ya están contadas por mí o utilizados por algunos que se apropiaron de ellas, las hay que definen su manera de ser.
En 1972 y ya finalizada la feria de Málaga de cuyo plaza fue empresario, Antonio me preguntó si prefería irme al norte corno solía o quedarme con él para verle matar varias reses a puerta cerrada. Naturalmente, acepté la invitación y, durante un mes, le acompañé en sus entrenamientos de cara a “su” Goyesca de Ronda. Era la primera corrida que iba a torear en público después de su retirada en San Sebastián y le pareció conveniente hacerlo a fondo. Deseo que consideré lógico, aunque sin imaginar hasta donde llegaría su empeño, pues llegó a matar más de 60. Nos alojamos en un hotel que distaba unos 25 kilómetros de la plaza de Estepona, en cuya plaza de toros – propiedad del maestro – tuvieron lugar los entrenamientos. A las cuatro en punto de cada tarde partíamos en mi coche, un mini-morris azul y blanco, que le encantaba al rondeño. Al llegar el primer día a la plaza, Antonio me indicó que lo aparcara a pleno sol y, al ver mi cara de asombro, sonrió y me dijo que ya vería después por qué me pedía esto…
Tras lidiar no sin agobios los dos primeros novillos, Antonio se puso un bañador y nos montamos en aquel “horno” con ruedas. “Es para sudar, como si fuéramos en una sauna ambulante. A mí me hace falta y a ti no te vendrá mal ... “. Dicho, hecho y así todas las tardes en nuestro regreso al hotel. Antonio mató, en efecto, varias reses de progresiva edad y trapío en cada jornada, empezando por erales, mediando con utreros y finalizando con cuatreños hasta ponerse totalmente a punto. Un esfuerzo mayúsculo y un dinero que, según me dijo, prefería gastar en vez de hacerse páginas de publicidad. En los descansos dominicales en alguna de sus fincas me obligó a jugar al fútbol, cosa que yo no había hecho en mi vida, y como la preparación era tan impresionante, no me resistí a preguntarle sobre sus verdaderas intenciones. “Tú vas a volver en serio“, le dije “No. Yo solo voy a torear otros dos toros en la próxima Goyesca y punto“. Lo increíble resultó cierto y como el también anunciado para este festejo, Luis Miguel Dominguín, cayó herido días antes, Antonio mató la goyesca mano a mano con Antonio Bienvenido y no sólo tres toros sino cuatro, fiel a su costumbre cada vez que actuó en Ronda de regalar un sobrero, mandar abrir las puertas de la plaza y permitir que el callejón se llenara de paisanos que no habían podido presenciar el festejo por la carestía de las entradas. Capricho que también cumplió en su última goyesca del 1980 y mano a mano con un pletórico “Paquirri” y en la que tras matar Antonio un primer sobrero que fue el séptimo, sugirió a su todavía yerno que pidiera otro para así poder lidiar él un noveno. Pero “Paquirri” le respondió con un “eso me lo das en crudo…” y el maestro se disgustó mucho con la contestación y con toda razón.
El debut en Ronda de Manuel Benítez
El cariñoso enojo de Ordóñez también fue patente una noche de regreso a Madrid desde Jaén cuando, cenando en ruta, Antonio le dijo a Francisco Rivera “Paquirri” que él había sido capaz de poner a 20 por hora con el capote a un toro que embestía de salida a 60 y, ante la incredulidad zumbona de su yerno, tuvimos que intervenir Manolo Camará y yo mismo para ratificar la presunción de Antonio quien, para terminar, afirmó que en realidad le daba más mérito a lo que hacía “Litri” en sus desplantes de rodillas dando lo espalda al toro que a lo que él había sido capaz de hacer con el capote y con la muleta. Así era el maestro …
Cenando en su “Recreo” una noche antes de otra goyesca, como tenía yo por costumbre en cuantas acudí – todas hasta dos años antes de morir Antonio – y como el rondeño no la quiso torear disgustado con su primo Juan Arillo, entonces alcalde de Ronda, por haber cambiado la fecha en que solía celebrarse coincidiendo con el aniversario de la toma de la ciudad por las tropas nacionales en la Guerra Civil, le dije al maestro que comprendía su decisión de hacerse sustituir por “El Cordobés” pero que eso iba a suponer la profanación del Templo. Pero sorprendentemente, me respondió que lo único que le preocupaba era que Benítez saliera con un vestido goyesco bordado en oro que él siempre quiso hacerse y nunca lo consiguió. Terminada la corrida – un fiasco casi total -, volví rápido a “El Recreo” y, en cuanto vi a Antonio, le dije encantado: “Maestro, ni se llenó la plaza ni se profanó el templo. El Cordobés no ha podido dar ni el salta de la rana“. Al poco rato llegaron a la finca el propio Benítez, Manolo Vázquez y Manzanares para cenar junto a Ordóñez con otros invitados y enseguida se armó lo juerga con El Cordobés” a la cabeza de la manifestación. Antonio contemplaba distante la jarana hasta que, harto, nos echó a todos no sin antes de que Benítez se arrojara a los pies de quien nunca toreó con él vestido de luces para decirle a gritos que le adoraba. “!! Fuera, fuera de aquí ¡ ¡”, insistió el maestro y todos salimos disparados de la finca. Luego supe que Ordóñez había escondido 400 entradas altas de sombra para que “El Cordobés” no pudiera presumir de haber agotado los billetes en su debut rondeño…
Al poco tiempo le comenté a Poco Ojeda lo sucedido y él debió quedarse con lo del vestido porque, meses antes de otra goyesca en la que iba a torear mano o mano con Manzanares, me rogó que le acompañara a la sastrería de Fermín para encargar uno como el que Ordóñez nunca pudo hacerse.
Fue un tabaco con trencilla y pasamanería de oro que Ojeda lució en dicha corrida, por otra parte triunfal, en cuyo paseíllo y al darse cuenta Antonio de cómo vestía Ojeda, me espetó con mala cara: “! Qué mal vestido sale Paco, ¿verdad José Antonio?”. Nunca me perdonó la indiscreción. Pero, a partir de ese día, muchos toreros vistieron igual o parecido en las goyescas que siguieron.
Semblanza
Estos rasgos de su “genio” me sirven de introducción para abordar la relación entre el particular carácter de Antonio Ordóñez y su obra artística hasta adentrarnos en cuanto representó en la Fiesta. Pues si de una parte debemos contemplar lo extraordinario de las formas estéticas de su toreo, de otra su hondo e intrincado fondo como profesional porque ambas condiciones unidas a coincidentes cualidades y limitaciones resultaban en su caso tan perfectamente ensambladas que le convirtieron en irrepetible.
Así, su elegante y empacada apostura, su imponente aunque natural arrogancia, el predominio de la intuición sobre la capacidad reflexiva, su fuerte determinación y hasta la terquedad que exhibió en muchas ocasiones lindando con lo irrazonable, por supuesto que su excepcional clase, su amor propio hasta la extenuación si era preciso, un desigual sentido de la responsabilidad que pasaba de periodos asombrosos a otros de inexplicable ostracismo cuando no de inconvenientes huidas, y un valor descomunal que sostuvo todo lo anterior sin que apenas se le notara para llevarlo a cabo gestualmente. Personalísimas condiciones que en su conjunto dieron forma a su figura paradigmática.
Desde luego lo fue para cuantos se vistieron de luces en su tiempo, para los que siguieron inmediatamente después y para todos los que tuvimos lo suerte de verle actuar compitiendo con otros diestros o consigo mismo cuando no tuvo rivales enfrente. Porque Antonio permaneció en la cima del toreo pese a sus baches y a algunas temporadas sin apenas triunfar – en estas, sin embargo, sorprendía con faenas portentosas -, primero por su grandioso estilo y, más experimentado, por sus inolvidables campañas en las que su soberbia de siempre creció por la gran regularidad de sus éxitos. Soberbia que le brotaba por todos los poros de su cuerpo y que forzaba a menudo sin aparente razón, consecuentemente al aspecto más esquinado de su personalidad ya referida. Ello explica también el acento netamente orgulloso que marcó su manera de torear, de andar o de comportarse en la escena del ruedo que siempre llenó con su sola presencia. Bastaba cualquier movimiento o gesto de Ordóñez, incluso al margen de la lidia, para que todo el mundo l0 alabara o censurara. Artísticamente hablando, Antonio también tuvo detractores tan apasionados como sus acérrimos.
Virtudes y caprichos
Esta mágica simbiosis de virtudes y caprichos fue lo que más distinguió a Ordóñez de sus coetáneos.
Nunca pasó al olvido la afición del rondeño, sobre todo en las muchas temporadas que pisó el acelerador a fondo en las que logró la más sólida unión entre el valor y el arte que nadie había conseguido hasta llegar él a los ruedos. Así, a la desigualdad de sus primeros años en los que toreó con su más fresca pureza, siguieron otras en pos de la conquista del trono que entonces mantenía su cuñado Luis Miguel Dominguin. Retirado éste, Antonio reinó en solitario sobre varios príncipes de muy alta alcurnia hasta la irrupción de Manuel Benítez “El Cordobés”.
El formidable tirón del nuevo fenómeno, sumado a una muy grave cornada que recibió Ordóñez en Tijuana (1962), obligaron al maestro a retirarse en Lima, donde se llevó el Escapulario del Señor de los Milagros para despedirse con broche de oro en su impar carrera, regresando a los ruedos tres años después, ya maduro, asolerado, pletórico y legislador como demostró sobre todo en sus campañas de 1965, 1967 y 1968 en las que resultó vencedor absoluto sobre la primera fila más lujosa de todos los tiempos, sin que faltaran sus habituales cornadas y graves percances – sufrió más de treinta – como el de Madrid de 1971 mientras toreaba un toro de Duque de Pinohermoso, a consecuencia del cual perdió sitio e ilusión hasta retirarse por sorpresa en la Semana Grande de San Sebastián de aquél año. En esta segunda etapa, a medida que fue avanzando el tiempo y Ordóñez en edad, la intensidad de sus faenas fue dando paso o un toreo menos ligado y de ahí la fama de sus celebrados y hasta criticados unipases… Aunque siempre los ejecutó honda y exquisitamente. Cada uno de sus pases duraban como si pegara cinco o seis seguidos. Pero ahí no acabó la historia de Antonio.
Tras sus maravillosos intervenciones anuales en Ronda, quiso volver sufriendo la más grave lesión de su vida en un entrenamiento previo a la gran cita que estuvo señalada para la feria de Málaga. Las plazas de Palma de Mallorca y de Ciudad Real fueron testigos de sus dos últimas corridas en las que, tras comprobar que el empeño era absolutamente imposible, decidió cortar aunque siempre con la profesión de matador de toros en lo más dentro de su alma.
Su tauromaquia
Si de su tauromaquia formal debemos escribir para completar esta semblanza de Antonio Ordóñez, empezaremos por las suertes de capa y, delante de todas, por su toreo a la verónica. Piensen los aficionados que nunca le vieron torear en cómo sería que, si permanecieron en en sus retinas las ráfagas de los grandes artistas, Curro Romero y Rafael de Paula, ambos fueron simples alumnos de Ordóñez en la interpretación de este lance fundamental por la sencilla razón de que los de Romero y Paula dependían de las muy especiales por favorables condiciones de los toros, mientras que Ordóñez fue capaz de acoplarse totalmente a cualquier clase de reses y al más alto nivel artístico que se pueda imaginar, gracias a su enorme valor y a su exclusiva técnica.
También dominó otras suertes de capa, tanto en los recibos de los toros como en quites – fue temible en sus réplicas y muchos toreros cambiaron el tercio de varas sin estar picado el toro para evitarlas – aunque a media que su carrera avanzó se concentró casi exclusivamente en el toreo a la verónica por fiel a su más distinguida especialidad, abandonando el repertorio que prodigó en sus primeros años, en los que caben destacar sus impresionantes gaoneras, sus largas a una mano en pie, o a sus lances de recibo asimismo a una mano, entre los que sobresalen aquellos con los que saludó a un muy bravo toro de Osborne en una corrida concurso de Jerez, al que logró indultar. Exactas a las que dio en el recibo del toro de Juan Pedro Domecq que abrió la corrida inaugural de la nueva plaza de Vista Alegre en Bilbao.
Pero haciendo otra referencia a las verónicas de Antonio, recordar también las tres y media con que “obsequió″ a José Fuentes en Madrid, antes de cederle el “pabloromero” de su alternativa el 30 de mayo de 1965. Aquellas verónicas fueron una prueba más de su inimitable capacidad en ralentizar la velocidad inicial de los toros, como quedó patente para asombro de los que le veían por primera vez en esta primera corrida de su reaparición en Las Ventas.
Su temple
En el mismo sentido, ésta casi exclusiva virtud de poder reducir la velocidad y el ímpetu de las reses fue otra de las facetas que diferenciaron el toreo de Ordóñez. La inusitada despaciosidad que lograba imprimir a sus lances y muletazos señala su excelencia por lo que a la técnica de “parar” de frenar en su caso – y de mandar largamente en las embestidas que, algunas veces, parecían eternizarse en sus manos.
Las faenas de Antonio también quedarán en la memoria de cuantos le vimos torear porque sus muletazos parecían esculpirse sobre la arena como bajorrelieves sobre mármol, debido al gran empaque de su figura y a la suavidad con que interpretaba el toreo – sobresaliente con la mano derecha- o al natural, casi siempre ligados sin enmienda en los remates de las tandas majestuosas a los pases de pecho en los que prendía el viaje del toro muy por bajo y lo conducía a esa misma altura yéndose con todo el cuerpo por delante hasta despedirlo barriendo el lomo del animal con los flecos de la muleta, apenas levantada para librar la suerte sin retrasar a propósito el engaño como hacen algunos para simular su conclusión antes de que el toro pase por completo.
Claro que, al sentimiento y a la pasión, añadía Ordóñez una sobredosis de largura sin que ello limitara el denso perfume que desprendían sus pases, a los que el gran escritor francés ya desaparecido, Jean Cau, apostilló como “dulces e imperiales”.
No debemos, sin embargo, describir únicamente al Ordóñez artista encasillado a estas formas clásicas y, a veces, barrocas porque su primacía le obligaba a triunfar a diario y cuando los toros no permitieron su toreo más genuino tuvo que cambiar de concepto para sacar partido de reses que nunca lo hubieron aceptado. Dato que, por mucho que le criticaron los “puristas” de su tiempo, se ha de tener en cuenta para valorar sus dotes de largo lidiador que no se limitaba a matar reses de las ganaderías tenidas por más fáciles, sino, muchas veces, las más duras. De otra manera, jamás habría podido pasar de artífice, como tantos otros.
Particularidad que también convivió con sus tantas veces aludidos caprichos o repentinas manías como fue el permitirse cuajar únicamente sus segundos toros de cada corrida durante toda una temporada, fueran éstos buenos, regulares o malos, en las que varias veces dejó escapar adrede los mejores, lo que enfurecía al público, enloquecido después al ver la entrega incondicional del maestro con otros bastante peores.
El legado artístico
Pero regresando a su legado artístico más señero, ¿cómo no recordar sus arranques de faena por bajo, rodilla en tierra en ángulo
recto y brazo por completo extendido; o a los ayudados por alto cargando la suerte hasta el infinito y ganando un solo paso tras cada muletazo; o sus intermedios con aromáticas trincheras; o los epílogos dando rienda suelta a su vena gitana hasta terminar con sus desplantes a muleta plegada junto a su cimbreante cadera? Todo esto que parecía “ná” y valía millones, enjoyaba el corazón de sus trasteos, a la par alegres y hondos, como el bordón de una guitarra que, ora sonaba por “soleares”, ora por “peteneras”, siempre al final por “seguirillas” y casi nunca por “bulerias”. Lo digo porque si tal sentimiento nos hacía vibrar y hasta nos ponía la carne de gallina, las tardes en la que un toro se le ponía a la contra y había que apostar fuerte, a la emoción del arte unía la del riesgo con un desprendimiento total de su integridad física. Abandonado, descarado por completo ante el toro, incluso hasta gravemente herido como le vimos completar muchas grandes faenas y hasta matar toros mientras sangraba abundantemente. Tales la del Carlos Núñez que brindó a la emperatriz Soraya en San Sebastián, o la famosa de Aranjuez que evocó Hemingway en su “Verano peligroso” en 1959, o la que le impidió continuar Antonio Bienvenida en un polémico mano a mano de la Corrida del Montepío en Madrid, o la que bordó en Málaga a un toro del Marqués de Domecq el domingo de Resurrección de 1966 hasta enterrar la espada en perfecto volapié. Que en esta suprema suerte también fue rey cuando quiso por mucho “rincón” del que se hable por los siglos de los siglos.
Sus competidores
Antonio Ordóñez compitió primero con verdaderos gigantes como Luis Miguel Dominguín y con grandes toreros como Manolo González, Pepe Luis Vázquez, Julio Aparicio, Cesar Girón, mas con los que entonces empezaban a preferir las élites de la afición, como Antonio Chenel “Antoñete” y Antonio Bienvenida al que impuso por delante en muchos carteles durante la temporada de su reaparición (1965), inicio de su segunda época en la que tampoco le faltaron rivales del más alto nivel como Diego Puerta, Paco Camino y Santiago Martín “El ViIi” entre otros muchos como Manolo Vázquez, Jaime Ostos, “Mondeño”, “Miguelín”, Gregorio Sánchez, Fermín Murillo, Curro Romero, “Pedrés” …. Y aunque en los años 60 fue Manuel Benítez “El Cordobés” quien lideró la Fiesta apoyado por la inmensa mayoría del público, Ordóñez logró mantener su exclusivo sitio mientras convivieron los dos “soles”: el representado por él mismo y el de Benítez.
En torno a ambas estrellas giraron los “planetas”. Unas tardes alrededor del ciclón cordobesista y otras alrededor del emperador de Ronda. Quedémonos finalmente con la imagen de Antonio dando la vuelta al ruedo con las orejas y el rabo de muchos toros en sus manos, relajado, sonriente y feliz tras sus clamorosos triunfos. Pocos las dieron con tanta majestad.
Este homenaje continuará….. con textos de Guillermo Sureda y de Álvaro Rodríguez del Moral, mi ilustrísimo sobrino.
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