El destino de un pueblo… ¡Qué les importa a todos los demás! Ni siquiera saben lo que es. O mejor dicho, sí. Saben muy bien qué es el destino, la identidad de un pueblo. Por eso precisamente tratan de socavarlo implantando el desarraigo que suponen sus políticas mundialistas y multiculturalistas..
Reflexiones en Vox alta (I)
Javier R. Portella
El Manifiesto.com / 26 de diciembre de 2018
VOX, a ver si la gente se entera de una vez, no es ningún partido. Es otra cosa. No es ningún partido al uso, quiero decir, ningún partido de la partitocracia. Es ésta la gran diferencia. Y la clave del éxito, la explicación de esa marea que sube, vertiginosa, sin parar. Políticos y analistas son incapaces de entenderlo y por eso se dan constantemente de bruces. Se piensan que, aun adornado con los diabólicos cuernos y rabo que le han puesto, VOX no deja de ser un partido más, uno de tantos, un partido que busca lo de todos: hacerse a toda costa con el poder.
VOX no es ningún partido al uso,
ningún partido de la partitocracia.
Y no, no es eso. Por supuesto que VOX desea alcanzar el poder —y lo alcanzará, vaya si lo alcanzará. Ahí no está la cuestión. La cuestión es: hacerse con el poder… ¿para realizar qué, obtener qué? ¿Para conseguir, tal vez, lo mismo por lo que luchan todos los demás?
¿Por qué, para qué luchan? ¿Por qué corren como locos tras el poder?
La pregunta, si se planteara en un sondeo, obtendría la más unánime de las respuestas. A nadie, salvo a algún ingenuo, le cabe la menor duda: partidos y políticos —“la Casta”, decía el del casoplón— luchan por el poder a fin de conseguir algo tan claro como sencillo: medrar gracias a él.
No, no se trata sólo de la pasta, por más “gansa” que sea. Medrar significa dos cosas: disfrutar de las ventajas materiales que otorga el poder; pero también, y quizá más aún, de las simbólicas. Ventajas simbólicas: “pisar moqueta”, como se dice gráficamente;
Envolverse en esa aura con que el poder recubre a quienes, sin él, no serían nada. envolverse en esa aura con que el poder recubre a quienes, sin él, no serían nada, mientras que, con él y sin tener nada importante que ofrecer, imperan sobre nuestra vida y rigen nuestro destino.
Sí, claro está, también Santiago Abascal y los demás ansían disponer —nadie, de lo contrario, saltaría a la arena política— de ese poder y de esa aura que se despliega desde lo alto de la Res Publica. Pero hay una pequeña diferencia: ni ellos necesitan el poder para llegar a ser alguien, ni carecen de un proyecto grande que ofrecer —guste o disguste el proyecto: ése es otro asunto.
No se es ciertamente un don nadie cuando se ha estado viviendo con escolta desde los 18 años; o cuando se ha estado encerrado casi dos años en un zulo de dos metros; o cuando se ha efectuado una tan larga travesía del desierto; o cuando se dispone —y es lo decisivo— de todo un proyecto destinado a imprimir sentido al destino de un pueblo.
El destino de un pueblo… ¡Qué les importa a todos los demás! Ni siquiera saben lo que es. O mejor dicho, sí. Saben muy bien qué es el destino, la identidad de un pueblo. Por eso precisamente tratan de socavarlo implantando el desarraigo que suponen sus políticas mundialistas y multiculturalistas: esas que defienden los gestores y mercaderes —no otra cosa son— que cada cuatro años se dedican a vender promesas electorales que incumplen el resto del tiempo mientras trapichean con sus compadres en el tinglado del poder.
No hablo siquiera de los corruptos. Hablo de los honestos (alguno, escondido por algún sitio, habrá). Hablo de quienes no son sino correctos pero meros gestores de bienes y servicios. Hablo de quienes, rastreando por entre lo pequeño y anodino, desprovistos de todo proyecto grande, bello, alto, carecen también de la más mínima posibilidad de despertar algo parecido a esperanza, entusiasmo o fervor.
En el mejor de los casos, sólo aburrimiento y hastío despiertan. En el peor, rabia e indignación.
Exactamente lo contrario de lo que VOX está despertando en ese resurgir de un pueblo al que partidos, medios y políticos han mantenido dormido tantos años. Lo que está despertando en “Estepaís” (así lo llamaban) que ya vuelve a llamarse España; lo que está empezando a verse claro es que se ha puesto en marcha algo que no es una versión más (la enésima…) de lo de siempre, de lo de toda la vida. Es algo distinto, nuevo, algo que no tiene nada que ver con las viejas momias de toda la vida (así sean jóvenes y lleven coleta… o corbata). Lo que está surgiendo es un movimiento de quienes no son como los de siempre, como los que llevan pegada en la cara esa ladina sonrisa, tan falsa como sus promesas. Lo que está surgiendo, en una palabra, es algo que no tiene nada que ver, ni en el fondo ni en la forma, con la desprestigiada, con la despreciada casta política.
Con el fondo y con la forma de la vetusta, ramplona carcundia, tampoco.
Ni con el fondo ni con la forma. Ambas cuestiones están interrelacionadas. Si se ha despertado ese torrente de esperanzada ilusión que hasta rompe con la vieja segmentación de “derechas” e “izquierdas”, es tanto por el frescor del estilo y las maneras con que las cosas se dicen y hacen, como por el contenido de las cosas que se dicen, hacen y proponen.
De este contenido, así como de los retos y dificultades que a partir de ahí se abren, es de lo que, en las próximas entregas, seguiremos reflexionando en Vox alta.
(Continuará)
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